“De repente, en 1960 todas las radios hablaban de mí. Unas me llamaban asesino. Otras, degenerado o criminal. Pero yo me divertía mientras ellos me hacían popular”, decía Astor Piazzolla, evocando el largo enfrentamiento que impulsó su vanguardia. Esa que a tantos dejó sin aliento, y que, en paralelo, lo convirtió en uno de los músicos fundamentales del siglo XX. Pocos pueden crear una obra con tanta audacia y lucidez: su vendaval en el compás porteño alteró ritmos, timbres y armonías y nunca se amparó en un solo estilo.

Mostró su fervor inclaudicable desde el comienzo, cuando se incorporó como instrumentista, a los 20 años, a la orquesta de Aníbal Troilo (“yo trabajaba de noche, pero siempre iba a escuchar a Troilo. Un día se enfermó uno y le pregunté si no quería que yo lo reemplazara. Me dijo que no, que era muy chico. Pero yo le retruqué que sabía todo el repertorio de memoria. Al poco tiempo ya pasaba al primer bandoneón”, contó más de una vez), y a los 22 ya se había convertido en su arreglador estrella, siempre mediado por el maestro, que censuraba sus “excesos” (“de 100 notas me borraba 20, y decidí tener una orquesta para poder hacer la música que quería”, decía). Cuando se separaron, Piazzolla inauguró su conocido recorrido de orquestas, exquisitos quintetos, octetos y sextetos, siempre al margen de la melodía y la orquestación tradicional.

Hoy se estrena Piazzolla, los años del tiburón, documental del argentino Daniel Rosenfeld que rescata una serie de archivos inéditos que por primera vez abrió su hijo Daniel (que integró el Octeto Electrónico). Pero no se trata de una biopic convencional, sino de una profunda entrega sobre los distintos asuntos que conforman una vida (la familia, el arte, las obsesiones, los misterios, las peleas). Con un ágil y zigzagueante relato, Los años del tiburón desafía la definición de su propio género y da cuenta de la sensibilidad de una época, revelando aspectos profundos y personales de la figura de Ástor, a partir de una mirada que elude la valoración y el lugar común, y propone una conmovedora y sincera semblanza, casi en primera persona. Este viaje en el tiempo ejerce su propia fuerza, y se posiciona como una fuente necesaria de esta figura esquiva, atravesada por la historia y la leyenda. Por eso, Los años del tiburón excede ampliamente al público tanguero, ingresando a su mundo más personal, en el que conviven sueños, desvelos y claroscuros, y ese universo impensado que alimentó obsesivamente su creación.

Locuras híbridas

Estos impresionantes archivos, además de volverse reveladores, confirman el poder transformador del arte, y abren un juego infinito que invita a pensar en las pulsiones y las claves de una obra que hoy sigue sorprendiendo, más allá de que el relato no profundice en su música. A lo largo del film, el público se acerca a la estampa cotidiana de Piazzolla, el desmadre con sus hijos, Diana (poeta y escritora que falleció en 2009) y Daniel, su sensibilidad y sus contradicciones, entre filmaciones caseras, conciertos, entrevistas y charlas, antes y después de su consagración.

Uno de los ejes de la historia son las conversaciones que Diana grabó con Astor para poder escribir una biografía (Astor, 1986), mientras estaba exiliada en México. A esta tonalidad marcada por el reencuentro (“A vos te gustaba mucho mi locura, porque vos también eras medio loca. Te gustaban mis peleas, mi música”) se suman grabaciones que confirman cómo Piazzolla era capaz de defender su apuesta a las piñas, como cuando llama a un conductor de la radio Mitre y le imputa: “Hola, Piazzolla te habla, che. Tengo una pregunta, ¿qué te pasa a vos conmigo, viejo? [...] Me estás haciendo una campaña en contra del Octeto que es una porquería”. El otro le responde: “Mirá, Astor, vos vivís equivocado. No estoy de acuerdo con el Octeto porque interpreto que eso no es tango [...] No hagas locuras híbridas”, a lo que el bandoneonista le advierte que lo que hace es una infamia, y que lo irá a buscar a la radio, no precisamente para hablar.

Esto se cruza con el relato de cuando conoció a Carlos Gardel en Nueva York (donde pasó la mayor parte de su infancia y adolescencia, y donde se encontró, por ejemplo, con Diego Rivera, que lo retrató mientras pintaba el mural del Rockefeller Center en 1933), su pequeño bolo como canillita en El día que me quieras (1935), el asado que luego hicieron para argentinos y uruguayos, en el que tocó el bandoneón (y en el que el Mago le dijo “pibe, tocás muy bien, pero parecés un gallego”), y la invitación de Gardel para que lo acompañara en la gira que terminó con la caída del avión en Medellín (y de la que se salvó porque su familia no permitió que fuera). También cuando Nonino, su padre, le compró el bandoneón en una casa de empeño y pagó las clases de música con ravioles y canelones; el coqueteo de su familia con los gángsters sicilianos (su padre destilaba y vendía whisky en plena ley seca, y trabajaba en una peluquería que incluía juegos clandestinos), su pasión por el jazz y la armónica, su formación musical académica, y el quiebre de París, en 1953, cuando viajó becado para estudiar con la legendaria Nadia Boulanger, y así se reconcilió con el tango, ya que se había dedicado a componer sinfonías, oberturas, conciertos para piano, música de cámara y sonatas, reconociendo que su audacia estaba en la armonía, en los ritmos y contratiempos. “Ese fue el momento más efervescente de mi vida en cuanto a creación. Y volví a Buenos Aires para pelear con la música. Estaba en un hermoso estado de locura [...] En 1954 no me paraba nadie, y ahí empezó la revolución”, reconocía años después.

También se suceden varias confesiones (admite que “Balada para un loco” es la que inicia la nueva canción, y que tocarla en un auspicio con Amelita Baltar fue una de las cosas más lindas que hizo en su vida; y otras máximas vinculadas a su concepción artística, “la música es para la gente que piensa. Y yo quiero que piensen un poco cuando me vengan a escuchar. No que se diviertan”); su frustrado segundo viaje a Nueva York, cuando, desmoralizado, decidió seguir los pasos de Nonino: a fines de los 50 se propuso apostar por el jazz tango, pero mientras gambeteaba la pobreza como podía, se enteró de la muerte de su padre. Así nació una de sus mayores composiciones, “Adiós Nonino”, y sus derechos le financiaron los pasajes de vuelta a Buenos Aires. En esta rápida selección quedan afuera grandes hallazgos, como su pasión por la pesca de escualos, el lugar de su esposa, Dedé Wolff (de la que se separó en 1966), cómo perdieron todo con Horacio Ferrer luego de endeudarse con María de Buenos Aires (1968), su amargura frente a la incomprensión de su música, y el éxito descomunal que comenzó a vivir con la vuelta al quinteto.

Para Piazzolla era necesario romper con el pasado, y eso, incluso, lo llevó a quemar sus partituras durante un asado en Punta del Este, convencido de que no se debía mirar atrás. Pese a las dificultades, “seguí adelante, e hice lo que siempre amé: música”, le dice a su hija. Y hoy, el concierto de su vida lo confirma.

Piazzolla, los años del tiburón, de Daniel Rosenfeld. En Cinemateca sala B, Life 21 y Life Alfabeta

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