Varón, blanco y, desde ahora, muerto, Harold Bloom encaja definitivamente en el estereotipo de la clase de autor que, según sus adversarios, se dedicó a defender. Después de todo, entre los 26 escritores caucásicos que incluyó en su libro más conocido, sólo había cuatro mujeres. “Angloparlante”, podríamos agregar desde acá a la caricatura: la mitad de los seleccionados escribían en inglés (del resto, tres lo hacían en alemán, tres en español, tres en francés, uno en italiano, uno en noruego y uno en ruso).

El libro es, claro, El canon occidental. Cuando apareció, en 1994, la academia estadounidense estaba dividida entre quienes sostenían que había que adaptar los planes de estudio de literatura a nuevas realidades sociales y aquellos que defendían la preservación de un conjunto de obras como herramientas indispensables para la formación individual. Las “guerras del canon”, como se llamó a la disputa, estaban inmersas en otro debate más general, “las guerras culturales”, sobre el avance de los valores progresistas y que otro Bloom, Allan, había llevado al terreno de las humanidades. El título de su bestseller The Closing of the American Mind (1987) fue traducido de varias maneras al español, pero siempre sin su explícito subtítulo, que podría adaptarse a “cómo la educación superior le ha fallado a la democracia y empobreció el alma de los estudiantes”.

Leído como parte del contraataque de los tradicionalistas, El canon occidental también fue un éxito de ventas, y se volvió el blanco inevitable de quienes buscaban renovar los programas universitarios. Bloom los conocía bien: desde 1955, es decir, desde que se doctoró, trabajaba en la Universidad de Yale, uno de los enclaves de la crítica deconstruccionista que, importada desde Francia y Bélgica, había prendido fuerte en algunas facultades de Estados Unidos. Aunque tuvo conexión con algunos deconstruccionistas, ya en los años 80 pasó a distanciarse de ellos y de otros que agrupó en la “escuela del resentimiento” –marxistas, feministas, lacanianos– por considerarlos representantes de ideologías externas al estudio de la literatura.

Lo válido, para él, era la conexión “interna”: la relación de obras y autores con sus predecesores. La forma más acabada de esta perspectiva se puede leer en La angustia de la influencia (1973), un estudio sobre el vínculo entre poetas románticos planteado como una tensión entre el deseo de continuar al antecesor admirado y la necesidad de no ser absorbido por él. Se colaba, sin embargo, un aporte “externo”: el esquema de relacionamiento edípico que propone el psicoanálisis. No es extraño, si tenemos en cuenta que Bloom veía en términos psicologizantes no sólo las relaciones entre autores –y que Sigmund Freud es uno de los integrantes de El canon occidental–, sino que para él, lo que literatura ilumina es, sobre todo, una forma de entender la conciencia. Para eso, o por eso, el centro de su sistema jerárquico lo ocupa William Shakespeare.

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Mucho y alto escribió Bloom sobre Shakeaspeare. Leer, por ejemplo, la introducción de su Shakespeare: la invención de lo humano (1998) es remontar una escalada de superlativos. Antes de Shakespeare, dice, los personajes literarios, a lo más, se desplegaban; después de él, se desarrollan: se reconocen a sí mismos y cambian. La bardolatría, agrega, debería ser una religión secular, “aun más de lo que ya es”, porque las obras de Shakespeare “siguen siendo el máximo logro humano, estética y cognitivamente, y, en cierto modo, también moral y espiritualmente”. Shakespeare seguirá explicándonos, porque –esta es la idea primordial–, él nos inventó. Luego: es imposible listar su enorme legado, dada la magnitud. “Escribió la mejor poesía y la mejor prosa del idioma inglés, y, quizás, de todo idioma occidental”, agrega, para pasar a referir a su “fortaleza cognitiva”: “Pensaba de manera más integral y original que cualquier otro escritor”. Finalmente, lo dice: “Inventó lo humano tal como lo conocemos”. “Hay un elemento que sobrepasa a sus obras, que las excede, un exceso más allá de la representación, que está más cerca de la metáfora que llamamos ‘creación’”. Falstaff, Hamlet, Yago, Rosalind, Macbeth y Lear son instancias de cómo “nuevos modos de conciencia llegan a existir”.

¿Suficiente? Hay más. Bloom recuerda una idea a la que dedicó varios libros: la de que Yahvé, Jesús y Alá son (o pueden ser) personajes literarios. Entonces, propone a Hamlet como una creación a la par de la de los dioses semíticos, dado su efecto en la cultura. “Después de Jesús, Hamlet es la figura más citada en la conciencia occidental; nadie le reza, pero tampoco nadie lo evade por mucho tiempo”.

Esta pequeña muestra de pasión y erudición podría explicar el éxito de su Canon, y la permanencia de Bloom en un sitial de privilegio, a pesar del clima adverso. Pero también habría que tener en cuenta su persistencia. Cualquiera que haya tenido que preparar clases de literatura sabe que las colecciones que dirigió (la serie de divulgación Bloom’s Guides y la especializada Bloom’s Modern Critical Interpretations) son imprescindibles para acercarse a autores en lengua inglesa. Aunque sus amores eran claros, en esos estudios abordó a cientos de autores que, para él, ocupaban posiciones excéntricas pero destacadas, como el nigeriano Chinua Achebe, la canadiense Margaret Atwood y el estadounidense Kurt Vonnegut.

Sobre todos ellos, Bloom opinaba sin ambigüedades. Su pregunta central –lo dice explícitamente en el prólogo de su estudio sobre El cazador en el centeno, de JD Salinger– era “¿durará esta obra?”, y estaba implícitamente ligada a su pulsión por distinguir claramente lo que consideraba valioso. Buscaba, sobre todo, algo ideal y demasiado a contrapelo de esta época de expresión de pequeñas individualidades: obras que significaran para todos y en todas partes.

Es muy posible que Bloom pensara cómo se iría modificando su ranking, o, lo que no es tan distinto, por cuánto seguirán teniéndose en cuenta sus interpretaciones. Sospecho que por un buen tiempo: después de haber pasado por la facultad donde enseñaban los mejores profesores de Literatura –seamos también superlativos– y donde, a la vez, era posible terminar la carrera sin detenerse en Shakespeare o Cervantes, haber tenido un Bloom a mano, aunque fuera para pelearlo desde el entusiasmo posmodernista, fue como alcanzar un pasamanos una noche de apagón.