Quienes hayan estado en la ceremonia de cierre del Festival de Cinemateca del año pasado tienen que recordar a Alisa Berger (Rusia, 1987): ella estaba en Tokio cuando le llegó la noticia de que su ópera prima, Los cuerpos de los astronautas, había sido reconocida como mejor película de la sección Nuevos Realizadores, y envió un video de agradecimiento en el que, junto a varios amigos japoneses, caminaron eufóricos y alcoholizados hacia la portería de la embajada uruguaya. Fue el video de agradecimiento más anárquico y alegre que haya visto.
Se ve que esta simpatía y espíritu de patota le valió la posibilidad de hacer este largo ni bien se recibió de la Academia de Artes Mediáticas de Colonia, Alemania, con recursos obtenidos, sobre todo, mediante crowdfunding, y con un presupuesto nimio, estimado en 20.000 euros.
Más que contar una historia, Los cuerpos de los astronautas describe una situación: la vida de los tres hijos de un hombre que quedó viudo y sufre de depresión, paranoia, hipocondría y alcoholismo. No sabemos muchos detalles, pero aparentemente él no trabaja, ya que siempre está en su casa, y los hijos lo cuidan mucho más que él a ellos. La narrativa alterna entre los hijos: Anton, aparentemente el mayor, decide someterse a un experimento científico en el que debe quedar acostado e inerme durante 60 días mientras los médicos estudian los efectos de ese proceso sobre su cuerpo. Linda tiene poca diferencia de edad con Anton, quizá sea un poco más joven y es, probablemente, el álter ego de la directora. Está empecinada en iniciarse sexualmente, y se levanta a un gurí en un bar, que se revela un banana más interesado en drogas que en sexo. E Irene, que todavía es una niña, se pasa casi todo el tiempo en la casa con su padre y vive momentos de gran ternura y alegría con él, pero también otros en los que está sencillamente aterrorizada frente a sus arrebatos agresivos, su descontrol, sus chantajes. A todo eso se superpone un esqueleto anecdótico muy elemental: la decepción sexual de Linda, combinada quizá con su orgullo por haber podido tomar la iniciativa con el muchacho, parecen funcionar como disparador para que, en un momento crítico, reaccione contra el aspecto pusilánime del padre y asuma la protección de la hermanita en una salida liberadora (no parece que hayan abandonado la casa, pero a nivel cinematográfico, esa escapada es un momento de liberación, de unión entre ellas y, simbólicamente, con el hermano, de quien hablan constantemente y con quien se conectan anímicamente mirando las estrellas).
Más importante que ese aspecto narrativo (que podría ser el efecto de los consejos esquemáticos de algún docente académico) es el carácter descriptivo y algo disperso que tiene la película, como si cada uno de los tres hermanos se escapara del núcleo gravitatorio encarnado por el padre. Durante su inactividad Anton fantasea que es un astronauta suelto en el espacio, y vemos esos divagues representados en la pantalla con efectos especiales algo rudimentarios, pero que se justifican como imaginación. Siguiendo esa línea, hay inserciones de tomas de archivo documentales sobre vuelos espaciales, y unas preciosas imágenes microscópicas de fluidos, vinculadas con los exámenes que los médicos le hacen a Anton, y reminiscentes de algunos de los efectos del viaje interdimensional cerca del final de 2001, odisea del espacio (1968, Stanley Kubrick).
Esas imágenes de fantasía contrastan con el tenor naturalista de las escenas cotidianas, tomadas con cámara en mano y un predominio de temblorosos encuadres cercanos. En ellos se destaca la intensa interpretación de Lars Rudolph como el padre y, sobre todo, la encantadora Luzie Nadjafi como Irene. La situación familiar es opresiva y suscita compasión. Además de la fantasía, el naturalismo está intervenido por ironías: el primer ataque del padre que llegamos a ver ocurre mientras está escuchando una selección musical ligera, que incluye una marcha de Souza y lo que suena como una melodía de opereta. Y hay momentos en que el montaje se hace bellamente anárquico, yuxtaponiendo momentos de los distintos personajes, reminiscencias y actualidad. En una de esas secuencias, la imagen de Linda depilándose entre el vapor de la ducha termina ganando un aire impresionista, brumoso, que funciona como alegoría de su situación familiar sin solución, y, quizá, de sus expectativas respecto del inminente reencuentro con el amigo.
Los cuerpos de los astronautas (Die Körper der Astronauten). Dirigida por Alisa Berger. Con Zita Aretz, Béla Gabor Lenz, Lars Rudolph. Alemania, 2017. En Cinemateca.