Mucho se ha escrito sobre lengua y colonialismo en los últimos días, a raíz de la polémica en torno a la subtitulación en español de España de la película Roma, de Alfonso Cuarón. El País de Madrid, por ejemplo, publicó un artículo en el que recoge los puntos de vista de expertos como Francisco Javier Pérez o Pedro Álvarez de Miranda, del propio Cuarón y del escritor Jordi Soler (que está enojadísimo, o muy caliente o furioso). Hubo además una encuesta en la que se les preguntó a varios escritores latinoamericanos por las palabras “de sus países” preferidas, y columnas como la de Damián Tabarovsky, escritor, editor y traductor argentino que el año pasado publicó Fantasma de la vanguardia, un libro disruptivo que en parte ya trataba el tema en discusión. En efecto, el artículo de opinión de Tabarovsky retoma lo escrito en varios capítulos de ese libro ya desde el provocativo título: “La lengua se compra y se vende”.

Hacer esa afirmación (no la niego) es concebir la lengua, materialmente, como una mercancía (las academias, en su sentido más amplio, ya lo hacen) y, de algún modo, sugerir la pregunta, que tal vez no espera respuesta, sobre quién sería su conjetural dueño. La cuestión, que vuelve periódicamente al menos desde el siglo XIX, me lleva a pensar, por ejemplo, en Andrés Bello y su Gramática de la lengua castellana destinada al uso de los americanos (1847), o en Domingo Faustino Sarmiento y su “Memoria (sobre ortografía americana)” (1843), pero también en La lengua y la literatura, de Amado Nervo (publicado póstumamente en 1928), o en la polémica de 1927 a partir del llamado Meridiano intelectual de Hispanoamérica, que la Gaceta Literaria situaba en Madrid. Entre las voces que reaccionaron en ese momento con mayor fervor ante la poco feliz afirmación, de Uruguay y Argentina hasta Cuba, estaban las de varios de los colaboradores de la revista porteña Martín Fierro, en la que escribía el joven Jorge Luis Borges.

Sin embargo, el texto clave de Borges sobre el tema (a pesar del libro El idioma de los argentinos, de 1927) sería “Las alarmas del doctor Américo Castro” (1941), la reseña que siempre quise escribir, una obra maestra de inteligencia, humor y violencia verbal que me contento con leer periódicamente. El asunto, en todo caso, como ya lo sugería Bello y hacía evidente con desenfado Borges, es que el idioma hace rato que no le pertenece a España y que el “meridiano” (si es que se puede hablar de algo así) pasa hace mucho tiempo por el oeste ultramarino de Castilla. No obstante esto, ¿está mal subtitular Roma, traduciendo sus americanismos (y no tanto)? ¿Es, como dijo Cuarón, “parroquial, ignorante” o, como tuiteó Soler, “paternalista, ofensivo y profundamente provinciano”? ¿Están los subtítulos, como explicaba el escritor, colonizando nuestro rebelde idioma?

No estoy tan seguro. Por mi parte, recuerdo cómo los subtítulos en un deslucido inglés (perdón) me ayudaron a entender la mayor parte de La vendedora de rosas, una gran película del antioqueño Víctor Gaviria. Quien la haya visto pensará, con razón, que el ejemplo no es justo, porque mientras que la película de Gaviria –interpretada por personas que no eran actores que representaban (y eran) a habitantes de los márgenes– está hablada en un marcadísimo argot casi imposible de seguir (a veces todavía pienso “¡qué gonorrea!”), los subtítulos de Netflix para la película de Cuarón cambiaban (fueron sacados hace unos días) palabras tan convencionales como “enojado” por “enfadado” e incluso “ustedes” por “vosotros”, “orilla” por “borde”, “chico” por “pequeño” y hasta “mamá” por “madre”.

Pero ¿es legítimo cuestionar a Netflix, una multinacional cuyo interés es meramente hacer dinero? Por un lado, uno podría preguntarse, por ejemplo, por qué Élite no tiene subtítulos en español latinoamericano o, incluso, por qué Roma no fue traducida también al español rioplatense, pero hay algo que parece estar detrás: que con esto se da a entender que los españoles (no lo afirmo) tienen más dificultades para comprender otras variedades de su lengua, y ahí habría que ver dónde se pone el foco del “provincianismo” del que habla Soler.

No podría generalizar, pero tal vez por no leer demasiada literatura latinoamericana contemporánea (de después del llamado boom, digamos) o al menos traducida en Latinoamérica (en un texto de 1982, Emir Rodríguez Monegal recuerda una reseña que definía a la versión del Ulises del pionero José Salas Subirat como una “edición bastarda”, que decía “nafta” por “gasolina”), o acaso por el obligado doblaje castizo de todas las películas extranjeras y, por qué no, por una educación reacia a lo americano (“para nosotros, en el colegio”, me cuenta una amiga catalana, “la historia de Latinoamérica termina casi casi con la conquista”), para los españoles podría llegar a ser más difícil comprender cosas que los americanos estamos acostumbrados (las tretas del débil) a sacar por contexto. ¿Y si el subtitulado, entonces, ayuda a la comprensión y, así, a ampliar el vocabulario, por qué negarse? Peor habría sido otro doblaje más, ¿no? ¿O hay algo ya ofensivo en el inexplicable cambio del dulce y chocolatoso “gansito” por los “ganchitos” crocantes y con sabor a queso que prefiere el traductor de Netflix?

De fondo, como sostiene Tabarovsky en su columna, la cuestión no es si traducir está bien: es, más bien, cómo y quién traduce. Así, más alarmantes que los subtítulos de la película de Cuarón son la espantosa imposición del “español neutro” (?) que infecta los programas infantiles, las traducciones literarias “planchadas” (así dice que se llaman Marcelo Cohen en su ineludible libro de ensayos Música prosaica) en las que se borra todo rasgo del estilo del autor en pos de una supuesta mejor comprensión, el corrector del celular, reticente al voseo, o una aberración bastante reciente que surgió de las quejas de los lectores del Cono Sur con respecto a las versiones demasiado españolas, según la cual las multinacionales “revisan” las traducciones y las “adaptan” a nuestro dialecto, cambiando pronombres y sustantivos (sobre todo insultos) medio al azar, pero manteniendo la forma de la frase intacta, como si la lengua fuera apenas un conjunto de etiquetas intercambiables.

El affaire Roma (y que me perdone la RAE el extranjerismo), en fin, evidencia que la lengua es un auténtico campo de batalla y trae una vez más a primer plano un tema que, lejos de ser menor, ha estado en el centro de las preocupaciones de la literatura americana desde las independencias (José Carlos Mariátegui veía en 1928 a la gauchesca, por ejemplo, como un “movimiento de emancipación”), para dejar en claro que el español debe decirse en plural.

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