Manuel Facal tiene 36 años y recién ahora, con una pelada incipiente que ya no repara en tapar con su insigne visera de otros tiempos, empieza a verse mayor que los personajes de sus films, casi todos adolescentes o en sus tempranos 20. Sin embargo, el tiempo es tirano y, tal como alude la sigla de su productora PRYSA (Películas Rápidas y sin Amor, que comparte con Alan Futterweit y Joaquín Tomé), el vértigo de filmar contra reloj es uno de los principales combustibles de su carrera. Dentro la filmografía de Facal, adepta al cine clase Z y con varios guiños a retorcidas películas de horror, Fiesta Nibiru es una obra extrañísima, que parece pequeña y directa pero presenta una estructura extraña y una escala que pasa de lo personal o grupal de sus anteriores films (Achuras, 2003; Relocos y repasados, 2013) a algo auténticamente planetario. Una historia de cinco amigos, llena del sexo (o de su incapacidad para realizarlo) más incorrecto, gatos rostizados, pizzas con corazón de pollo y un dejo apocalíptico en la clave de films como Miracle Mile (1988, Steve De Jarnatt).
Fiesta Nibiru tiene una estructura rarísima, con un cambio de tono que pasa de la comedia a lo depresivo/apocalíptico y, contra todas las reglas establecidas, revela al monstruo en la mitad del rodaje.
Es que, además, es una película corta: eso achica un poco la estructura, y los cortes se hacen más evidentes. La idea era hacer una película de una hora; fue pensada para hacerse con poca plata y en pocos días. Me gusta eso porque implica exprimir todo al máximo, contar sólo lo necesario, y en una película en la que pasan tantas cosas es un gran desafío. Con respecto a lo del cambio de tono, sí, es raro. Relocos y repasados y Achuras 2 (2014), que forman parte del período en el que empecé a poder hacer las películas que realmente quería, todos eran proyectos viejos: Relocos... es una película de cuando tenía 25 años, y Achuras 2 fue un regreso a quien era yo a los 20; ambas reconectaban con ese pasado. Pero ninguna de las dos películas se correspondían del todo con el tipo de material que estaba trabajando a esa altura. De ese tiempo hasta ahora, lo que venía haciendo eran guiones que jugaban más con el género, con el tono y los claroscuros. En Fiesta Nibiru realmente puse a prueba muchas cosas que venía laburando en laboratorios de guiones durante muchos años. Cuando llegó el momento, la disyuntiva era esperar cuatro años para hacer la siguiente película –que es lo que iba a pasar, porque era una película mucho mayor– o tirarme a hacer una rápida ahora. En vez de tomar un guion viejo, escribí uno fresco, rápido, para empezar a rodarlo a los dos meses. Después, obviamente, pasó eso que se da acá en Uruguay, de que una película puede quedar trancada un año en la posproducción.
¿Cuáles eran los ingredientes que querías incluir en tu film cuando empezaste a concebirlo?
Principalmente, quería hacer una película con efectos de criatura, como las películas de los 80, tipo gremlins y muñequitos. Justo acá sólo había un muñeco, pero quería jugar un poco con eso. A su vez, tenía un proyecto llamado El grano, que era una comedia romántica que se convertía en película de terror psicológico, y pensé qué podría pasar si hacía un test, una película de prueba para poder hacer otra película. Al final, esto se convirtió en la definitiva. La historia se fue dando sola. Cuando terminé de leer el guion me di cuenta de lo que había hecho. Por ejemplo, la temática de la frustración sexual que circula en el film era algo de lo que yo no había sido consciente mientras la escribía. Después pensé: “Capaz que no la estoy poniendo por esto”, porque todas estas cosas que circulan inconscientemente hablan de mí. En realidad, yo diría que todos los personajes tienen una frustración, no sólo sexual, sino general, generacional. Lo otro que me pasó al escribirla y hacerla fue que, en comparación con Relocos..., hay un punto de vista mucho más cínico; sería la otra cara de la moneda. De vuelta, son cinco personajes jóvenes que experimentan con drogas, pero esta vez ya no está ese espíritu de aventura y de tener todo el futuro por delante; hay algo mucho más jodido.
La frustración sexual de fondo de Fiesta Nibiru es una lectura muy interesante. Yo lo veía desde algo más amplio, que era la imposibilidad de querer o de tener un límite con lo afectivo.
Esa también es una gran temática contraria a Relocos... En esta película está eso de personas que quieren conectarse con otros y no pueden. Con respecto a lo afectivo, me pasó que tengo escrito cerca de 20 guiones, y los personajes siempre eran de mi edad. Me acuerdo de que en un momento me pregunté: “¿Esto va a ser lo que yo haga, a lo que me dedique, o simplemente es fácil escribirlo porque es lo que estoy viviendo?”. Nibiru fue una respuesta a esa pregunta: ya estoy harto de ser joven. O sea que ya no estoy reflejando las vivencias juveniles, sino que estoy hablando de ellas. Ya estoy viéndolo desde el otro lado.
Con respecto a ese cambio de punto de vista, ¿te has convertido en alguien más cínico?
Quizá sí, porque la aventura de hacer películas te lleva a darte un montón de golpes y a descubrir el sacrificio que implica. La magia de hacer películas sigue estando, porque tenés el impulso y la ambición, pero hay muchas cosas que te enlentecen y te pueden desanimar. Igual, ahora estoy con proyectos de personajes más adultos y más optimistas.
Con este viraje eventual en tus historias es difícil imaginarte renunciando a un mundo creado por vos, con personajes recurrentes como los interpretados por Alan Futterweit y Luciano Demarco (en Fiesta...), que podrían hasta llegar a tener spinoffs interminables.
Sí, no sé bien para dónde ir después de esto, porque Fiesta... es una película cumbre de ese mundo y de esos personajes. No sé, tengo ganas de hacer una película de personajes más simpáticos, pero no sé si va a suceder.
Contabas que cuando viste a Emanuel Sobré supiste que era ideal para interpretar a Zeba Zepam, porque era igual a como lo habías dibujado en tu storyboard. ¿En qué medida tus películas son una carrera de obstáculos hasta llegar a esa imagen mental que tenías?
Cada vez lo tengo un poco más claro, pero a la hora de hacer películas no tengo miedo a arriesgarme y probar cosas que probablemente no funcionen. Incluso me alimenta un poco esa adrenalina. Por ejemplo, caemos al día de rodaje, y vamos a filmar una escena que puede quedar increíble o ser espantosa, y después habrá que arreglarla en edición, pero la posibilidad de que quede algo increíble es suficientemente fuerte para que valga la pena intentarlo. Cuando filmás películas como estas siempre está el límite del ridículo. Me gusta no pasarme pero tampoco alejarme con excesivo margen. Porque a lo largo de tu vida también vas viendo mucho cine, y en mi caso, lo que me quedan son momentos de muchas de mis películas favoritas. Momentos en los que digo: “No puedo creer que haya ido tan lejos este director, que haya hecho algo tan extremo”, como las películas de terror italianas de los 70 y 80. Se jugaban a cosas que hoy en día muy pocos lo harían. También porque eran épocas mucho más inocentes, y ahora el cinismo ha hecho que se imposibilite mucho ese juego: si te vas lejos, ahora lo hacés en clave de humor, en clave paródica.
En esto de jugar al borde del ridículo, pensaba en el monstruo de Fiesta Nibiru. Cuando un film de horror revela al monstruo en su plenitud –y no es tan común en las películas de presupuesto limitado– se enfrenta a muchas cosas: puede funcionar, o puede pasar lo que le sucedió a Ricardo Islas con el lobo de guata en Plenilunio (1993).
Es un buen ejemplo de un momento en el que me di cuenta de que había cruzado la línea del ridículo. Originalmente, pensé al monstruo como parte de un momento muy importante de la película, como una piedra angular. En la idea original, en la escena en que el monstruo sale del placard y se reencuentra con Verónica, se daban un beso apasionado de lengua, y era una imagen tan delirante que, en mi cabeza, toda la película giraba alrededor de eso. Cuando la filmamos, la lengua estaba toda desteñida, era algo que no funcionaba, que no salía, y fue de esos momentos de rodaje en los que tenés que cambiar todo al instante. Al final, en vez de un lenguetazo fue un abrazo, y, de hecho, a la escena le hizo bien, porque en realidad lo que importaba no era tanto lo sexual sino lo afectivo. En ese caso, alejarse de la línea del ridículo terminó ayudando más a la película.
¿Cómo se incluyó la idea de Nibiru en sí?
Justamente, venía de toda la mitología del planeta Nibiru (una teoría pseudocientífica sobre un planeta invisible, cuya referencia originaria proviene de la mitología babilónica), que en 2012 decían que iba a colisionar con la Tierra. Me acuerdo de que había gente que hablaba de lo que iba a pasar ese año, de la llegada de Nibiru, y de que iba a ser una especie de arrebatamiento en el que se iba a salvar a una parte de la humanidad y otra la iba a quedar. Escuchaba eso y pensaba: “Qué loco, qué pensamiento arrogante eso de creer que estás capacitado para ser elegido”.
¿Alguien creía que iba a suceder?
Sí, más allá de Nibiru, en 2012 estaba toda esa cuestión del fin del calendario maya y de que a partir de ese momento la humanidad iba a cambiar. Lo bueno de las conspiranoias es que siempre hay otras. El fin siempre puede venir más adelante.
Fiesta Nibiru. De Manuel Facal. Con Verónica Dobrich y Luciano Demarco. En sala Nelly Goitiño (jueves a domingo a las 17.00), Cine Universitario (sábado a las 22.00), Cinemateca Uruguaya (sábado a las 22.15) y Movie Montevideo Shopping (este viernes y sábado a la 1.05).