Sonreía. Detrás de los lentes de armazón y patillas gruesas, sus ojos achinados. Me esperó en el café, atrás de la columna, de espalda a la puerta. Dos whiskis dobles, poco hielo. En la muñeca izquierda, y apenas visto por el puño de la campera, tenía el reloj. Con la misma exactitud de sus uñas y del bigote, estaba impecablemente vestido. Estábamos en 2012. Yo apenas tenía un Twitter que ya no tengo; él hacía rato que era Superman. Fui su seguidor 500 y nos matamos de la risa. Por eso pagué las copas con el hombre que llegaba bajo la puerta y por suscripción.

Venía con los deberes en tres hojas arrugadas. Él dijo que no tendría piedad con lo escrito. Nunca le conté que ahí, donde aprendí, nos encantaba la sinpiedad. Bebía con placer; mis manos apuntaban al suelo. Me había recomendado leer a Guilherme de Alencar Pinto para entender de lo que quería escribir: Eduardo Mateo. Los yuyos buenos son para eso. Brindé para siempre con Marcelo Jelen.

Lo que no te conté, negro, / y ahora que me acuerdo, / Tata, el papá más viejo, voló / volando abuelo voló.

“No, no apagues la luz”

Quizá hayan sido sus últimas palabras. Es difícil saberlo. Quizá haya titilado, amagado al ocaso, pero como toda herencia de un genio, creativo y vanguardista por donde se lo mire, la luz de Eduardo Mateo está. Tarde, es igual. Así ha pasado con los visionarios en su época. Urbano Moraes lo definió categóricamente: “Estaba desfasado. Demasiado adelantado en el tiempo. Es lógico que no le fuera bien: la gente precisó años para procesar su obra”.

La música y Mateo son la misma identidad, van juntas desde su nacimiento. Su madre, Silvia, que trabajaba en la casa del compositor uruguayo Eduardo Fabini, decidió llamarlo como él, soñando, tal vez, que algún día fuese un artista prestigioso. En su infancia no hubo violines, flautas ni pianos; quizá alguna partitura. Sí tuvo tambores, pandeiro, cavaquinho y hasta una guitarra rudimentaria que le armó un amigo carpintero. Autodidacta, no pudo creer cuando tuvo sus primeros instrumentos profesionales. Pero antes, mucho antes, ya daba impulso a sus composiciones. Fueron los Demônios da Garoa, The Beatles, João Gilberto, Claude Debussy, Astor Piazzolla, Ravi Shankar, nuestra música popular como el candombe, su porfía en desafinar las guitarras para buscar acordes nuevos, y la música hindú, entre otras cosas, los ingredientes mágicos que florecieron para ir moldeando sinfonías rítmicas tan disímiles.

Creador de un género: el candombe-beat, fusión de música afrouruguaya con la nueva onda beat. De ahí salió El Kinto, con el que, junto a Ruben Rada, Urbano Moraes y otros, tuvieron la osadía de cantar en castellano en los años 60. Eso era de locos. Y, como si fuera poco, con Horacio Buscaglia creó Musicasiones: un espectáculo de música, poesía y teatro en la misma función; todo un objeto de culto, pero la gente se enojaba: quería rock.

Lumbrando lindo / tan los fueguitos, / aquí dentrito / ta calentido

Tartamudo, de estatura media, delgado, por lo general de barba o bigote con patillas, pelo desprolijo tirando a largo, nunca fue un estereotipo. No le preocupaba, tampoco. No le incumbían en demasía la política ni el fútbol. De carácter difícil, encontrado, tan querible como histérico, tan amigo como indiferente. Empedernido con su poesía y sus líricas, ni en tiempos en los que declinaba la dictadura se dedicó a cantar canciones de protesta. No le interesaba absolutamente nada de lo que a los demás les importaba. Sólo deseaba abrir los sentidos, componer, explorar las ideas superiores de la musicalidad, llegar a lo profundo. El camino errático de la bohemia y las drogas, su falta de ambición en lo que no fuera la música, su mala conducta con sus compañeros y su aislamiento quizá lo perjudicaron. Mientras vivió, apenas se vendieron 150 discos suyos; luego de su muerte hubo varios discos de oro y de platino. Quizá, seguramente, sin ese camino errático Mateo tampoco hubiera sido Mateo.

Empeñó sus creaciones. Sin haber sido el más comercial o el de mayor resonancia, dejó a sus pares el mejor legado: el de la influencia por el mérito en sí mismo.

Un ocaso, / un momento, / el crujido / de un espejo / que se quiebra / sin reflejos, / solo y triste / sin remedio

Sin fama. Una tardecita de otoño, a causa de un cáncer abdominal, se marchó en su máquina del tiempo tarareando “Blackbird”. Dicen que se fue. Lo dudo. Vuelve en el musgo verde, está donde el sol quedó caliente, anda besando el viento cruzando los campos, de pronto queda despierto, es su canción para renacer.