Martín Rejtman fue invitado por el Festival de Cinemateca para presentar Shakti, su primer cortometraje en décadas tras películas de culto como Silvia Prieto (1998) y Los guantes mágicos (2003). Se sienta en el único rincón vacío del aglomerado fondo de Escaramuza y espera a que saque mi libreta de apuntes, mientras ve, muy lejos, su plato de comida enfriarse. Antes de poner a funcionar el grabador rankeamos la comida de diversos festivales y Rejtman, vegetariano, cuenta sobre lo terrible que suelen ser los hábitos alimenticios durante los rodajes. Ahí, casi de polizonte, desliza una pequeña anécdota que perfectamente podría haber figurado en uno de sus films: “Un día les pedí a los del catering si podían hacer legumbres y me miraron como un bicho raro. Al día siguiente me trajeron un plato con garbanzos, sólo garbanzos, puestos uno al lado del otro. Cuando los probé descubrí que no los habían puesto en remojo: estaban duros. Y no podía comerlos, pero me daba vergüenza porque los pibes se habían esforzado, entonces escondí los garbanzos debajo de los platos de otros. A partir de ese día empecé a llevarme la comida”.
Es posible imaginarse la escena, la voz neutra de los chicos del catering diciéndole al protagonista que hicieron algo pensado especialmente para él, con la intervención que culmina en un plano-detalle cenital del plato, y cada uno de los garbanzos separados como átomos independientes, multiplicando el absurdo de la situación. Y es que a lo largo de su filmografía Rejtman terminó de dar forma no sólo a cierto tipo de cine, sino a un mundo y una forma de sentir rejtmaniana. Pero, sobre todo, su filmografía da rienda suelta a un universo en el que se eleva una cornucopia de objetos que se convierten en el eje invisible de sus películas, a veces elevándose incluso por encima de sus personajes.
En un Pictionary de cine argentino bastaría dibujar uno de estos objetos para que alguien adivinara cuál de sus películas es: la lámpara botella en Silvia Prieto, las flautas dulces en Dos disparos (2014), la bicicleta en Rapado (1991), los buzos a rombos en Los Guantes mágicos. Y a la peculiaridad de los objetos se suma la relación con sus dueños. Una de las primeras imágenes que saltan a la memoria es la exageradísima manera en que, en Silvia Prieto, el personaje interpretado por Vicentico se esparce desodorante por todo el cuerpo, al punto de casi vaciar un frasco en una sola pasada.
“Esa idea viene cuando iba a nadar en esa época y veía a la gente ponerse desodorante de una forma muy exagerada, y me preguntaba: ‘¿Qué les pasa?’. De hecho, todavía tengo uno de esos aerosoles. El otro día estaba haciendo un poco de orden, inspirado por esa cosa de la japonesa Marie Kondo, y ahí me encontré uno. Fijate que la película se estrenó en 1999 y se rodó en 1996, pero aún quedaba en mi casa uno de los desodorantes”. Sin embargo, más allá del uso gracioso de los objetos, en la forma en que los protagonistas los utilizan siempre parece haber algo más.
En Silvia Prieto siempre me interesó que, más allá de la trama, hay un comentario sobre esa época del menemismo que guardaba en su interior el germen de su caída. Los personajes ya tienen trabajos precarios, pero al mismo tiempo hay un auge de los objetos de consumo y es como si todavía no supieran relacionarse del todo con ellos. Es como esa Argentina a medio camino entre la fantasía de paraíso neoliberal y el país subdesarrollado que no dejaba de ser.
Sí, es una especie de radiología de eso. Y en Los guantes mágicos es más notorio. El personaje de Vicentico viene de Los Ángeles, y está toda esa novelería de Estados Unidos. La vi el otro día –nunca veo mis películas, pero justo estábamos haciendo una restauración– y siempre que Vicentico se encuentra con alguien le dice “contate algo de allá”, y él le responde “¿y qué querés que te cuente?”.
Ahondando más en esta condición inherente de los objetos en su cine, pareciera que ellos guardaran dentro de sí el detalle de que no hay nada único ni particular en esa serie. Esto se puede ver en uno de los mejores momentos de Los guantes mágicos –y de la filmografía completa de Rejtman–, en el que Vicentico, que había descubierto que su antiguo y querido Renault 12 todavía respondía al control remoto de su alarma, cada tanto se pega una escapada nocturna y vuelve a abrirlo y manejarlo a pesar de ya no ser el dueño, para darse cuenta, un tiempo después, de que no es su auto el que acata a su llamado, sino todos los del mismo modelo. Sin embargo, esta sensación de no ser único se traslada de los objetos a los animales –como el perro de familia de Dos disparos– y a las personas. Algunos podrían pensarlo como un comentario sobre la manera en que el mercado irrumpe en las identidades, pero también hay algo más cercano al animismo y cierta forma de pensar las individualidades.
Así, en su última cortometraje Shakti, el protagonista descubre que uno de los platos distintivos de su abuela recientemente fallecida, una especialidad que era un patrimonio familiar, en realidad hacía tiempo lo preparaba su empleada. De golpe ese plato pierde la condición de médium con su abuela para convertirse en sólo un (otro) knish.
–También Silvia Prieto cree que es única hasta que conoce a otra mujer que se llama Silvia Prieto. En este último corto, creo que la escena con la comida tiene un carácter casi metafísico. Esta escena, que es mi favorita del film, termina con esa frase de “eran los knishes de mi abuela y al mismo tiempo no eran los knishes de mi abuela”. Ahí uno se pregunta “¿qué son las cosas?”, “¿qué somos?”, “¿somos un nombre, una idea?”. Esa es un poco la propuesta de Silvia Prieto. Para todos los que se preguntan cuál es el sentido de lo que hago, bueno, ahí capaz que hay algo para masticar. Me hinchan mucho con eso de ¿qué quise decir?, ¿cuál es el sentido?, ¿por qué todos estos personajes tienen una vida que no tiene sentido?, como si la vida de nosotros tuviera más sentido que la de ellos. Me parece que el público en realidad está tan agarrado de las películas de fórmula, en las que el personaje aprende la superación o algo de su vida, que están idiotizados y no se dan cuenta de que nosotros mismos vivimos esa vida. Es un gancho que está impuesto por cierto estilo narrativo, pero no es algo que normalmente suceda en la vida. Y es algo que me piden a mí pero que no se lo piden a películas que son más arty. Lo que pasa es que mis películas son terrenales, y las películas terrenales se supone que deberían ser edificantes.
Rejtman, que heredó de su padre el síndrome de Diógenes (dice que hasta el fin de sus días su padre guardaba un montón de objetos inservibles en el baúl de su auto, algo casi opuesto a su madre, que suele tirar todo), parece bordear inconscientemente una peculiar verdad de su estilo cuando habla de su tendencia a coleccionar tacitas de café. “Yo colecciono cafeteras y tacitas chiquitas de café, pero no me gustan los juegos de café. Medio que tienen que ser como las que hay en los bares, no un juego de living, me da un poco de asco eso. Todo lo que remita a la idea de bar familiar, juego de cosas, no me gusta mucho. Prefiero las cosas individuales, y que cada objeto tenga un valor en sí mismo”.
Esta idea de lo individual y lo colectivo, y del valor inherente del objeto, abre otra dimensión que está copada por la peculiar noción de Rejtman sobre la interioridad de los personajes y el estilo de actuación que busca. En este sentido, es insigne ese estilo casi siempre desafectado en el que los personajes reproducen los parlamentos –en ocasiones a velocidades siderales–, desmontando el típico naturalismo buscado por el nuevo cine argentino que anticipó Rapado. Rejtman, que puede recitar parlamentos extensísimos de uno de sus personajes sin pestañear, como si uno hubiese apretado un botón de encendido, cuando se le pregunta cómo planifica el casting responde:
–Para mí lo más importante es que los actores puedan entregarse a la película. Muchos actores piensan a los personajes en función del personaje mismo y en función de ellos como actores. Entonces piensan en la composición del personaje más allá de lo que sea. Para mí lo más importante es que los actores de esa película, más que armar una composición, sean parte de un engranaje mayor. Están las locaciones, está el vestuario, el guion, las escenas y el diálogo, y su personaje se define en función de todo eso y no alrededor de lo que ellos pueden aportarle intelectual o emocionalmente al personaje. Y que entiendan que muchas veces alcanza con mucho menos que lo que proponen. Si tenés un texto, un vestuario y una persona, pero decís ese texto con ese vestuario pero hablando con otros personajes, en eso ya hay 90%del trabajo hecho.
Muéstrame tu máscara y te diré quién eres. Cuando Rejtman plantea este método tan antipsicologicista, la cabeza de uno repasa sus films, y ese deambular entre sus títulos se convierte en algo similar a meternos en la semipenumbra de un gigantesco ropero. Y ahí aparece invocada, entre las prendas aguardando en sus perchas: Silvia Prieto de mameluco amarillo cargando una pajarera; Silvia Prieto con buzo azul marino trozando interminables cantidades de pollos; Silvia Prieto robándose un saco Armani; Silvia Prieto de campera roja y camiseta holgada de detergente Brite; Silvia Prieto de rulos y tapado de piel negro a lo Coca Sarli, pronta a conocer a otra Silvia Prieto.
Una vez te oí decir que Los guantes mágicos partió de la fantasía de poder ver a Vicentico vestido de remisero, manejando un auto.
Sí, me vino esa imagen en la cabeza y en función de eso empecé a escribir la película.
Ahí uno se da cuenta de que Vicentico tiene el physique du rôle más parecido a un conductor de remise que haya existido... Y entonces se entiende eso que decís de “te doy este vestuario, ahora sos esto”.
Vicentico vestido así y con ese peinado... ¿cuánto más necesita? A veces los actores lo arruinan porque no se dan cuenta de que es suficiente con lo que tienen que decir y lo que tienen puesto. Me parece que los actores inteligentes reconocen eso. Para mí es importante encontrar gente que pueda hacerse cargo de eso, vivir sin tener que sentir que son protagonistas. Son parte de otra cosa, que es la película, que es mucho más importante que yo y que ellos mismos. No es mi ego lo que tiene que prevalecer, sino dejar que la película sea lo que tenga que ser. Es algo que a veces no es tan fácil de entender y que ha pasado con directores muy talentosos y que han hecho películas geniales, pero de repente se encuentran víctimas de su propio ego, o de ese desafío de superación. Yo espero que eso no me pase, y creo que es algo que no le debería pasar tampoco a los actores, a los directores de fotografía y demás.
Sin embargo, las identidades de estos personajes se cambian tanto como la ropa que utilizan. Incluso, cuando se trata de algo que puede ser traumático, como una separación, en tu cine los roles rotan y los ex conviven con los actuales novios de sus anteriores parejas, como si se en vez de suplantarse se sumaran al grupo.
Son parte de un mecanismo narrativo en el que las cosas cambian de lugar y cambian de sentido. En Silvia Prieto pasa mucho con alguna gente, como la Brite de [Valeria] Bertuccelli, que se llama con el nombre de los objetos que representa. Así se arma un mundo en el que cada cosa cumple una función, y esa función puede cambiar, como el hecho de que alguien que estaba con uno puede irse con otra persona. Ese es el universo que se va construyendo. Al principio mis historias eran más abiertas, pero después se fue armando algo más en ese sentido. Es por eso que mis finales son más abiertos. Si no, se cerraría el círculo y todo explotaría.
Pero este círculo es aun más particular porque tiende a ampliarse dentro de tus películas, y entre ellas. Pienso, por ejemplo, en Dos disparos, que empieza casi en el mismo boliche en el que terminaba Los guantes mágicos. Sin embargo, me parece que hay más: me sorprendí cuando volví a ver Los guantes mágicos, porque Valeria Bertuccelli dice que todos los que estaban en su excursión eran de Sagitario. E inmediatamente tuve que chequear en IMDB para cerciorar que tu película fuera anterior a Un novio para mi mujer (Juan Taratutto, 2008), en la que está esa famosa línea de “La Tana”.
Sí, alguien me contó, me mandó el clip ese y me dijo: “Esto es un plagio”. “Sí, esto es medio plagio”, pensé, sobre todo siendo la misma actriz, pero nunca le pregunté a ella por eso.
Más que plagio me parece un homenaje...
Puede ser, pero yo me siento un poco incómodo, porque escribís algo y alguien que hace millones lo utiliza. Bah, tampoco digo “millones”, como tampoco creo que haya tenido éxito con el público exclusivamente por esa escena o esa frase.
Pero esa es la línea de la película.
Bueno, voy a hablar con un abogado, capaz que tengo suerte.