Game of Thrones ha llegado a su fin, pero las discusiones en torno al modo en que se decidió cerrar muchas de sus historias han llegado a Montevideo como las cenizas de Kings Landing, traídas por el viento hasta nuestros cordones de vereda. En el más literal de los sentidos, la serie no sólo representó récords de audiencia, sino que dejó tras de sí la sensación de que, por un momento, la dinámica de lo que pasaba en el show se superponía o rebasaba en importancia, pero también, en realidad, lo que sucedía en nuestra vida cotidiana. El resultado de todo esto es un montón de niñas anotadas en el registro civil como Khaleesi o Daenerys (aunque después de lo sucedido en el penúltimo episodio muchos padres podrían optar por rebautizarlas Dani o Daniela) y un montón de gente que sabe mucho más sobre la geopolítica de Westeros que sobre el Mercosur, así como también un ascenso de la gameofthronización de los análisis de gobierno que guarda en su interior, como un caballo de Troya, la naturalización máxima de la realpolitik.

A diferencia de otras series o sagas de culto, como Star Trek, Dr. Who, The X-Files o Battlestar Gallactica, Game of Thrones se destacó menos por la masividad del producto que por la forma en que la disquisición sobre la escritura de los capítulos dejó de ser propia de la escolástica de un grupo selecto de nerds para extenderse a un montón de gente que nunca había pensado tan activamente en el contenido de un programa de televisión. De golpe, toda la audiencia de Game of Thrones devino un panel inacabable de escritores, coaches de guion, semiólogos, geógrafos, politólogos, zoólogos y otro sinfín de puestos de experticia. En este gran mérito de la serie subyace gran parte de su perdición.

El problema del jardinero

Da la impresión de que Game of Thrones pasó de ser algo demasiado grande para cerrarlo en ocho temporadas a ser algo demasiado grande para terminar de una manera o de otra. Como bien señala Jorge Carrión en su nota en The New York Times, parecería que más que rebelarse ante cómo terminaron las cosas, la gente reacciona al final en sí mismo. Esta idea se refuerza a la hora de repasar diversos finales alternativos o fan fictions propuestas: muchos ofrecen lúcidas maneras de dar fin a la serie, pero para casi todas las versiones es imposible no imaginar la misma reacción exacerbada e indignada de un grupo importante de fieles.

Muchos han tratado de encontrar las razones del fracaso en el rol menguante que su escritor original, GRR Martin, ocupó en las últimas temporadas, pero, como en toda tragedia, el desenlace ya tiene sus raíces en los orígenes. Un crítico que dio en el blanco a la hora de analizar el porqué del descenso en la calidad de la escritura es Daniel Silvermint, quien planteó, en un hilo de Twitter, una teoría más estructural que la simple asunción de que David Benioff y DB Weiss son estúpidos. En primera instancia, Silvermint habla de la diferencia entre plotters y pantsers: los primeros como escritores que arman un mundo muy estructurado, en el que todo está previamente articulado como un sistema de causa-efecto; los segundos como escritores que descubren la historia conforme la van escribiendo. En este sentido, coloca a GRR Martin como una epítome de los pantsers, un escritor que dijo en varias entrevistas que se ve a sí mismo como un jardinero que echa semillas y deja crecer y crecer. El problema, tal como señala Silvermint, surgió después del cuarto libro, en el que, en vez de hacer una elipsis de cinco años –como tenía pensado–, Martin decidió continuar el tranco de sus historias, teniendo así que sembrar más y más semillas conforme avanzaba, obligándose a contar más y más historias. En el mundo de la literatura, más allá de que sea una tarea titánica, el esfuerzo es realizable, puesto que la dilatación de tiempos es permitida, los personajes no envejecen (como sí lo hacen los actores) y los dedos no tiemblan tanto ante el mikado de marketing y producción. El jardín del escritor puede transformarse en un bosque, un ecosistema que se retroalimenta sin necesidad de riego. Es ahí que el modo de escritura del pantser entra en conflicto con un esquema de producción televisivo-cinematográfico que tiene mucho más que ver con el reino de los plotters. El plotterismo requiere esquemas de producción claros, una trama articulada alrededor de un fin, en la que todo siga un patrón correcto y diagramado. Como respuesta a esa función de jardinero atento pero relajado de Martin, el plotter es el guardián de los jardines franceses, con sus arbustos recortados como el pelaje de un perro poodle, más bello cuanto más desde lejos lo observamos.

Esto no es decir que la serie haya sido arruinada por unos planificadores urbanos sin corazón: muy por el contrario, una parte importante del gran auge de las series como un arte capaz de rivalizar con el cine (o superarlo) estuvo sostenida en la posibilidad que brindaron plataformas como Netflix para crear historias blindadas que, al ser pensadas para ver de un tirón, ya no sucumbían a la dependencia de los cliffhangers y cambios cada vez más divagantes en la trama.

El problema de Game of Thrones parece haber ocurrido por la síntesis entre estos dos esquemas de escritura, algo que, más que encontrar sus falencias en la última temporada, guardaba su falla geológica en la quinta, y sobre todo en la trama de Dorne, en la que no sólo comenzaba un problema de ritmos que afectarían al resto de la serie, sino que también nacerían personajes y reinos caricaturizados con respecto al libro.

Daenerys y el destino

El meollo de la cuestión, la razón por la que la mayoría de la masa espectatorial levantó sus antorchas fue, principalmente, la sensación de que no se había respetado la psicología de los personajes o la forma en que fueron construidos. Sin embargo, tal como se desarrollará a continuación, este no es un problema de contenido tanto como de forma.

En primer lugar, no importa cuánto lloren, nunca hubo otro destino para Daenerys que el de terminar prendiendo fuego todo Kings Landing. Al menos para quien escribe, eso ya se asumía como dado desde los mismos sueños proféticos de Daenerys paseando por el castillo reducido a cenizas –ni que hablar de la sombra del dragón sobre la ciudad–, pero incluso desde antes, cuando se cuenta la historia de su padre, el Rey Loco, que fantaseaba con prender fuego todo, justo antes de ser asesinado por Jamie Lannister. En las tragedias las historias de los padres cumplen el mismo rol que un revólver en una obra de teatro: si aparece en escena es porque, eventualmente, será disparado. Quejarse de que Daenerys termine prendiendo fuego la ciudad entera, incluso después de escuchar el tronar de las campanas, es equivalente a proponer un desenlace alternativo al de Edipo matando a su padre. La primera lección espectatorial sobre la caída de Daenerys –un personaje querido por muchos, convertido en una especie de ícono feminista– es que hay cosas que son más grandes que nosotros, y que la rueda de la que se habla en la serie también nos incluye.

Más allá de la forma en que la locura de Daenerys era estructural a la trama, la principal crítica a ese infausto penúltimo capítulo fue que tal desenlace no obedecía a la construcción del personaje. En primera instancia, esta teoría calza justo en este conflicto ya planteado entre pantsers y plotters. Quien crea personajes que viven por sí mismos, como plantas silvestres, puede, de golpe, sentir que su planta se muere entre los cortes de quien quiere emprolijarla para un jardín minuciosamente definido. De la misma manera, los fans consideran que la historia conocida no habilitaba que Daenerys pirara de tal manera. Después de todo, era la gran liberadora, una mujer que incluso en algunas (pocas) circunstancias se había mostrado misericorde y razonable con sus adversarios. Sin embargo, algo de esta exigencia de realismo psicológico genera particular tirria, sobre todo para quien trabaja como psicólogo. Al parecer, realismo psicológico sería algo como racionalidad de carácter. Y medir un estallido de locura con estos criterios es como querer jugar al pool con una cuerda. No es sorpresa que una gran cantidad de asesinos en masa, esos que un día se levantan y deciden llevarse un rifle de asalto a un colegio y asesinar a decenas de personas, sean calificados de serenos por un montón de vecinos y personas que los conocían. Lo que se ve en el capítulo de las campanas es el más auténtico pasaje al acto, aquel tras el que una persona se ve frente a frente con el Gran Otro y cruza el Rubicón. En el caso de Daenerys, el Gran Otro es transfigurado como el destino del que siempre se sintió parte, el que la había guiado para recuperar el trono para su linaje, pero también el que la llevaría a cumplir ese designio de forma demasiado literal, es decir, convirtiéndose en su padre. En la clínica, los pasajes al acto siempre pecan de ese exceso de literalidad: no hay acto simbólico de por medio; la persona acata el mandato y nada en ella vuelve a ser igual. A diferencia de la mayoría de la gente que se rasgó las vestiduras cuando Daenerys decidió hacer caso omiso de las campanas, yo vi ahí un momento de auténtica belleza, casi clínicamente perfecto: ese instante en que el rostro de Emilia Clarke, tras pasar del alivio de la victoria a la felicidad de la realización, atraviesa un breve instante de éxtasis que se quiebra de golpe por la sombra de una certeza que la arroja a una nueva y terrible convicción: quemar todo. Incluso el repique ensordecedor de las campanas guarde una relación indirecta y bellísima con ciertas películas de Luis Buñuel, en las que personajes aparentemente normales enloquecían al son de estos tañidos (recuerdo, en particular, Él, de 1953, en la que las campanas suenan primero con furia en el brote de locura celotípica del protagonista, y luego de forma alejada, cuando mucho tiempo después confirma, ya recluido en un convento, que uno de sus mayores temores se había hecho realidad).

La crítica alternativa va por el lado de la forma. No es que esté mal el desenlace, lo que está mal es la manera en que se nos fue dosificando la información hasta la locura de Daenerys. En este caso concreto puedo estar más de acuerdo, pero como resultado de un problema general de la forma de narrar en una temporada en la que se quiso apretujar lo que debió haberse extendido por al menos dos o tres.

La mano vaga

Y es que hubo un montón de errores narrativos en la última temporada. Primero, la batalla de Winterfell rompió con una de las lógicas que habían primado en Game of Thrones: la guerra como estrategia y no como mero heroísmo, y la posibilidad siempre recurrente de que cualquiera de nuestros más amados personajes murieran en ella. Es díficil precisar si en la batalla de Winterfell los tontos son los protagonistas o quienes la escribieron. Hay un montón de elementos que no tienen sentido alguno desde el punto de vista táctico, como el haber decidido enviar a los Dothrakis como primera línea de ataque (algo que en cualquier revisión histórica, ya sea en los libros de Kings Landing como en materiales de historia del mundo real, podría ser visto como un genocidio encubierto), o la horrible idea de guarecer a mujeres y niños en criptas –cuando todos sabían ya que revivir muertos era uno de los principales poderes del Rey de la Noche–. Pero sobre todo, lo que parecía suceder en ese capítulo era la noción de que todos los personajes principales gozaban de lo que se suele llamar una plot armor, un blindaje narrativo que les permite salvarse una y otra vez.

Después hubo más problemas, muchos de ellos relacionados con el ritmo y el tono, que le sumaron un montón de parches que intentaban tapar varios agujeros argumentales. ¿Cómo es que Grey Worm y los unsullied no matan a Jon Snow cuando descubren que asesinó a su más amada reina? ¿Qué onda con eso de tener encarcelado a Tyrion y permitirle que, así como así, dé un discurso que termina siendo fundamental para la elección de un nuevo rey? ¿No hubiera sido un mejor artefacto narrativo que Drogo, en venganza por la muerte de su ama, prendiera fuego a Jon Snow y que él sobreviviera, revelando así al resto del mundo que es un Targaryen –en vez de haber tratado el tema como una serie de intrigas que no conducían a nada– y que, de paso, quedara accidentalmente el trono derretido tras de sí, en vez de conferirle a un dragón un poder de lectura casi foucaultiana para darse cuenta de que el verdadero enemigo siempre había sido ese objeto por el que todos se mataron a lo largo de la serie?

No hay nada como una buena historia, salvo una mala

Todo esto nos lleva a otra de las quejas del público: la locura de Daenerys como un error ideológico. Aunque esto habilitaría un artículo aparte, la idea es que la quema de Kings Landing habría hecho que el programa se volviera machista. Más allá de las múltiples escenas de sexo gratuito que se diseminaron en la serie, es difícil encontrar un programa de televisión en el que haya habido tantos personajes femeninos con agencia y auténtico poder. Lo que siempre hizo distinto a Game of Thrones de otros programas bienpensantes fue que sus protagonistas adquirieran escalones de poder de forma siempre coherente con el personaje, que, como tal, tenía sus costados también oscuros. Que Daenerys cumpliera con su destino, incluso cuando su destino fuera quemar a miles de inocentes, era el único acto revolucionario y auténticamente empoderado que podía llevar a cabo. Todo lo que fuera distinto a eso le habría restado poder, hubiese sido ilegítimo.

Muchas de estas críticas que corren por feminismo a Game of Thrones parecen demandar un producto a la carta en el que, más que contarse una historia con sus ribetes bellos, crueles y paradójicos, se intentara satisfacer a todos en forma impoluta. Esto no es un problema del feminismo sino de la fan culture, que es quien lleva la batuta hoy en día.

Las películas o las series han dejado de ser un producto cerrado en sí mismo, para convertirse en un megaconglomerado orientado a ofrecer variantes a satisfacción del público. Incluso obras de décadas o siglos atrás pueden ser reversionadas para brindar versiones que muchas veces, más que nuevas lecturas, ofrecen nichos alternativos adaptados a nuevas sensibilidades.

Quizá la angustia provocada por Game of Thrones tenga que ver con eso: a diferencia de lo que ocurre en el mundo de los superhéroes, en donde la posibilidad de reversiones o mundos paralelos con personajes que reviven siempre es un alivio, en la serie de GRR Martin parece que lo que terminó, terminó posta, y eso no es admisible para esta nueva sensibilidad. No es casualidad que la petición infantil de que rehagan la octava temporada haya conseguido ya más de un millón de firmas.

Todo esto parece enfrentarnos a un mundo en el que los consumidores se sienten coartífices del producto, de la misma manera en que asumen el manejo de su vida –hasta lo más burdo–, inconscientemente como algo político en sí mismo. Así, la fan culture parece, por momentos, un costado extraño y absurdo de las políticas de la identidad.

La paradoja que quizá los fans todavía no saben ver es que en haberle dado a Game of Thrones un cierre fallido hubo un sacrificio casi crístico: se les regaló la posibilidad de hacerlo eterno en las discusiones sobre cómo debería haber sido.