El mundo, un mundo cerradísimo, del arte de Luis Alberto Solari –en este momento desplegado en el Museo Nacional de Artes Visuales (MNAV) con una cincuentena de piezas que conforman la muestra aniversario de los 100 años del nacimiento– parece embebido de humores bajtinianos; la tentación sería la de trasladar el dicho “todo el año es carnaval” a su producción creativa: todo Solari es carnaval. Efectivamente, no se estaría lejos de la realidad, como demuestra la selección exhibida en el MNAV. El pintor, hombre del interior conexo al terruño –que se puede traducir en alguien atentísimo al folclore de su tierra–, tuvo una formación dividida entre la Montevideo de sus primeros años y la Fray Bentos de su juventud, ciudad en la que había nacido (para luego vivir varios años en Estados Unidos): en Montevideo resultaron centrales el rol jugado en su formación por Guillermo Laborde, que fue su profesor –aunque sus pinturas sean casi antitéticas–, y luego, por supuesto, las estadías en Europa (con el descubrimiento de pintores medulares para su estilo y temática, in primis, El Bosco, Brueghel, Goya, luego James Ensor y Marc Chagall, entre los modernos). Carnaval, entonces: como posibilidad de materialización de un mundo al revés, de una crítica cáustica y abierta al poder, de un desenfreno habilitado. Inmensamente importante en la cultura medieval, por supuesto, pero cuyos elementos extraordinarios y alucinados han penetrado en toda la sociedad rural occidental moderna y de alguna manera se han cristalizado (con caracteres propios para cada país, obviamente, pero con figuras comunes: monstruos, seres y situaciones ilógicas, antropozoomorfismo). A eso Solari le sumó otros elementos populares: leyendas, mitos, ritos, cantos (por ejemplo, la murga) y proverbios; en esto retomó la lección de otros artistas, especialmente Carlos González, para armar una especie de ambiente mágico permanente.

Al mirar las telas expuestas en el MNAV, que provienen de la familia del pintor y del acervo del museo, se entiende enseguida cuán fácil es acostumbrarse a lo raro solariano: en definitiva, es material del imaginario que está al alcance de todos, conocido, y que por eso pierde parcialmente la posibilidad de asombrar pese a su aparente excepcionalidad. Se podría definir algo así como un subsurrealismo que, justamente, buscaba el asombro nadando en el inconsciente, fábrica personal de maravillas, y no directamente en la tradición (aunque sí a veces fijándose en la antitradición). Esta postura un poco jungiana de Solari –vale decir, arquetípica– se encarna, por ejemplo, en el hombre o mujer pájaro, uno de los seres más utilizados por el fraybentino, que tiene evidentemente raíces en las arpías griegas, el sirin ruso, el tangata manu de Rapa Nui, etcétera, además de haber sido utilizado por las vanguardias históricas, totalmente resignificado por artistas como Max Ernst y Alberto Savinio. Empero, en el caso de nuestro pintor el uso no tiene intenciones rupturistas: permanece, al contrario, dentro de esquemas compositivos clásicos, vistas frontales y de perfil, distribución ordenada de los sujetos, desarrollo narrativo.

Activo como escenográfo de carnaval y creador de carros, Solari traduce ese universo en piezas que cubren décadas diferentes, como la oscura Pantomima carnavalera (1950), entre las más antiguas de las exhibidas, y que incluye un autorretrato, Cambalache (1965), o el aguafuerte Carroza para un carnaval (1975), mientras juega, en otras instancias, con cuentos bíblicos (las aguafuertes Eva y la serpiente y El arca de Noé) o con la simple presentación de personajes insólitos (La alegoría para un jugador, de 1978, que es un simio; el militar verde y feroz de Guerrero emplumado, de 1959; el Jano bifronte de Máscara extraña, entre otros). Todo resuelto, en general, con una paleta nunca excesiva, gran oficio y, a nivel de contenidos, un aire de atemporalidad: hay pocos casos, por lo menos en la muestra, de atadura a lo contemporáneo (un ejemplo, la denuncia de Los contaminadores, gigantesco acrílico ecologista). Y todo está sumergido, habitualmente, en atmósferas amables, quiméricas, a menudo cómicas, pero claramente de fábula. Es sombría, sin embargo, la serie de collages de los años 60, la época más experimental e inquieta del artista: superficies oscuras en las que se entrevén grandes retratos de humanos e híbridos resueltos con recortes de diarios, papeles varios e incluso grabados reciclados y donde lo matérico se vuelve importante, gracias, también, en aquel momento, a la presencia cada vez más intensa, tanto nacional como internacionalmente, de las corrientes informales que recuperaban la dimensión material del color, a la que Solari obviamente fue sensible: véase, por ejemplo, la casi tridimensionalidad de una tela como Ronda y lobizón (1964).

Centenario Luis A Solari es una buena ocasión para repasar la obra de uno de los escasos artistas figurativos antirrealistas de la tradición pictórica uruguaya del siglo pasado (aunque, está claro, de un antirrealismo fundado sobre bases antropológicas y no polémicas), y es excelente la noticia de que la muestra ha viajado y viajará todavía a varias ciudades del interior. Solamente causa perplejidad la elección –en una muestra antológica que, se supone, debería restituir redondamente su actuación, aun sin pretender exhaustividad– de dar un espacio tan relevante a la pintura, postergando los grabados, de los que se expone apenas un puñado (y Solari fue extremadamente prolífico en ese campo y, probablemente, mejor grabador que pintor), y de la virtual ausencia de sus interesantísimos objetos escultóricos, acá básica y tímidamente representados sólo por el “altar” de Reina, cabra y espada, que, de hecho, es una de las mejores obras presentes.

Centenario Luis A Solari | Museo Nacional de Artes Visuales (Tomás Giribaldi 2283). Hasta el 21 de octubre.