La primera vez que fui a una ópera, hacia 1975, vi Otelo, de Verdi, en una puesta de Franco Zeffirelli (1923-2019). Mi abuelo me pasó la entrada que, a su vez, le había pasado un jerarca del gobierno de Río de Janeiro. No tenía especial interés en Zeffirelli, pese a que había disfrutado una reposición de La fierecilla domada (1967) y a que Hermano sol, hermana luna (1972) me suscitó una duradera simpatía por Francisco de Asís. Era muy chico cuando se estrenó Romeo y Julieta (1968), pero recuerdo a mi hermana mayor, a los llantos cuando regresó del cine, y también el póster que adornó su habitación en los meses siguientes, de Leonard Whiting, con su peinado beatle de Romeo. El jerarca a quien debía mi asiento debía de ser realmente importante, porque el lugar era excelente, y estuve ahí solo durante casi toda la función, salvo por unos minutos en que se instalaron (¡wtf!) el mismísimo Zeffirelli y dos de sus asistentes. El tipo tenía unas ínfulas de divo que me cayeron muy mal, hablaba como asumiendo que todos estaban pendientes de sus palabras y, para peor, no se calló la boca cuando empezó el siguiente acto. Por suerte, pronto se retiraron y seguí solo para ver al tenor gordote, pintado de negro, estrangular a Desdémona y cantar su precioso tramo final mientras se suicidaba.
Yo no sabía nada de ópera y no supe evaluar lo excepcional de lo que había visto: simplemente asumí que la ópera era así, me encantó y saqué entradas para las siguientes producciones en el mismo teatro. Ahí me encontré con esas incongruentes puestas vanguardosas que me convencieron de que era más lindo y más barato seguir disfrutando la música de las óperas en discos. Lo de Zeffirelli, en cambio, y al contrario de la fea impresión que me dejó en lo personal, traducía un amor por la obra que estaba dirigiendo, más que por eventuales ideas “geniales e innovadoras”. Zeffirelli asumía las premisas de la ópera italiana decimonónica y trataba de realizarlas de la manera más adecuada posible: escenografías y vestuarios vistosos que reflejaran el entorno histórico en que transcurría el melodrama y que fueran funcionales a las acciones que él coreografiaba con gracia y precisión, sin una sobrecarga histérica de movimientos pero evitando la monotonía. No se usaban todavía los subtítulos en las óperas, y yo apenas tenía una noción muy general de la historia de Otelo, pero entre la música, la claridad de los movimientos de los cantantes y unos sutiles toques de iluminación, había podido acompañar fascinado la evolución de las emociones.
En la pantalla
Su enfoque cinematográfico era similar. Adaptando obras de Shakespeare, novelas de Charlote Brontë o Giovanni Verga, mitos cristianos (San Francisco, Jesucristo), episodios biográficos (Arturo Toscanini, Maria Callas y el propio Zeffirelli) o un clásico hollywoodense de King Vidor (El campeón; 1931), su actitud fue contar, lisamente, la historia en un metraje moderado, depositando buena parte del espectáculo en las escenografías, paisajes y ropas, que él armonizaba en forma elegantemente clásica y con un notable sentido del ritmo, sin buscar expresamente llamar la atención sobre el estilo o sobre eventuales características autorales.
Aprendió la básica del cine trabajando como asistente de dirección en tres películas de Luchino Visconti entre 1948 y 1954. En 1957 dirigió una comedia, Camping, con Nino Manfredi, su única película en blanco y negro y la única protagonizada por actores italianos. Cuando volvió a filmar para cine, diez años después, ya era el Zeffirelli que conocemos. Romeo y Julieta (1968) tuvo un éxito tremendo y entendible, y los diálogos están armados con una selección de los versos más notables de la pieza original. Tener actores con edades cercanas a las de los personajes (Olivia Hussey tenía 16, y Whiting, 17) contribuyó a la pegada como cine juvenil. Ambos eran flojos en lo que refiere a decir y poner caras, pero brillaban en una dimensión física: esa forma tan adolescente de abrazarse y besarse, Romeo trepándose con facilidad a los árboles y muros (fresca manera de graficar un alma enamorada).
Zeffirelli se formó en artes plásticas, se acercó al teatro como escenógrafo y vestuarista, y se consagró como director de óperas (hizo unas 120 puestas). Dirigía a sus actores como quien dirige cantantes de ópera: moverse de aquí para allá, hacer tal o cual gesto. Cuando la cosa venía de decir y poner caras, no sabía encender esa centella especial que hace a una gran actuación cinematográfica. Por suerte, sus herramientas eran muchas, así que casi nadie se da cuenta de lo insuficiente que es Elizabeth Taylor de fierecilla, porque los movimientos escénicos, cámara, vestuario y algunos grandes actores que la rodean cumplen con casi todo lo que se requiere del personaje. Además, el prestigio de esas producciones solía atraer la presencia de actorazos que no necesitaban dirección para rendir bien (Richard Burton, John McEnery, Robert Stephens, Alec Guinness, Judi Dench, Joan Plowright, Maggie Smith, Michael York). Otra cosa que quizá derive de la ópera es su puntería para músicas hiperemotivas, especialmente eficaces en algunas de sus varias escenas lacrimógenas.
Legados
Su película más zarpada debe de ser Hermano sol, hermana luna (1972), alimentada por el cristianismo hippie entonces en boga. Sin la carga textual de sus adaptaciones shakespeareanas, la película usa extensos silencios, miradas, paisajes y epifanías, con una leve influencia underground en su montaje abrupto. Por una vez, su textura de muros de piedra, cipreses, caballos, terciopelo y bandadas de pájaros al crepúsculo se entrevera con harapos, pies sucios y rostros desdentados, lo más cerca que llegó Zeffirelli del neorrealismo y de ese coetáneo suyo que fue Pier Paolo Pasolini (en esa película, uno se pregunta qué tanto podrá ser el aporte de la guionista, Lina Wertmüller).
Su obra más personal fue la autobiográfica Té con Mussolini (1999), que cuenta las circunstancias por las que terminó siendo criado colectivamente por un grupo de damas británicas. Es el origen de su vínculo estrecho con la cultura inglesa, debidamente reconocido en 2004 cuando fue nombrado caballero de la Orden del Imperio Británico.
Si en lo personal Zeffirelli me cayó mal, sus datos biográficos me caen todavía peor. Fue senador por Forza Italia –el grupo de Silvio Berlusconi–, defendió la pena de muerte para mujeres que practicaran el aborto, aprobaba las posiciones de la iglesia sobre la homosexualidad (aun siendo él mismo homosexual), pujó por la censura a La última tentación de Cristo (de Martin Scorsese, 1988). Mientras hacía esas estupideces en la vida real, nos legó esas películas tan queribles, que con el paso de los años serán más reales que el recuerdo de su persona. Por suerte, quedan además varios registros filmados y adaptaciones cinematográficas de sus insuperables puestas operísticas.