Hace cerca de 75 años se inició una historia de vida que recorrió muchas etapas y que, a su vez, permitió echar luz sobre una historia invisible en Uruguay: la trayectoria de vida es la de José Ernesto Costa, profesor de Matemática e investigador, y la historia invisible es la de la historieta en Uruguay, que tomó forma, forjó protagonistas y marcó mojones, gracias al trabajo de Costa y al de su ex colaborador Gabriel Mainero. El trabajo y la carrera de Costa llegaron a su punto culminante en el reciente volumen Crónica de la historieta uruguaya, de 1919 a 2005.
Las primeras uruguayas
De acuerdo al trabajo de Costa, la primera historieta que podría ser totalmente uruguaya se llama Aventuras de Peneque y Sapito, y se publicó en el semanario Mundo Uruguayo desde 1922. El problema de esa tira es que no estaba firmada, pero en sus textos había alusiones a Uruguay. En otros casos Costa detectó historietas extranjeras cuyos diálogos se reescribían para ambientarlas en Uruguay, pero en Peneque y Sapito no tiene certeza de que haya sido así. Por otra parte, la primera vez que un autor local firmó una historieta fue ese año y en la misma revista: Luis Bello con El triste fin de Papanatoff. Es decir que este último sería el único ejemplo certificado de una obra concebida y hecha en el país.
“¿Quién puede afirmar qué es lo primero de algo?”, se pregunta Costa. “Decidieron arbitrariamente que The Yellow Kid [1895] era la primera historieta de la historia, pero antes en Inglaterra ya había historietas con globos y todo. Lo mismo ocurre cuando se dice que las primeras películas son las de [los hermanos] Lumière, pero antes había incluso dibujos animados. Entonces yo puedo decir que la primera tira uruguaya que se publicó en Mundo Uruguayo fue El triste fin de Papanatoff. Esa revista ya publicaba historietas desde 1919, aunque no podría decir cuál es la primera historieta nacional con globos, tal como la conocemos. Por eso escribí sólo lo que vi, y por eso titulé el libro como crónica, con la meta de establecer una serie de momentos y autores”.
Su libro retoma y amplía lo que se publicó en un volumen anterior (La historieta en el Uruguay. Vol III. De 1919 a 2005), que escribió junto al librero e investigador Mainero y reconstruye lo producido en Uruguay entre 1919 y 2005, además de corregir algunos errores que habían cometido en el primer tomo como fruto de la poca información disponible sobre muchos autores.
Las historietas firmadas con seudónimos y apellidos cuya descendencia hoy no aparece fueron la moneda corriente con la que tuvo que lidiar para reconstruir la trama. Entre muchos otros, descubrió a un autor que firmaba “Alfa” y del que no aparecían más datos. De casualidad, cuando estuvo internado por una operación, le tocó en suerte una acompañante venezolana. Ojeando su libro, ella identificó a un personaje de Alfa y le dijo que era muy popular en su país... Por otra parte, en un libro en el que se hablaba sobre historieta venezolana, encontró una mención a un editor y autor que usaba el mismo seudónimo en la década de 1920.
“Supongo que Alfa se pudo haber exiliado en Montevideo tras la dictadura de Vicente Gómez; dibujó en La Tribuna Popular y luego regresó a Venezuela para usar los mismos personajes que allá se hicieron muy populares. Pero esa es mi historia, conectando puntos. ¿Cómo puedo saber quiénes eran muchos de estos autores, como el que firmaba E. Fugazza? Esa es la historia de la historieta uruguaya: parece imposible de rastrear”.
Sin embargo, rastreó de todo y lo ordenó metódicamente. Paciencia, pasión y trabajo sistemático le permitieron culminar un trabajo de años de buceo entre diarios polvorientos, microfilms y colecciones privadas, para recrear una cronología dispersa a lo largo de casi nueve décadas. Y todo empezó con un niño que nació en Melo en 1938 y que coleccionaba religiosamente la revista Billiken.
El orden ante todo
“Cuando falleció mi padre, encontramos que guardaba muchísimas cajitas con tornillitos, y todo tipo de cosas que ordenaba y clasificaba metódicamente. Coleccionó Marcha desde el primer número hasta la dictadura, cuando se deshizo de la colección por miedo a que en una requisa se la descubrieran. Pero yo recorté de ahí todas las críticas de cine de [Homero] Alsina Thevenet desde 1947 hasta el 50 y pico”, cuenta. El gusto por el orden y el archivo eran cosa familiar, y en su casa se respiraba historia.
Por algún motivo, en su familia parecía que el orden también afectaba la elección de las iniciales de los nombres. Sus tías, a las que agradece en el libro por haberlo guiado en sus primeras lecturas, se llamaban Josefa y Ernestina. Esas iniciales son las suyas y las de sus hermanos, Jorge Eduardo y Jaime Enrique, el recordado periodista cultural.
La casa donde nació había sido construida por su bisabuelo paterno, frente a la plaza principal de Melo. En esa casona, que cruzaba la manzana, vivió hasta los ocho años, cuando la familia se mudó a Montevideo porque su padre pasó a trabajar en la sede local de una empresa de lanas. En una pieza que oficiaba de baño, un cubo enorme de cinco por cinco metros, sus tías conservaban torres del diario El Plata. Junto a ellas estaban las pilas de sus suplementos de historietas, doblados prolijamente. Ahí empezó su afición. “Esa es mi historia del coleccionismo, que viene por herencia de mis tías abuelas y de mi madre”, explica. Su madre le compraba Billiken y Patoruzito, pero, cuando su hermano Jaime pudo leer, esta segunda colección pasó a sus manos.
Fascinados por el cine, él y Jaime hacían afiches de películas imaginarias con collages tomados de los posters reales de otras películas. Hoy conserva un cuaderno que escribió en 1950 con la lista de tomos de la colección Pequeños Grandes Libros, una serie de historietas noveladas que le dio su primera oportunidad de conocer a los dibujantes clásicos de Estados Unidos, como Alex Raymond. Todavía tiene 50 libros de la serie y sabe la fecha exacta en que fue publicado cada uno.
En esa década, precisamente, se produjeron dos quiebres. Uno fue el que detectó en su investigación y que le sirve para marcar un mojón en su libro: en 1955 falleció el maragato Emilio Cortinas y por unos meses dejaron de publicarse historietas hechas en el país (situación que no tuvo relación con esa muerte). El otro fue personal: en 1953 se deshizo de su colección de historietas y se concentró en la de cine. Hasta hoy se arrepiente de haber perdido las revistas Pif Paf, de las que, a pesar de sus esfuerzos, no ha logrado recuperar más que un par de copias. “Posiblemente dejé la historieta porque era mucho sostener dos colecciones. O tal vez haya sido porque consideraba que era cosa de niños”.
Regreso a las raíces
La década de 1970 fue la que marcó el final de lo que Costa define como una segunda etapa de esta historia, caracterizada por la publicación de historietas en revistas educativas y en medios de prensa de izquierda. Paralelamente, fue un período de maduración para el medio en el resto del mundo; en Estados Unidos ya se empezaba a perfilar una forma más adulta de tratar al cómic de superhéroes, y en Europa habían aparecido estudios especializados y autores que lo llevaban a un nivel artístico sin precedentes.
En Uruguay, figuras como Williams Gezzio, Carlos María Federici, José Rivera, Eduardo Barreto, Pedro Cano, Sergio Boffano y otros trabajaban activamente pero desde el anonimato y pensando sus trabajos para los niños. En Montevideo, en 1972, el dibujante, pintor y gestor Celmar Poumé hizo la primera muestra de historietas del país, en la que reunió obras de casi todos los autores que trabajaban en la prensa con trabajos de consagrados como Rafael Barradas y Enrique Breccia.
En 1974 Costa daba clases de Matemática y organizaba actividades con sus estudiantes. Al regreso de un campamento, se cruzó con un quiosco que exhibía una gran revista de Flash Gordon dibujado por Alex Raymond e impresa en colores. La revista era la número dos de la serie, pero Costa no tardó mucho en dar con otro quiosco en el que vendían el primero, y luego con otro más en el que estaban los números restantes.
Ese chispazo le volvió a encender la fascinación y afición de la infancia, pero con el tamiz del coleccionista y del incipiente investigador. Sus recorridas por quioscos y librerías de usado le permitieron conseguir más y más revistas y construir una nueva colección, ahora con la mirada de un adulto que disfrutaba como un niño. “Desde entonces no paré. Era fácil conseguir materiales, porque había sitios de canje por todas partes”, cuenta.
En 1975 hizo su primera investigación en los archivos de la Biblioteca Nacional e indagó en toda la prensa de 1955. Tuvieron que pasar unas tres décadas para que esa pasión diera pie a la decisión de investigar de modo sistemático y de dar forma a una historia para el primer trabajo con su amigo Mainero.
En este camino no todo ha sido lidiar con seudónimos y autores cuya familia es imposible de rastrear. Más allá de los casos en que los autores todavía vivían cuando Costa empezó su trabajo, había otras herramientas para trabajar. “Algo notable es que muchas historietas que se publicaban tenían una presentación previa en los diarios”, cuenta. “Cuando apareció Peloduro en El País, durante una semana se publicaron notas sobre la tira y los personajes. Cuando Acción publicó El halcón del Caribe, en 1948, como plancha semanal y entre historietas extranjeras, hizo una nota de presentación sobre el dibujante uruguayo Ruben Orique, su autor. Cuando Cortinas hizo su primera historieta para el diario Crónicas, tenía 19 años e hizo una página gigante que también fue presentada con una nota elogiosa, a pesar de que él había hecho muy poca cosa antes”.
Esta larga etapa de investigación para el libro también lo llevó a engrosar su archivo, que consta de unos 11.000 ejemplares. En ese archivo también está casi todo lo producido desde 2006 hasta hoy, en gran parte con financiación de los Fondos Concursables. Reconoce que a partir de ese año se inicia una nueva etapa y aparece una renovación generacional de autores que necesitan un estudio aparte. Así y todo, varios de ellos aparecen mencionados sobre el final de su libro, ya que habían empezado a trabajar hacia 1999.
Es inevitable preguntarle si encuentra una seña de identidad o cierta huella distintiva que hayan dejado esos 90 años de historieta que relevó. “En otros países hay una industria grande que ha permitido que existan tendencias y escuelas”, dice. “En Argentina, por ejemplo, Dante Quinterno con Patoruzú impulsó un estilo redondeado que fue tomado por todos los dibujantes de historietas cómicas en los 30. Incluso la siguieron los consagrados como Divito, Lino Palacio y Dino Battaglia. Según dicen algunos dibujantes uruguayos, cuando Emilio Cortinas volvió a Uruguay, con sus clases influyó a algunos, como Rubén Orique. En lo que se conoció como ‘la movida joven de 1987’, liderada por Roberto Poy, yo tenía la esperanza de que se creara una especie de escuela. Pero en 1995 desapareció el movimiento”.
En aquel momento llegó un recambio generacional. Autores veteranos como Gezzio, que venía de Charoná, y algunos otros se empezaron a mezclar con una nueva camada que manejaba distintas sensibilidades e influencias. Para esta ruta de investigación, uno de los méritos de Gezzio fue que se dedicó a la edición independiente con su revista Balazo. En ella incluyó la historieta Ismael, hecha por José Rivera en 1959, y por primera vez la sacó a la luz como una obra de arte mayor.
“Creo que lo que él hizo en esa tira, a los 29 años, es la mayor obra nacional”, afirma Costa. “Y que él [Rivera] se haya decepcionado de la historieta es una pena”. Afortunadamente, como demuestra su libro y es posible comprobar en librerías, la historia encuentra ahí uno de sus mojones principales, pero no su final.