“La calidad de artista de Mingo supera a su calidad de ilustrador: sus dibujos son, en sí, la historia”, me explica Ramiro Alonso al verme tratando de desentrañar el secreto de las muchas imágenes que integran el catálogo de la exposición retrospectiva Domingo Ferreira. XX Premio Pedro Figari que, con curaduría de Gustavo Wojciechowski, estuvo montada en el Museo Figari de Montevideo entre el 28 de junio y el 27 de agosto de 2016, seis meses después de que, en diciembre de 2015, un jurado integrado por Patricia Bentancur, Haroldo González y Gabriel Peluffo decidiera por unanimidad conferir a Domingo Mingo Ferreira el XX Premio Figari del Banco Central del Uruguay, en atención a su “larga y proficua trayectoria personal desde los inicios de la década de 1960, la calidad y la inserción popular de su obra en periódicos y revistas culturales rioplatenses”.
Lo que Ramiro observa –y en eso parecen coincidir casi todos los que analizan la obra de Mingo– es que en sus trabajos hay una poética, un universo de connotaciones que se separa de lo literal, de la transposición, y abre infinitos caminos a la interpretación y al relato. Aunque sea dibujante e ilustrador y haya soñado alguna vez con ser sólo historietista, Mingo supo desde el principio que en lo no dicho, en lo incierto, se alojan las posibilidades del arte. Así, sus figuras, menos que acompañar algo dado, lo crean, mediante una sugerente combinación de espacios en blanco y saturados, superposiciones, líneas de fuga que se abren en formas repetidas como ecos, rítmicamente, o que fluyen como emanaciones de un oscuro centro alucinado.
Curiosamente, para decir lo mismo Wojciechowski dice lo contrario: “La mayoría de las veces, cuando un artista plástico –montado en los mocasines de su técnica– se mete en la vereda de la ilustración o el diseño gráfico, no hace pie (bellos dibujos o imágenes/pobres ilustraciones o diseño), porque es otra cosa. Generalmente dice lo que el texto dice. [...] Mingo siempre camina por otro lado”.
Mingo Ferreira nació en Tacuarembó en 1940 y se trasladó a Montevideo en 1961. Se formó en la Escuela Nacional de Bellas Artes y en el Club de Grabado de Montevideo, pero se considera esencialmente autodidacta. Reconoce, sin embargo, la influencia que tuvo en su aprendizaje el dibujo “blando” de Luis Camnitzer, de quien fue alumno, así como la importancia de otros dibujantes, como Carlos Alonso, Miguel Brascó, Antonio Seguí y Ayax Barnes. Empezó a trabajar como ilustrador en el semanario Marcha, en 1965, y llevó adelante una prolífica carrera que incluyó pasajes por el mundo editorial y la publicidad, además de revistas, diarios y otras publicaciones periódicas. Vivió exiliado en Argentina entre 1973 y 1981, y allí formó parte de la revista Crisis y trabajó para las editoriales Minotauro, Centro Editor de América Latina, El Ateneo y Sudamericana, entre otras.
Gabriel Peluffo lo describe como “un gajo de los 60”: un navegante de los efervescentes mares de la cultura de los años 60 y 70 del siglo XX, marcados por la experiencia de la revolución cubana y la búsqueda de “un sentido ético en función de un horizonte utópico compartido”.
Peluffo lo distingue asimismo entre los integrantes de lo que María Luisa Torrens definió como “el dibujazo”: “Su afán de estudiar los dibujos de otros, de explorar lo que hay detrás de la imagen, lo conduce a un ejercicio intelectual que acompaña desde siempre su propia producción, afinando tanto su análisis formal como su rigor poético. Esta última dimensión lo diferencia radicalmente de los jóvenes del ‘dibujazo’, no solamente porque su pensamiento analítico implica una actitud opuesta a lo urgente y lo espontáneo, sino porque practica generalmente una lírica de la imagen cuya deliberada poiesis se aparta del ‘monstruismo’ iracundo y del improvisado grotesco que suele caracterizar la producción de aquellos jóvenes”.
Un ilustrador menos preocupado por la mimesis que por la poiesis, un dibujante que aprendió del cine y de la escritura, un investigador exhaustivo y atento que miró con rigor y cuidado la obra ajena tanto como la propia y logró hacer hablar a los blancos y a los manchones, a las tramas, las líneas y las sombras. “En los dibujos de Mingo está el grito de Goya”, apunta Ramiro.
Mingo, por su parte, dice: “Siempre he sentido, y considerado, el acto de dibujar como un ejercicio de profundo riesgo, tal vez una forma particular de la aventura, un viaje a esos espacios vacíos del mapa de nuestra subjetividad, donde todavía hay dragones. Mundos paralelos creados a partir de fragmentos astillados de lo imaginario y otros fragmentos, más astillados aun, de aquello que convenimos en llamar la nuda realidad”.
El catálogo mencionado al comienzo de esta nota, y del que salen los textos citados de Peluffo, Wojciechowski y Ferreira, está disponible en el sitio del Museo Figari y puede descargarse gratuitamente desde ladiaria.com.uy/UTV