Aquella noche del 17 de abril de 2011, cuando HBO estrenó Game of Thrones, algunos espectadores estaban aferrados a la pantalla porque conocían la saga de novelas de George RR Martin y les intrigaba cómo resultaría su adaptación. Otros hacían zapping y se engancharon. Muchos más empezaron a sumarse por el boca a boca, en especial cuando la serie se cargó al que tenía todo para ser el protagonista. Y otra cantidad inmensa se fue subiendo al carro por la sencilla razón de que no pueden quedarse afuera de ninguna conversación.

Este caldo de cultivo, que conjugaba dosis de sexo y violencia, a veces al mismo tiempo, fue creando un organismo gigantesco, amorfo, imparable, que, a la manera de cualquier ídolo argentino, lo elevó hasta lo más alto y luego lo pateó en el piso. El cierre de la octava y última temporada tenía todo para hacer arder las retinas de los fans, sin importar lo que ocurriera. Claro que el apuro de los guionistas colaboró tantito con los quejidos globales.

Más allá de la calidad y tomando como ejemplo cualquier producto de entretenimiento, vivimos en la era del quejido. Primero, porque las redes sociales viven de gente que tira piedras para romper las ventanas del otro. Y la mejor forma de que tus ventanas queden intactas es limitarte a tirar piedras.

También se suma ese fenómeno bien actual del sense of entitlement, esa sensación de que tenemos derecho a algo. En la era en la que Amazon te recomienda en base a tus compras y Netflix te recomienda en base a tus visionados, resulta que todo debe estar hecho a nuestra medida. Y cuando nos encontramos con algo que no nos gusta, pues es hora de juntar firmas para cambiarlo –lo cual suena más productivo hablando de una segunda planta de UPM que de una temporada de una ficción televisiva–.

Desde estas líneas no pienso defender a David Benioff y DB Weiss, los dos mandamases detrás de la historia que terminó el domingo. Un análisis medianamente exhaustivo encontrará tramas que se aceleraron hasta lo risible y personajes cuyos arcos sufrieron volantazos porque era necesario que estuvieran en determinado sitio cuando fuera hora de bajar la cortina.

Dicho esto, es injusto el linchamiento (virtual, por suerte) de esta temporada, cuando alcanza con un coscorrón (virtual), sin olvidar que el objetivo de la serie jamás fue dar clases de táctica militar, lecciones de filosofía o denunciar el machismo de Westeros. Game of Thrones buscó entretener, y si tomamos en cuenta la cantidad de memes, tiradas de piedras e incluso alguna que otra persona orgullosa de lucir su ventana, el objetivo se cumplió.

Un buen cierre

El último episodio de la serie, titulado “The Iron Throne”, arrancaba perdiendo 20 a 0. Porque más allá de las buenas valoraciones de cierta prensa especializada, el consenso general era que la octava temporada era esa caca de perro que queda en los huecos de la suela de un zapato. Un accidente de tránsito multimillonario, que todos iban a ver porque nadie puede resistirse a mirar un accidente de tránsito cuando ocurre cerca.

No debería sorprender a nadie si cuento que llevo muchos años enganchado con la serie. Desde hace un tiempo, cada domingo después de que termina un capítulo de Game of Thrones me quedo hasta altas horas de la noche escribiendo una reseña (jamás una crítica, que la palabra me queda enorme). Con el tiempo, las reseñas fueron mutando en divagues producto de la privación de sueño, montajes fotográficos de bajísima reputación y la campaña por el regreso del personaje más importante de todos, que nos quieren hacer creer que murió, aunque nunca vimos su cadáver.

Pero basta de hablar de Stannis Baratheon. Hablemos del episodio final, al que llegué con la sincera esperanza de que cerrara estos últimos ocho años en forma satisfactoria. No se me ocurría cómo, ya que no soy guionista de televisión. Bueno, al menos no lo fui de esta ficción en particular. Y más allá de las falencias mencionadas con anterioridad (que podrían resumirse en “Daenerys Targaryen”), quedé satisfecho con el resultado.

El desenlace tuvo un comienzo peliagudo, ya que debió lidiar con las consecuencias del discutidísimo episodio anterior, y lo hizo quizá con el mismo apuro de las últimas semanas. La serie es famosa por sus sorpresas (lo que se volvió un arma de doble filo), pero tuvo sus clichés, como la escena que nos recordó la dolorosa muerte de Han Solo en Episodio VII: el despertar de la Fuerza (JJ Abrams, 2015).

Sin embargo, una vez que el guion se deshizo de un personaje que hasta el mismísimo Martin tuvo vagando por el desierto durante largos tramos de los libros, tuvimos algo parecido a un final, que quizá por lo lógico haya espantado a los fanáticos de la vuelta de tuerca, esos que creen que el único mérito de la “Boda Roja” es no haberla visto venir.

Todo giró en torno a Tyrion Lannister (Peter Dinklage), quien venía sufriendo cierto atontamiento de su discurso. Por una vez, justo antes de que la cortina se cerrara para siempre, el pequeño granuja puso la casa en orden y permitió soñar con un futuro mejor para el continente de Westeros.

Hay quienes dicen, con bastante sentido, que los finales tristes son más respetados que los felices. Como si a un autor le resultara mucho más difícil condenar a sus creaciones que hacerlas comer perdices. Y este domingo tuvimos algo parecido a un final feliz, lo que para muchos habrá significado todo lo contrario.

Creo (los resultados pueden variar) que lo que ocurrió luego de la escena de Han Solo fue un muy buen cierre para Game of Thrones. Porque, como ocurría en sus épocas de gloria, parte de decisiones sensatas de sus personajes más sensatos, y porque hace un quiebre lo suficientemente grande como para decir “bueno, acá arranca algo nuevo”. Despidió en forma digna a una parte de su extenso plantel y nos recordó que todo había comenzado con una casa llamada Stark.

Sean libres de amar u odiar un producto de entretenimiento. También sean libres de tener sentimientos intermedios, de disfrutar algunas partes más que otras y de identificar pifias en la trama sin que ello signifique que el jenga que se construía desde 2011 deba caer en forma estrepitosa.

Si hay algo en lo que deberíamos estar de acuerdo es que se extrañará esta serie. Porque la pulverización de ofertas televisivas y la facilidad que nos da el streaming conspira contra ese fenómeno de comunión televisiva, de saber que millones de personas están viendo eso mismo al mismo tiempo. Una sensación que volverá a estar limitada a los eventos deportivos, esos que despiertan locas pasiones y copan las charlas de los lunes. ¿Les resulta familiar?