Desde el primer plano de Monos nos vemos arrastrados a una dimensión que funde un crudo realismo con una textura casi mitológica: un comando juvenil –hasta podría decirse infantil– de un grupo guerrillero que, con parquedad, se hace llamar “la organización”, se apresta a recibir información y entrenamiento en la cúspide de una montaña. Nos encontramos en una isla que emergió entre las nubes, con dos imponentes torres de vigilancia (tan solitarias en el medio de aquella vastedad) que dotan al escenario de una cualidad onírica, como si estuviese entre medio de las brumas de Avalon, el Olimpo griego y un cuadro de Giorgio De Chirico.

Esta noción surreal se retroalimenta con otros elementos imprevistos: el sargento de los “monos” (como se les llama a estos chicos que guardan posición y vigilancia) tiene de musculatura lo que le falta de altura, y todos los chicos llevan nombres asociados a figuras míticas o seres ficticios, como Rambo, Boom-Boom, Pitufo, Patagrande o Lobo. A su vez, uno de los primeros informes traídos por el mensajero es la inclusión a esta unidad de una vaca llamada Shakira, que no sólo debe ser asumida como un miembro más del comando, sino que se la considera un préstamo antes que un regalo de la organización, por lo que sus cuidados se elevan a niveles de primerísima importancia. La seriedad con que son tratados estos asuntos –aun más en contraste con la edad de los guerrilleros– podría generarnos la sensación de absurdo, pero lo que prima, muy por encima de todo, es la dinámica interna propia de una gigantesca fábula. La fascinante novela de Rodolfo Fogwill Los pichiciegos (1983) tocaba esta misma sensación de fábula e irrealidad que terminaba por convertirse, en su rocambolesca conjunción de delirios y absurdos, en algo más verdadero que muchos informes intencionadamente objetivos de la guerra de Malvinas.

La guerra como suspensión e hipertrofia de lo que nos hace humanos suele tener esa fractura con la realidad, que tiene esta particular virtud/maldición de hacer fábula a lo real y real a lo fabuloso.

Más que cualquier película latinoamericana de la última década, Monos tiene la peculiaridad de incluir un sinfín de referencias que vienen a la memoria: la cita más evidente es la de El señor de las moscas (Harry Hook, 1990), en la que la reorganización social de una isla gobernada por niños se convertía en una parábola sobre la maldad de lo colectivo, derribando definitivamente el mito de la bondad inherente a la infancia. El otro film casi omnipresente, sobre todo en la textura fílmica y en el manejo de la locura de la guerra, es Apocalypse Now (1979), de Francis Ford Coppola. Sin embargo, más allá de estas referencias más o menos evidentes, asoma, incluso más que estos dos títulos, Los salvajes (2012), de Alejandro Fadel, no sólo por escenificar los ritos y la organización interna de un grupo de chicos que se escapa de un centro de reclusión juvenil, sino por la dimensión mitológica y mágica que va incorporando la película, como si fuera una densa bruma. Y también, suspendido a la lejanía, como gaviotas que flotan en la costa, podemos divisar la fisicalidad del cine de Claire Denis en Beau Travail (1999), sobre todo en las escenas de entrenamiento, con esos abrazos y “desabrazos” intempestivos repetidos una y otra vez, donde, más que un adiestramiento o ejercicio físico, parecemos observar un calentamiento coreográfico de Pina Bausch.

Los absurdos de la guerra

En ningún momento se explica la naturaleza del conflicto, cuál es el sesgo ideológico de la organización ni quiénes son los enemigos de los Monos. Es que muchas veces, la guerra es así de absurda: cuidar una vaca, custodiar una posición, tener a alguien de rehén, sólo esperar una nueva señal de radio mientras se disuelve el mundo exterior, y se dinamita la separación entre lo que es uno y el resto.

El descalabro interno de esa aparente suspensión en la nada se da con un accidente que tiene ribetes de sacrificio y pecado original: en el festejo del “matrimonio” de un chico y una chica de la unidad, Lobo, borracho, dispara al aire y mata a Shakira, la vaca “prestada” por la organización. La escena de la muerte del animal es de los momentos más impactantes de Monos: el primerísimo plano de su ojo poniéndose en blanco, con un aire surreal que hace equilibrio entre el documental de un matadero que Georges Franju hizo en La sangre de las bestias (1948) y la icónica escena del ojo rebanado por una navaja de Un perro andaluz (Luis Buñuel, Salvador Dalí, 1929).

A partir de ahí, con el subsiguiente devoramiento del animal por parte de los chicos, parece descarrilarse algo del orden interno del grupo y de la supuesta paz que los envuelve. Al poco tiempo viene una ofensiva enemiga (las explosiones por momentos tiñen de colores el negro del cielo, a veces haciendo parecer aquello más un espectáculo de fuegos artificiales que la batería aérea de miles de proyectiles), y los Monos resisten como pueden: hay un plano detalle cenital –que podría trasladarse sin ningún ruido a una película de Wes Anderson– en el que se muestra cómo los miembros de la resistencia eligen una serie de ítems de batalla; la decreciente utilidad de los elementos que van quedando sobre un mantel nos devuelve a la verdadera edad de todos ellos, como si la guerra nunca hubiese dejado de ser un juego de chicos, por más que las balas sigan siendo capaces de atravesar ropa, piel, músculo y hueso.

Luego, la película sufre un quiebre narrativo y de escenario, en el que la acción pasa de las frías montañas al húmedo y sofocante terreno de la selva. Hay algo en este cambio que hace perder fuerza al film de Alejandro Landes, ya que con el cambio de lugar no sólo se altera el ambiente mítico del film, sino que la acción también pasa de ser gobernada por esta dimensión surreal y expresionista a algo mucho más directo y terrenal: menos Apocalypse Now y más Apocalypto.

Lo mejor de Monos está en la primera mitad (sobre todo con esa extraña mezcla de sensibilidad poética y pirotecnia visual del director de fotografía Jasper Wolf, combinado con ese estilo de actuación física y, en algún sentido, abstracto, heredado de Denis), y, si bien nunca llega a perder la propulsión inicial para llegar a buen puerto, termina por convertirse en esos films de los que uno sale maravillado del cine, pero cuyo impacto empieza a decaer con el tiempo (a diferencia de muchos de los títulos ya citados en esta nota, cuyo efecto tiende a redoblarse con el tiempo). Hay algo sobre el misterio de Monos que queda ahí, petrificado y perdido entre las nubes del inicio, como esas dos torres solitarias que contemplan el destino absurdo de los hombres, ajenas a las balas y el tiempo.

Monos. De Alejandro Landes. Con Sofía Buenaventura y Julián Giraldo. En Cinemateca.