Hace un día espléndido de primavera y me acaban de cancelar, a último momento, la clase. Le devuelvo el teléfono a la recepcionista del lujoso edificio en el que trabaja mi alumna y le reclamo mi pasaporte, sin recordar que ya lo tengo en el bolsillo. Es el mediodía de un lunes.
“Tengo tres horas libres”, pienso, y mientras medito un instante si volver o no a mi apartamento, me veo caminando hacia un dedo inmenso que se levanta victorioso al otro lado de la explanada. Parece que me voy a quedar por acá a hacer tiempo.
La Défense es un cosmos privado. Surgido en la década de los 60 como una suerte de prótesis futurista al oeste de París, ahí se encuentran los rascacielos de las más importantes empresas francesas y multinacionales, que forman un enjambre brillante y pulido de vidrio, metal y mármol y silencio. Aunque voy todas las semanas, nunca recorrí el barrio, así que aprovecho el plantón y el sol y me lanzo a vagabundear. Soy el único que lo hace: el resto camina con un destino o está sentado en el suelo, fijo en un lugar, a la espera de la caridad ajena.
Cuando llego al gigantesco pulgar de 12 metros creado por el artista conocido como César, me distrae enseguida la figura de un hombre, a mi izquierda, en una suerte de calle amplia que termina en el polo universitario Leonardo da Vinci. Es una escultura de gran tamaño, cuyo autor es Igor Mitoraj: un hombre al que le faltan los brazos y una parte de la cabeza, cercenada por cortes limpios. Se llama Ícaro en honor del hijo de Dédalo, padre de los arquitectos y acaso primera víctima de su propia creación, el laberinto, en el que fue condenado a perderse. Sin embargo, más me llama la atención otra figura, esta vez femenina y alada, llamada Icaria, precisamente como la isla que toma su nombre del jovencito que quiso acercarse demasiado al sol y se hundió en el mar.
Prolijamente decapitada, esta monstrua ostenta varias cabezas en lugares impensados de su anatomía, como un ala, o la ingle, de la que brota el rostro terrible de Medusa que Gianni Versace eligió como imagen de su marca de ropa. Así, las dos figuras (y sus reflejos en las paredes brillantes de los edificios que las enmarcan) parecen advertir contra los excesos de la hybris, en un estilo que caracteriza a cierto arte contemporáneo, que remeda la placidez y la fuerza clásicas y, a la vez, parece deleitarse en corromperlas: como si no quedara claro que aquella forma de entender lo humano ha sido retorcida hasta su desquicie.
Ofuscado, vuelvo a caminar cuando me doy cuenta de que hace varios minutos estoy sacando fotos a una ventana, y que eso puede ser sospechoso. Me voy yendo por un puente y pienso en cuánto se parecen estas construcciones a los esplendorosos templos romanos, de los que por momentos parecen querer imitar las proporciones y una teatralidad hecha a fuerza de perspectivas sorprendentes, aunque acá todo esté teñido por una convicción de estar construyendo ruinas. Y así me siento: como recorriendo los restos prematuros de un tecnoimperio naciente.
Entonces doblo a la izquierda, donde me encuentro con una serie de grafitis que acusan a Macron de contaminador y de presidente de los ricos, y recuerdo que hace poco un grupo de activistas bloqueó el barrio. Las plantas, olivos y matorrales, ensombrecen la pintura casi fresca con una exuberancia babilónica. Sigo mi paso y veo que una flecha (hay flechas y mapas por todas partes) indica una iglesia, que busco sin éxito por entreveradas callejuelas de edificios en construcción, cuando los veo: los chalecos amarillos (hay quien dice que son verdes), una metonimia indumentaria que nombra, una vez más (pienso en el chaleco rojo de Théophile Gautier, en los sans-culottes revolucionarios), a un grupo que se levanta contra un orden. En este caso, no obstante, los chalecos cumplen una función más básica: la de proteger, volviendo visibles, a los obreros que ahora mismo se juntan a almorzar.
Hay una estratificación de los que comen. Veo a los obreros, solos o en grupo, al pie de sus obras, sentados sobre cajas de madera o en muritos; veo a un hombre trajeado solo, en un banco de hormigón, comiendo de un tupper mientras mira el teléfono; veo grupos que se juntan a disfrutar elaborados almuerzos en las cantinas bien iluminadas de algunos edificios; veo jóvenes comiendo ensaladas o baguettes en bancos de madera a la sombra de los plátanos; veo otros en alguno de los restaurantes de comida rápida del centro comercial; veo parejas tomando un apéro en las mesitas de un bar coqueto. Hay de todo en todas partes.
Pero vuelvo a los chalecos, a la prenda, y la impresión que provoca ahora a quien los haya visto (a sus portadores) cada sábado desde noviembre, con frío o sol, atravesar París y muchas otras ciudades de Francia para mostrar su descontento. Un descontento (así parece en sus declaraciones a la prensa y en el documental de François Ruffin que vi hace unas semanas) que se expresa con una suerte de desorden sentimental, el grito de un grupo no del todo articulado o, al menos, no articulado en torno a un centro único. Acá, hablando a media voz entre ellos, son otra cosa, aunque tal vez el fin de semana se revelen entre el humo de la represión en todo su esplendor de vidrios rotos y música de fanfarria. Saco, discretamente, dos fotos y los dejo atrás.
Camino hacia el parque, más allá de la araña roja de Calder. Hay un área grande en reparación, en cuya valla también se expone arte contemporáneo, para alimentar el mito de La Défense como museo al aire libre. Entre las obras expuestas, una me sorprende. Es un grabado de Davor Vrankic que se llama Alegría del encuentro y muestra, en un estilo casi infantil, una cabeza de cerdo asada sobre una mesa, rodeada de salchichas, jamones, embutidos. No es que me guste especialmente, pero contrasta con violencia contra el grupo escultórico de Louis-Ernest Barrias, realizado en 1883 para homenajear a los caídos de la guerra franco-prusiana. También dejo todo eso atrás, con la terminal Jules Verne (hay una marcada predilección por nombrar las cosas en honor a figuras que parecen aunar el humanismo letrado con las luminosidades de la técnica), y entro en el parque sombreado, tras pasar frente a un grupo de policías militarizados. Por instinto cambio de rumbo y me vienen, como flashbacks, las imágenes de los muchos patrulleros que me fui cruzando en el camino.
Sentado en el borde de una fuente, un hombre lee la novela histórica de Mika Waltari Sinuhé, el egipcio. El resto de los libros que veo (y a veces me agacho para leer sus títulos) son manuales o textos de autoayuda, como El sutil arte de que te importe un caraj*, de Mark Manson, o el best seller de Michelle Obama. Es casi doloroso comprobar un estereotipo.
Más adelante el sol sigue brillando y la gente se ve contenta y animada. Grupos de amigos conversan y ríen, unos tipos gritan festejando que ganaron a las bochas, una mujer mira para los costados y se saca una piedrita de su taco plateado. Estoy llegando al final de algo, de esta porción del paraíso en la que Linkedin se hizo carne. Todo transmite estructura, disciplina: jugos verdes, trajes impolutos, incluso el revés de los edificios, sucio y descuidado, y el olor a comida que lo inunda todo. Ya estoy en el fin del mundo: hacia adelante, más allá, se ven los Champs Elysées, el Arco de Triunfo, París y, debajo de mí, los autos que entran en el túnel como en una garganta.