Cuando nos piden que dibujemos una casa casi todos trazamos una de techo a dos aguas y chimenea (incluso es lo que se espera en la mayoría de los tests proyectivos) aunque en la inmensa mayoría de los casos, al menos en Uruguay, no solemos vivir en casas así. De la misma manera, cuando pensamos en la Navidad nos imaginamos gigantescos pinos que no suelen existir en nuestro país, unas latitudes caprichosas con un verano que disolvería cualquier copo de nieve antes de caer al suelo. Las navidades con nieve no son las nuestras, pero son las que conocemos.

En Pirañas, los pibes de los barrios bajos de Nápoles viven en una contradicción perceptual similar a la nuestra, en casas diferentes de las que ven en las películas, con calzados mucho más baratos que los que usan sus futbolistas favoritos y sin las esculturales bellinas que aparecen junto a las estrellas de la RAI, pero es Navidad y ellos quieren ese puto pino que aparece, ridículo y suntuoso, en la serenidad de un centro comercial a medianoche. Cuando están por robarlo, otra pandilla juvenil se les adelanta, y lo que parecía ser una sencilla operación se trenza en una pequeña batalla territorial. Al final de este prólogo los chiquilines salen victoriosos, pero el resultado de esta conquista es una gigantesca pira en un baldío de su vecindad. Los gritos de sus gargantas aún no del todo desarrolladas y sus rostros jóvenes iluminados por el fuego son como una cachetada de revés, la rápida inmersión en un mundo tribal donde a veces uno sólo busca las cosas por el placer de verlas arder.

Desde el film noir las historias sobre la mafia son la versión más aproximada de los relatos homéricos. Difícilmente, en el cine haya otro artefacto narrativo que sirva de igual forma para canalizar el ascenso y la caída del héroe, su pathos, la hybris que lo traiciona al final, la tragedia escrita de antemano. La peculiaridad de Pirañas es que esa dimensión trágica está inscrita en la vida de un grupo de chicos que ascienden en el mundo de la mafia napolitana a una edad y en un tiempo tan breve, que es difícil pensar lo que ellos mismos podrían sacar en limpio de esa tragedia.

Lógicas del crimen

Nicola (Francesco Di Napoli) y el resto de los pibes de Pirañas pasan, en sólo 40 minutos, de llevar a unas chicas a un boliche que les cierra la puerta en las narices a convertirse en los dueños de la sala VIP. La historia toca todas las notas esperables de una historia de mafia italiana: los comienzos humildes, la mamma, las traiciones, el anhelo inocente y concreto eventualmente disuelto en un hambre de poder que termina devorando al protagonista. Sin embargo, hay algo del factor edad que no sólo altera algunos de estos preceptos, sino que también arroja comentarios interesantes sobre las nuevas modalidades de poder.

Siguiendo este hilo, Pirañas funciona como el reverso de La ciambra, de Jonas Carpignano (estrenada también en Cinemateca hace sólo unos meses). Mientras que La ciambra es la historia de la criminalidad que precipita la adultez en la infancia, Pirañas es un retrato de la infantilización de las lógicas del crimen. Si en la película de Carpignano el tono realista, seco y sucio sirve para diluir los pequeños momentos en los que recordamos que el protagonista es apenas un niño, en la de Giovannesi, tanto por el rápido y festivo ascenso de los pibes a capos de la mafia como por la estilización con que se los filma, pareceríamos estar ante la proyección de un sueño adolescente más que frente a un retrato del mundo de los jóvenes. En La ciambra nuestros ojos son los de un adulto que ve cómo se corrompe la inocencia de un niño que quiere ayudar a su familia. En Pirañas, en cambio, la historia se narra como la contaría uno de esos chicos. Así, más allá de cierto realismo con que la historia aspira a ser transmitida, la película está barnizada por una belleza general que involucra a la fotogenia de los dos noviecitos interpretados por Di Napoli –anoten este nombre– y Viviana Aprea, una Nápoles colorida y brillante hasta en sus secciones más austeras, una colección de travellings triunfalistas en moto y la delectación de la cámara por objetos suntuosos.

Más allá de no representar momentos dramáticos claves, sino más bien mesetas de la narración suspendidas en una relativa calma, hay dos escenas que resultan cruciales a la hora de entender el corazón de Pirañas. La primera es cuando Nicola entra a la casa del hijo del ex capo del barrio: el interior es una mezcla espantosa de rococó y objetos dorados, estatuas de leones, gigantescos televisores y diversos equipos de gimnasia, todo apretado en el mismo lugar; algo así como el sueño desorganizado de un adolescente sobre lo que le gusta y lo que se imagina que debería ser la riqueza, sin idea alguna de estilo y de necesidades. Este estilo terraja será casi trasplantado a la casa de Nicola (como un tumor dorado) cuando alcance su primera fortuna.

La otra escena sucede tras la conquista de los territorios en disputa. Nicola visita con sus compañeros la casa de un capo de la mafia (el responsable de haberle brindado las armas necesarias para tomar el poder) que cumple prisión domiciliaria. Le obsequian un PlayStation 4 con la que juegan. Le dicen: “Para que puedas divertirte mientras no podés salir” y, de algún modo, más allá de lo gracioso de ver a aquel viejo tratando de manejar los controles, esa secuencia es de los comentarios más lúcidos sobre el mundo criminal de hoy en día: las mafias ya no operan en un mundo humano, con dramas y conflictos a escala, sino matando –y matándose– con la simpleza y la inmediatez de un videojuego. En este sentido, casi hay un correlato perfecto con el mundo militar del siglo XXI, con los drones operando como una interfase que hace olvidar al soldado que los blancos siguen siendo humanos y no meramente píxeles. Pirañas asiste de igual modo a un pixelamiento moral en el que, por debajo del carisma y del espíritu comunitario de Nicola, muchas veces no encontramos nada, simplemente un glitch, un hueco colmado de hambre.

Quizá por eso se deshilacha el tercer acto del film. El personaje de Nicola no puede ser mucho más que eso (darle mayor espesor sería traicionarlo) y la tragedia arrecia de una manera un tanto torpe. Así, el film termina antes de que la maquinaria trágica llegue al máximo de su funcionamiento, casi dando la impresión de que es la primera parte de una serie o una trilogía en suspenso. Pero se los ve (ellos se ven) bellos en sus motos, y querer más también es hacer trampa.

Pirañas. De Claudio Giovannesi. Con Francesco Di Napoli y Viviana Aprea. En Cinemateca.