Seguramente, en el cine actual sólo haya dos autores capaces de suscitar una expectativa tan amplia: Martin Scorsese y Quentin Tarantino. Y Tarantino, nacido en 1963, empezó su carrera (con Perros de la calle, 1992) como una consecuencia bastante inmediata de Buenos muchachos (1990), de Scorsese, y, en forma más amplia, de otras películas del director veterano. En los dos primeros largometrajes de Tarantino trabajó Harvey Keitel, uno de los actores fetiche de Scorsese (había actuado en cinco de sus películas, entre 1967 y 1988), y en el tercero, Jackie Brown (1997), recurrió a Robert De Niro (que trabajó en ocho películas de Scorsese, entre 1973 y 1995). Uno se pregunta si eso tendrá algo que ver con el hecho de que, sin explicación, Scorsese dejó de recurrir a esos actores en ese preciso momento. La influencia de Scorsese sobre Tarantino se sigue notando, aunque quizá, como el cineasta más joven está más en la cresta de la ola, en El irlandés muchos sientan como tarantinismos, o directamente como lugares comunes del cine de gangsters, las reiteraciones de procedimientos que Scorsese había inventado o puesto de moda (como la escena en la que, rumbo a un asesinato, los personajes se ensañan en un diálogo sobre un asunto banal, que en el caso es una compra en una pescadería; o la banda musical hecha mayormente de canciones pop de la época). Es interesante notar, también, una leve influencia concreta de Tarantino en El irlandés: usar, en una película de gangsters, un tema musical con aire de spaghetti western –compuesto especialmente para la película por Robbie Robertson– y que contiene, además, alusiones melódicas al vals de El padrino, de Francis Coppola (1972).
Hay varios factores que amplifican la expectativa sobre El irlandés: el hecho de que fue producida por Netflix y la noción de que ya no hay espacio entre las corporaciones cinematográficas de formato tradicional para un director como Scorsese; luego, el anuncio de que la película sería exhibida en cines un mes antes de que se abriera su visionado en línea por Netflix; el rechazo de las grandes cadenas exhibidoras a pasar la película en función de su tironeo comercial con Netflix, lo que condicionó una exhibición en el circuito mucho más exclusivo de cines-de-arte; la duración enorme de tres horas y media (la película mainstream más extensa desde, quizá, Lawrence de Arabia, de 1962); el presupuesto altísimo debido, sobre todo, a los costosos efectos digitales para rejuvenecer a los actores veteranos. También estuvieron las declaraciones de Scorsese contra el cine de superhéroes y, sobrevolando la cuestión, el hecho de que la más original de las películas vinculadas al mundo de los superhéroes este año, la muy exitosa Guasón (de Todd Phillips) está ostensivamente influida por el estilo de Scorsese y por elementos de sus obras maestras Taxi Driver (1976) y El rey de la comedia (1982).
El regreso gangster
Para los fans del director, lo crucial es el regreso al cine de gangsters y a sus primeros actores fetiche, De Niro, Keitel y Joe Pesci. Esto es más o menos como cuando se anuncia que Mick Jagger y Keith Richards se juntan para hacer rock and roll. Para colmo, también está Al Pacino, que nunca había aparecido en una película de Scorsese, a pesar de ser muy cercano a su estilo, generación y barra. Todo eso contribuye a un aire de suma, de obra magna.
La película cumple con esa expectativa. Por un lado, propicia el placer de reencontrarnos con varias de las características de Buenos muchachos y Casino (1995), realizada con la misma mano maestra. Y por otro lado, tiene diferencias importantes que la distinguen de un mero revival.
El irlandés cuenta la vida de Frank Sheeran, camionero que, además de usar su trabajo para llevar a cabo actividades ilegales, fue piquetero “barrabrava” para el sindicato e hizo diversos servicios para las ramas de la Cosa Nostra que dominaban Pensilvania. Luego ascendió a brazo derecho y protegido de Jimmy Hoffa, presidente del poderosísimo sindicato de camioneros. Hoffa desapareció en 1975 y se suele asumir que fue asesinado por la Cosa Nostra. Esta película asume el relato de la muerte de Hoffa que hizo Sheeran en su lecho de muerte en 2003 al investigador Charles Brandt, que las publicó en su libro de 2004 I Heard You Paint Houses (“pintar casas” sería un eufemismo para asesinar, es decir, manchar con sangre alguna pared). No hay consenso sobre si lo que contó Sheeran es totalmente correcto, o incluso si el relato de Brandt es auténtico, y el caso Hoffa sigue abierto. Pero esta película construye su ficción y su juego emotivo en función de esa versión de los hechos.
Todo el inicio tiene mucho que ver con Buenos muchachos y Casino, y tenemos la misma saturación de información que exige el máximo de atención del espectador. La banda sonora suma diálogos, canciones y subnarración en voz over mientras somos bombardeados con planos breves, situaciones complejas, montones de personajes, sobreimpresos informativos, ángulos inusuales de cámara, congelamientos de la imagen, cámaras lentas. ¿Quién diablos es ese McGee, de quien se habla en tres o cuatro ocasiones? Esto hay que saberlo: era uno de los apodos del mafioso Russel Bufalino, a quien además no hay que confundir con el primer Bufalino que vemos en la película, el abogado, que era el primo. No es fácil.
Antes de completarse la primera media hora de proyección, ya estamos en el cuarto nivel de flashback: en el asilo de ancianos, Frank cuenta su vida hacia 2003, retrocedemos al viaje que hizo con Russell en 1975, donde ambos recuerdan –y visualizamos– cuando se conocieron, en 1950, cuando Frank le cuenta –y visualizamos– un episodio durante la Segunda Guerra Mundial. En la visión peculiar que estableció Scorsese hace un cuarto de siglo, y a la que sigue adhiriendo, el funcionamiento del poder dista mucho de las refinadas maquinaciones de unos hombres sutiles y genialmente calculadores, como en El padrino, y hay mucho de pueril, de una brutalidad animal, primitiva e ignorante, interviniendo en las decisiones. La música ligera y alegre, y los muchos toques de comedia, impregnan de un irónico aire festivo los momentos de espantosa violencia (que aquí es menos gráfica que en Buenos muchachos o Casino). No hay institución que salga bien parada en la película: el Ejército estadounidense cometió crímenes de guerra, el movimiento sindical es corrupto, los abogados y jueces son hipócritas, John Kennedy llegó a la presidencia de la mano de la Cosa Nostra, el anticastrismo tuvo como objetivo principal recuperar los negocios mafiosos en Cuba. Y esta es por lo menos la tercera película de Scorsese que tiene una escena en el club nocturno Copacabana (las otras dos también tenían a De Niro y Pesci en el reparto: Toro salvaje, de 1980, y la ya mencionada Buenos muchachos).
Mundo Scorsese
Aprendemos sobre algunas estructuras que el director no había abordado previamente (los curros ilegales en que pueden incursionar los camioneros, los métodos en los que un sindicato y el crimen organizado pueden interactuar), pero, a la larga, todo se reduce a detalles que aportan a una misma visión de mundo, y otra versión más del estilo formidable de un director cuya obra impregnó el último medio siglo de cine. Pero es en la segunda parte en la que El irlandés gana un viso único, que la justifica más allá del valor nostálgico. Ahí tenemos la situación terrible de un hombre que tiene que optar entre dos lealtades y traicionar a quien fue uno de sus mentores y mejores amigos, y luego, además, convivir con ese recuerdo por el resto de su vida. El ritmo se vuelve mucho más lento, las escenas se alargan o se concentran en ilustrar aspectos personales.
Obvio que la vida y las actividades de Frank Sheeran no se parecen ni a las mías ni a las tuyas, ni a las de nuestros padres o abuelos. En un nivel, la película estudia la situación tan particular de alguien que vivió cercado de violencia y mató a un montón de gente. Por otro lado, ese caso extremo puede verse como la dramatización de la dinámica de la vida de cualquiera que llegue a la vejez: los remordimientos, el verse en un mundo donde los demás no reconocen tus valores como valores, donde los jóvenes no tienen idea de quiénes fueron personas que en tu tiempo eran el centro del mundo, en el que todos tus vínculos coetáneos ya se murieron.
Este nivel de apreciación contribuye a justificar las imperfecciones técnicas del proceso de rejuvenecimiento digital, que está aplicado a los rostros de De Niro, Pesci y Pacino, aunque sus cuerpos siguen siendo barrigones. Por grandes actores que sean, siguen siendo septuagenarios tratando de caminar como si fueran treintañeros o cuarentones. Si uno se obsesiona con el aspecto naturalista, entonces la cosa dista de ser ideal. Pero esa falla se compensa, en mi opinión, con la identificación profunda entre las distintas edades de un mismo personaje. Por supuesto, esto se hubiera logrado en forma más perfecta (y barata) eligiendo a un actor joven y envejeciéndolo. Pero ahí se perdería ese otro efecto indirecto de recapitulación de una carrera (la de Scorsese) o de una época. El momento crucial de la historia transcurre en 1975, un año antes de Taxi Driver y un año después de El padrino II, la primera película en la que De Niro y Pacino compartieron el protagonismo. En aquella época, ambos actores fueron los rostros visibles de lo que lucía como el centro mismo del cine mundial. Para quienes vivimos aquel período, o para quienes conozcan suficientes películas de esa etapa fermental del cine estadounidense, esas presencias en la pantalla son mucho más que un atractivo estelar o un acto de nostalgia; son emblemas que impregnan en forma profunda la emotividad de la película. Y eso es otro nivel más de lectura: no es casualidad que a Scorsese le haya dado por discurrir sobre el cine de superhéroes cuando estaba por lanzar esta película, que funciona como un ejemplo de lo que él considera que el cine debería ser, es decir, adulto, moralmente complejo, realista, y que se concede el tiempo narrativo suficiente como para profundizar en las características psicológicas de sus personajes, sus motivaciones, sus arraigos. La duración enorme de El irlandés es muy importante para dejar esa sensación de tiempo vivido, en que, cuando uno recuerda determinado evento, eso ya trascurrió, en nuestra sensibilidad, “hace mucho tiempo”.
Confirmación virtuosa
De Niro nunca fue muy bueno para expresar fragilidad emotiva, y no recuerdo haberlo visto llorar en pantalla en forma genuinamente conmovedora. Eso lo hace perfecto para un personaje que no parece sentir nada frente al acto de matar, y para quien es parte esencial del trabajo y del código de honor el tener un rostro impasible, impenetrable. Pacino prácticamente había abdicado de actuar en serio, pero aquí muestra de lo que es capaz y hace uno de los grandes roles de su vida, y uno radicalmente distinto del de Michael Corleone. Aun más, por increíble que parezca, Pesci brilla en un papel bien distinto del perfil calentón psicópata que hizo en las anteriores películas de Scorsese. Los demás actores son casi extras, pero un puñado de ellos (Keitel, Stephen Graham, Ray Romano, Jesse Plemons, Bo Dietl) merecen una o dos escenas en las que exhiben su talento y además refuerzan nuestro asombro frente a qué buen director de actores es Scorsese. Destaco sobre todo el momento, casi al final del metraje, con India Ennenga (que hace de Dolores, la hija menor de Frank), la única escena efectivamente centrada en una mujer.
Hay virtuosismo por doquier: en las actuaciones, en la reconstrucción de época, en los efectos especiales, en los movimientos de cámara, en la fotografía del mexicano Rodrigo Prieto, en el montaje de Thelma Schoonmaker, en el guion muy complejo, en la concepción global. En cada plano hay algo interesante para observar. Véase, por ejemplo, el plano secuencia del asesinato de Albert Anastasia, que culmina con los disparos que suenan mientras la cámara focaliza un colorido adorno floral (una más de muchas ironías en escenas violentas).
La secuencia más increíble es la de la fiesta en homenaje a Frank. Además del breve cameo de Steven van Zandt haciendo del cantante melódico Jerry Vale, tenemos todo el juego que se da entre los mafiosos y Hoffa. Desde lejos, sin escuchar lo que dicen, Frank se da cuenta, desolado, de que el destino de su amigo Hoffa está sellado, nada más que por la dinámica de los movimientos y expresiones en el diálogo entre el sindicalista y el mafioso Russ. A su vez, la hija mayor de Frank, Peggy, que desde niña fue un silencioso y amedrentado testigo de la brutalidad criminal de su padre, observa también, desde lejos, y con idéntica comprensión, las cosas que están en juego y que la van a afectar profundamente.
Ojalá que Scorsese siga haciendo cine hasta pasados los 100 años de edad (tiene 77). Por las dudas, podemos estar tranquilos de que nos dejó, con esta película, un generoso testamento.
El irlandés (The Irishman). Dirigida por Martin Scorsese. Basado en el libro de investigación I Heard You Paint Houses, de Charles Brandt. Con Robert De Niro, Al Pacino, Joe Pesci. Estados Unidos, 2019. En Cinemateca. Mañana se estrena en Netflix.