Pese a su longevidad –sus primeros ejemplos, como la maravillosa Venus de Dolní Věstonice, se remontan a casi 30.000 años a.C.–, la cerámica se esfuerza desde siempre en ser considerada a la par de otras técnicas artísticas, oprimida posiblemente por su inextricable lazo con la artesanía: a lo largo de milenios, sin embargo, ha dado ejemplos escultóricos no menos importantes que ciertos célebres y más ostentosos mármoles y bronces. Es suficiente pensar en el precolombino Acróbata de Tlatilco, modelado entre el 600 y el 1.200 a.C.; en el etrusco Sarcófago de los esposos, del VI siglo a.C., o, para acercarnos un poco temporalmente, en el prefuturista Llanto sobre Cristo, que Niccoló dell’Arca produjo en la segunda mitad del siglo XV. Con el siglo XX, por supuesto, la valoración de este arte supuestamente menor ha mejorado, sobre todo por la actuación como ceramistas de protagonistas ciclópeos de la plástica como Pablo Picasso y Lucio Fontana, para mencionar apenas dos de muchísimos más. Y en el ámbito local, no hay duda de que entre las figuras más notorias que han incursionado en el mundo de la cerámica –pesos pesados como Carlos Castellanos, Gonzalo Fonseca y José Gurvich– están, con una carrera que cubre cinco décadas, Enrique Silveira y Jorge Abbondanza, a los que ahora la Junta Departamental de Montevideo ha decidido declarar ciudadanos ilustres.
Si en otras oportunidades se ha cuestionado la elección de ciertas figuras para este reconocimiento, esta vez el consenso será, pienso, unánime: por su incuestionable destreza técnica, pero sobre todo por haber movido la cerámica hacia terrenos lejanos de lo funcional y decorativo, especialmente en su producción de los años 80, cuando operaron una suerte de comentario doloroso a los acongojados tiempos de la dictadura. Cierta inquietud, por otro lado, ya se había vislumbrado en vasijas creadas en años precedentes, como en bols esmaltados con amenazantes pinchos o jarrones con gotas suspendidas que parecían fijar el tiempo en la arcilla. Y la cuestión del tiempo, de su transcurso y de su “traducción” a la materia es el sello de sus piezas más reconocidas y reconocibles –generalmente en cerámica bizcochada–, donde un mismo elemento es repetido en secuencia, en una suerte de escena tridimensional que recuerda los experimentos fotográficos de Eadweard Muybridge y Étienne Jules Marey. Silveira y Abbondanza fabricaron así una suerte de cine de cerámica, de tonos sombríos, en el que los elementos generalmente se hunden, trasudando angustia e impotencia. Igualmente notorias y fijadas en el imaginario son sus figuras humanas, de pequeñas dimensiones, repetidas en serie, en movimiento o no, glosa a la masificación y sus peligros; casi se podría fantasear versiones miniaturizadas y “negativas” (por la falta de rasgos y atributos) de los soldados de terracota de Xi’an, allá ardidos defensores del emperador, acá multitud que ha perdido la posibilidad misma de heroísmo y singularidad.
Esta ciudadanía ilustre tal vez premie también al generoso dono que los dos artistas hicieron al país el año pasado, cuando regalaron al Museo Nacional de Artes Visuales una treintena de obras: gesto que se tradujo inmediatamente en una notable muestra, Silveira y Abbondanza: un legado, a cuyo catálogo se puede dirigir el lector que quiera tener un sólido resumen de una actividad tan rica y prolongada.