Hay dos maneras de decirlo. Decir que algo no es lo que parece. O decir que eso que parece no es lo que es. Lo primero está encerrado en las murallas de lo preconcebido. Lo segundo abre camino hacia todas las posibilidades. En esa tensión, quizás, esté la potencia liberadora del arte abstracto.

Esa escultura parece una ballesta. O un arma cyberpunk para una batalla del espacio. O el arpón del futuro en el eterno loop de esa pulseada del capitán Ahab con Moby Dick. Puede ser cualquiera de esas cosas y a la vez no es ninguna de ellas. Las esculturas de Octavio Podestá juegan en ese borde.

No son metáforas. No son algo que está en lugar de otra cosa. Su entramado de metales, madera y soga no es una metáfora de una ballesta –supongamos que le demos esa interpretación–, ya que no figura la ballesta por la forma, sino que es una forma que remite a un punto desfasado, que no es la ballesta, sino su evocación. Un punto que no existía antes. Creado por Podestá para uno de nosotros, porque existe sólo en la intersección entre la obra de Podestá y ese espectador en particular. Una red. Una red de todos esos puntos que no existían antes y que la obra de Podestá crea para cada uno de los que están dispuestos a mirar su obra. No sólo a verla.

Octavio Podestá, que el reciente viernes 19 de abril cumplió 90 años, tenía ocho cuando nació Julio Calcagno. La operación es la misma. Cuando se coloca en la sala 2 del teatro Circular, para interpretar Potestad, de Eduardo Pavlovsky, Calcagno se transforma en una escultura de Podestá. No en una terminada. Calcagno se vuelve el proceso que ha de seguir Podestá para hacer sus esculturas. Recibe el material crudo –una línea de la obra, dictada al oído por el ángel apuntador– y lo devuelve esculpido. A veces repite dos o tres veces el mismo gesto o la misma línea, no por preciosismo o inseguridad, sino porque así debe hacerlo para que quede listo y diga, en el énfasis, lo que debe transmitir. Desenfoca en vez de enfocar: no le habla a la platea, sino a alguien que está entre la platea y la escena. Suelda un segmento de un material que obliga a la carcajada, y enseguida lo complementa con otro de naturaleza opuesta –el acero quirúrgico de lo trágico– colocando, en ese contraste de materiales, el acento de la forma. Si la pieza teatral –que no trata en lo más mínimo sobre escultura y mucho menos sobre la vida de Octavio Podestá– tuviera sólo una vuelta de tuerca, de esos giros lineales que de tan lineales no son siquiera un giro, la pieza de Pavlovsky simplemente nos diría que algo no es lo que parece. Pero Potestad es una escultura de Podestá. Entonces dice otra cosa: nos dice que eso que parece no es lo que es. Y toda obviedad se desintegra.