No, la madre de Pedro Almodóvar no se murió hace pocos años, suscitando una crisis creativa prolongada que duró hasta que produjo, como un acto de superación y catarsis, esta película autobiográfica. La madre de Almodóvar murió en 1999, Dolor y gloria es su octavo largometraje desde entonces y se lanza pasados unos razonables tres años luego de Julieta (2016). Tampoco residió cuando niño en Valencia: el pueblo al que se mudó con la familia y donde tuvo su primer contacto con el cine fue Cáceres, en Extremadura. Vaya uno a saber si otros detalles contados en esta película se corresponden o no con el Almodóvar empírico, y si realmente viene sufriendo los dolores físicos y existenciales que aquejan a su personaje protagónico.

Aun así es obvio que el personaje de Salvador (Antonio Banderas) es el álter ego de Almodóvar: es un renombrado director español que vive en Madrid y es homosexual. Se están celebrando los 30 años de un clásico suyo, y esa película –que en nuestro mundo real tiene la edad de Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988) o de ¡Átame! (1990)– tiene el almodovariano y sexy título Sabora. Una película sobre un álter ego, que es un cineasta en crisis, pudo ser un gesto felliniano: Almodóvar dijo que eligió a Antonio Banderas para el papel porque es su Marcello Mastroianni, y quienes hayan tenido la convicción de haber visto una obra confesional no tienen por qué desilusionarse: la versión ficcionalizada puede ser la elaboración ideal de verdades más verdaderas que lo factual. Por ejemplo, esa casa-cueva escarbada en la roca, característica de Paterna, es un entorno uterino que en términos visuales puede expresar aspectos que quizá la casa real de Almodóvar no tuvo.

Dolor y gloria es tan profundamente emotiva, y revuelve elementos sensibles con los que tanta gente se puede identificar, que cuesta imaginar que sea una construcción ficticia. Por otro lado, esa emotividad está alcanzada en una forma relativamente discreta, sin esas vueltas melodramáticas camp que se asocian con el estilo más característico del director, y eso también contribuye a la sensación de realidad. Incluso lo ingenioso del guion está disfrazado y no puesto de relieve como en tantas otras ocasiones. Cuando, a posteriori, pensamos un poco, podemos contemplar el giro de esos eventos, que parecen casuales cuando los vemos en la pantalla: las celebraciones de Sabora conducen al reencuentro con Alberto, que llevan a Salvador a probar heroína, y eso posiblemente contribuya a evocar los recuerdos de la infancia. Este acercamiento con Alberto lo lleva a escribir una obra teatral, que será el disparador para reencontrarse con Federico y que conectará doblemente con la intención de hurgar en los primeros deseos homoeróticos de cuando era niño, y a revisar el vínculo con su madre y el dolor por su muerte, y, a su vez, a pelear contra la adicción y a recuperar el ánimo para filmar.

Qué película más intensa. Más arriba aludí a su discreción, y eso puede parecer contradictorio. Pero tiene que ver con un diálogo entre Salvador y Alberto, en el que comentan que la mejor actuación no es la del actor que llora, sino del que da a entender que está conteniendo el llanto. Y el film está hecho en este tono. Para dar cuenta de su riqueza necesitaría el doble de espacio, pero intento dar una idea: imagínense lo que puede hacer Almodóvar, ese maestro en representar y hacer palpable la pasión y el deseo, con la escena en que Salvador se reencuentra con el tipo que fue su pareja hace más de 30 años, al que no ve desde entonces, y que, en su recuerdo, fue el amor más intenso de su vida. O con el flashback en el que se acumulan breves escenas de los últimos días de la madre, en los que Salvador tiene la oportunidad de cuidarla, despedirla y tratar de decir algunas de las muchas cosas que siempre quedan pendientes frente a alguien a quien se le debe la vida. Y otra situación más: imagínense encontrarse, pasado medio siglo y por la vía de una casualidad casi mágica, con un cariñoso regalo perdido de quien fue una especie de amor platónico infantil y de quien uno nunca más supo nada. Esas escenas, además, ganan espesor con las actuaciones que ese brillante director de actores extrajo de un reparto espectacular: Antonio Banderas hace el mejor papel de su vida (ganó un merecidísimo premio como mejor actor en el último Cannes, donde la música de Alberto Iglesias también fue premiada), y por ahí andan los desempeños espectaculares de Penélope Cruz, Leonardo Sbaraglia, Asier Etxeandia y Julieta Serrano.

Todo eso está alimentado, como siempre, por la sensualidad de la filmación: esa fiesta de colores fuertes y de grafismos potentes. El rojo-Almodóvar obviamente predomina, y en la escena del reencuentro, luego de recibir la llamada por el intercomunicador del edificio, Salvador mira expectante el ascensor (rojazo) mientras aguarda que surja Federico. Es un gusto aparte abstraer la mente de la narrativa y contemplar los detalles juguetones de la puesta en escena (ese plano en que la rubia Mercedes está con su taza amarilla al lado de Salvador, de camisa azul con una taza azul).

Otros aspectos, en cambio, son más que ornamentos para la vista y se cargan de simbolismo: los créditos de presentación combinan insinuaciones de agua y de pantalla de cine. Poco después veremos a Salvador en una piscina, y el agua azul, que rima con la presentación, también insinúa el entorno uterino, que se vinculará con su madre. El travelling sobre la línea del fondo de la piscina también va a rimar con el paseo de la cámara por la cicatriz de su operación de columna. A la madre la veremos por primera vez al borde del agua, lavando ropa, en uno de esos flashbacks que, como veremos, son flashforwards (pero esto no lo puedo explicar sin estropear la sorpresita del final de la película). En esa escena el amor materno se casa con hispanidad: esas mujeres más bellas que no sé qué, de pronto, empiezan a tararear y hacer gestos de baile flamenco, en lo que bien podría ser una escena de Carmen. La escena más fuerte vinculada al primer intenso deseo erótico se va a dar en la cueva-útero y también involucrando al agua.

Dolor y gloria. Dirigida por Pedro Almodóvar. Con Antonio Banderas, Penélope Cruz, Asier Etxeandia. España, 2019. En varias salas.