Cuando alguien no quiere dejar registro de su presencia en una reunión, una de las formas más efectivas es postularse como el fotógrafo oficial. Este fue el rol de Jaime, quien extendió la estrategia a la totalidad de su existencia. Sin embargo, más allá de los esfuerzos por mantener oculta una parte fundamental de su vida, nos quedó de él la mirada, recopilada y distribuida en más de 160 horas de grabaciones caseras.
Agustina Comedi, su hija, es quien se embarca en esta labor de médium para intentar recomponer esa presencia no a través de imágenes (como suele ocurrir en la mayoría de los documentales), sino buscando ver su pasado desde los ojos del padre. Desde la primera escena ya nos vemos sumergidos en el centro del máximo secreto de Jaime. Estamos a comienzos de los 90, en Florencia, y la cámara se detiene minuciosamente en diversas secciones de la anatomía de El David. En un principio, la mirada podría confundirse con un mero estado extático por el realismo de la escultura (¿cómo la vena en una mano puede seguir latiendo, aun tallada en mármol?), pero pronto nos vamos dando cuenta de que más allá de la apreciación artística hay una curaduría privada sobre lo homoerótico de la imagen. La cámara se detiene en las nalgas, en los brazos y en el pecho, y por momentos parece trepar lentamente por las piernas, como postergando con excitación su encuentro con el pene, reservándolo para el final. Y después aparece Agustina, de cinco o seis años, y el hechizo se disuelve, la cámara vuelve a captar la realidad del museo desde un plano más general y distante.
Es en la búsqueda de estas imágenes que se irá componiendo el puzle de quién fue Jaime, alternando el material de archivo con entrevistas a varias personas que formaron parte de esa otra vida que por tanto tiempo permaneció secreta.
Como un asterisco a este último punto, uno de los aspectos más interesantes de El silencio es un cuerpo que cae es que, conforme avanza el documental, lo que parece una vida paralela es más la vida familiar y falsamente hetero de Jaime que los largos años en los que formó parte activa de un extenso grupo de homosexuales perseguidos por la frágil situación institucional de Argentina. “Cuando vos naciste, una parte de Jaime murió para siempre”, le dice a Agustina un antiguo amigo de su padre. “Escribime”, termina misteriosamente la dedicatoria de uno de los libros que otro amigo le regala, también a Agustina, el día de su cumpleaños. Es a partir de estas intervenciones que ella seguirá el hilo de migajas que termina por componer no sólo una imagen del otro Jaime (posiblemente, el verdadero), sino de una forma de ser y existir en tiempos de opresión, y también de la escala de grises que el dinero habilitaba. En este sentido, se marca la fuerte diferencia entre la dura existencia de varias travestis y las escapadas internacionales del padre de Agustina y sus amigos abogados a hoteles gay y diversos rincones de Europa y África (un momento muy lúcido del film es cuando la narradora, viendo imágenes de aquellos destinos turísticos a los que Jaime había ido acompañado, se pregunta si al reencontrarse con estos sitios –pero esta vez, en familia– él pondría cara de sorpresa, si sonreiría al acordarse de algo, o si quedaría atormentado).
De esa imagen espectral del padre la figura que se yergue como más real es Néstor, quien fue su pareja durante 11 años y se convirtió en su mejor amigo luego de que se casara. Los momentos más profundos de la película surgen alrededor de su imagen. Agustina se muestra fascinada por su figura, casi como si hubiese heredado algo del amor enterrado de su padre. “Las manos de Néstor fueron las primeras que me tocaron cuando llegué al mundo”, dice, y más allá de la literalidad de la frase (él fue el obstetra de la familia) hay algo de romántico y a la vez edípico en esa frase. Parecería, de cierta manera, que Néstor encarnara ese otro mundo vedado de su padre y, por transitiva, un nuevo padre a quien admirar y de quien enamorarse.
Uno de los momentos más inusualmente poéticos del film llega cuando Agustina repasa una fotografía del casamiento de sus padres. En la foto permanecen aún pegadas distintas calcomanías que señalan quién es quién en la foto, y casi todos aparecen con su cartel correspondiente, excepto Néstor, principal testigo de boda. Hay algo del silenciamiento familiar que habla en esa foto mucho más que lo que dicen los que conocieron al padre. Y suple, de cierto modo, el silencio de la madre –que por razones posiblemente personales se abstuvo de participar en el documental–. Néstor está serio en aquella imagen, distante de la emoción de júbilo típica de aquellas ceremonias (de hecho, el rostro de la madre se volverá más grave a lo largo de la película, sin que podamos saber a ciencia cierta si la relación entre ella y su marido fue empeorando o es producto de una narrativa –consciente o inconsciente– de la directora a la hora de editar el film).
El otro momento poético de la película es la escena de las domas, en la que Agustina relata una historia compartida sobre la impericia de los psicólogos a la hora de trabajar con la homosexualidad de su padre y la bisexualidad de ella. Mientras cuenta las barrabasadas teóricas de los psicoanalistas (que su padre era “sólo un poco gay”, como si hubiera que aferrarse a un núcleo hetero de su interior para poder salir adelante) vemos a los jinetes domando caballos enloquecidos. La imagen tiene un doble fondo: por un lado, la escenificación de la sexualidad como algo que se resiste a ser domado –y que, en el proceso de domesticación, es torturado–, y por otro, un anticipo del fin de su padre, que morirá accidentalmente en circunstancias similares.
Quizás la única falencia del documental sea el final, en el que hay un anhelo de equilibrar la tristeza en una especie de apuesta a la continuidad generacional, pero que queda un tanto obvio de más por el peso que se le quiere dar a las palabras del hijo de la directora cuando define algo libre como fuera de una jaula (evidentemente, la jaula de las apariencias). Aun así, la opción de que sea ella la filmada, y ya no quien filma o recopila el material, parece imponer un quiebre en estas repeticiones y genera, de golpe, la certeza de que en todo ese tiempo que estuvo buscando a su padre, la que permanecía elusiva era ella misma. Al permitirse ser filmada por su hijo, incluso más allá de la obviedad del discurso, deja en la imagen algo que va más allá de lo cinematográfico y persigue el anhelo de hacer caer ese silencio, como una estatua que se hace añicos en el suelo.
El silencio es un cuerpo que cae. Dirección de Agustina Comedi. Argentina, 2017. Última función el domingo 28 de abril a las 19.00 en Sala B.