Los escritores, huidizos por naturaleza de los lugares comunes, tienen una constante: la búsqueda de un lugar que, además de estar limpio y bien iluminado, les permita escribir en silencio y sin interrupciones. Abundan los ejemplos que vienen desde Gustave Flaubert, quien no podía pensar ni escribir si no estaba sentado y a solas, o Franz Kafka, citado por Ricardo Piglia en El último lector, que anhelaba que alguien le dejara un plato de comida en el piso frente a su puerta, para que él pudiera salir a buscarlo cuando el apetito llamara.
Además de comodidad, el escritor necesita constancia. Es fastidioso abandonar un texto por falta de tiempo y retomarlo días, semanas o meses después sin poder reconocer a los personajes, los escenarios, y sentir que lo escribió alguien más (quizá porque el autor ya es alguien más). Esta semana descubrí algo peor que la falta de tiempo, que la falta de ideas o no poder liberarse del entorno: carecer de una silla adecuada.
En mis años como médico, la fatiga se ha concentrado en mis piernas. Tras jornadas de 12, 15 o hasta 24 horas en el hospital, es en las uñas de los pies, las plantas o las pantorrillas donde se recarga la tensión, y ocasionalmente en las rodillas; pero el mes pasado pasé, por primera vez, seis horas sentado en una silla que alguna vez fue confortable pero con los años se ha desvencijado, con el respaldo vencido hacia atrás y con los muslos muy lejos del tablero, cuando lo ideal para la higiene postural es que se acerquen lo máximo posible, incluso rozándolo.
Si el cansancio se acumula en las piernas, el alivio está a la mano. Uno puede hacer estiramientos en el trabajo, o llegar a casa y tumbarse boca arriba en la cama y alzarlas, ya sea escalando la pared como una araña o lanzando los muslos sobre el tronco para girarlos como yendo en bicicleta. Estas maniobras descargan la tensión y generan alivio. Pero cuando la tensión se acumula en la espalda baja, la historia es más complicada. El dolor puede ser ligero, pero es constante y se irradia hacia arriba por toda la musculatura vertebral hasta los hombros, hacia abajo, bifurcándose en la cola y, en el peor de los casos, por detrás de una pierna, en la temible ciática.
Hace años, después de correr media maratón, quedé con una ciatalgia que no me dejaba dar un paso pues el taconeo hacía que el dolor bajara y subiera en un ciclo infernal. Consulté con un colega experto en lesiones lumbares y me recomendó, además de usar calzado con suela de goma y evitar cualquier actividad física durante un par de semanas, tomar una cápsula de un analgésico especial para las lesiones de nervios (la ciatalgia también es una neuropatía, esta por tracción). A pesar de haber tomado la dosis mínima y de hacerlo antes de dormir, pasé la semana ebrio, como si hubiera tomado diez cervezas diarias.
Por dicha, esta vez la lumbalgia no me afectó el ciático, pero igual es un dolor implacable que afecta, en mayor medida, al estar sentado en mi puesto de trabajo, pero no sólo allí: al acostarme, ya sea boca arriba o boca abajo, hay extensión de la musculatura lumbar y el dolor se exacerba. Al acercarme al sanitario para orinar vuelve a suceder, pues la flexión del vientre hacia adelante tensa los músculos de la zona. Si decido orinar sentado es igual, pues la presión abdominal, necesaria para evacuar, aumenta la presión local y el dolor vuelve.
Un amigo versado en terapia física me recomendó hacer abdominales, aunque fueran rápidas, pues ellas fortalecen la musculatura lumbar, además de repetir series de estiramientos antes, durante y después de la jornada frente a la computadora.
Hace años temí que mi etapa como corredor terminara por el dolor en mis rodillas, pero ahora es peor, pues el dolor de espalda amenaza, si no con terminar con mi consulta médica –pues es lo único que sé hacer en la vida–, al menos con agriarme las jornadas y a lisiarme en las tardes y noches de descanso. ¿Y la escritura? Ni hablar.
Pienso en William Faulkner, en la foto de la revista Life en la que se lo ve, de abajo hacia arriba, con calzado tipo boxeador de los 50, pantalón corto, el torso desnudo y gafas de sol, inclinado hacia su máquina de escribir que, lejos de lo recomendado, queda debajo de sus rodillas.
Pienso también en Ray Bradbury, quien en una carta confiesa que al principio de los 50, para escribir Fahrenheit 451, invirtió nueve dólares que había ahorrado en monedas de diez centavos para rentar una máquina de escribir. ¿Escribía sentado o de pie? ¿Era confortable su silla?