Una niña que reside en la costa islandesa es enviada a pasar una temporada en la granja de sus tíos abuelos, en el interior. En la novela original, esa temporada se justifica como una penitencia por un pequeño hurto. La película, que tiene una narrativa no clásica –elíptica, fragmentaria–, no lo aclara, aunque contiene indicios de esa posibilidad: cuando la tía saluda a la niña por primera vez, le dice: “No tienes los ojos de una ladrona”, y en un flashback la madre lamenta: “Eras tan buena cuando eras más chica”. El hecho es que la niña, en un primer momento, no tiene ganas de estar en la granja, pero con el paso de los días y bajo el efecto benévolo de las actividades del campo se va ambientando. El contacto con los animales y, sobre todo, con los jóvenes del lugar (la hija de los tíos abuelos y un peón zafral) le propicia experiencias que se vinculan con el amor, la sexualidad, la separación, el embarazo, el nacimiento, la muerte, la pérdida, el trabajo, el paso del tiempo, la frustración. En este sentido, es una historia de coming of age, aunque precoz (en la novela se especifica que la niña tiene nueve años, y su apariencia en la película es compatible con ello).

Más llamativo que las ocurrencias anecdóticas en sí es el clima que se genera por el paisaje, el tratamiento estilístico y la mirada de la niña. El ritmo del relato es pausado, pero estilísticamente la película es ágil: planos breves, nerviosamente montados como un alternar caprichoso y lleno de contrastes entre un ángulo y otro, entre valores de plano, luminosidad, tipos de lente y composiciones gráficas. La cámara casi siempre está en mano y muchas veces baila suavemente alrededor de la figura, como si intentara quedarse quieta, pero no lograra contenerse. Hay un gusto especial por encuadres muy cercanos con el foco cortísimo y también por planos en que la figura está enturbiada por alguna superficie traslúcida que se nos interpone, o por la mancha de algún objeto fuera de foco, o por el flare de la lente, o por un rayo de sol, o, si no, está enriquecida por un juego de reflejos (vidrios, espejos, agua) o por un acentuado desequilibrio (con el centro de la atención cerca de uno de los límites laterales de la pantalla ancha). Los datos anecdóticos muchas veces se interrumpen (la niña sale corriendo a perseguir una vaca que se separó del rebaño y cortamos a otra cosa; el tío la lleva a pasear en bote y cortamos a otra cosa). Hay muchos flashbacks fugaces a lo Alain Resnais, es decir, breves interpolaciones que nos materializan los recuerdos de la niña. A ella le gusta inventar historias fantásticas, y cada tanto escuchamos su voz narrándolas; son momentos medio oníricos, bañados en música ambient. El hecho de que todo lo acompañamos desde la perspectiva de la niña lleva a que determinadas líneas anecdóticas sólo las podamos acompañar de a puchos, con un resultado casi incongruente. Así, en un momento la hija rechaza el beso del peón, en otro resulta que están desnudos juntos y probablemente acaban de hacer el amor; el ex compañero de la hija ya no quiere nada con ella, pero en otro momento aparecen besándose. Casi siempre podemos inferir qué pasó en el ínterin, o no importa demasiado, pero hay un hecho anecdótico importante cerca del final (cuando el peón se cae del caballo) que queda agresivamente irresuelto, como una herencia lejana de esa vaguedad narrativa de La aventura (1960, de Michelangelo Antonioni).

Hay otro aspecto narrativo intrigante: frente a la sensibilidad actual con respecto al abuso infantil, sorprende la inocencia con que la película aborda situaciones que, si bien por sí solas no tienen nada de malo, se prestan a sospechas. Los dueños de la granja asignan a la niña una habitación compartida con el peón (un veinteañero), surge una amistad entre ellos y a veces se acuestan en la misma cama para que él lea en voz alta fragmentos de su diario. En un momento, consciente del encantamiento de la niña por él, el peón le da un benevolente piquito en la boca para que ella conserve como recuerdo. El paseo en bote con el tío también entra en esa categoría (¿qué pasó luego?). La película no contiene indicios intrínsecos que activen el tema del abuso sexual, pero, en el contexto actual, la posibilidad brota sola, y es inusual que la película omita una definición más fuerte por el sí o por el no (quizá esa inocencia derive de la novela –que no leí–, que es de 1991).

La acumulación de datos anecdóticos, que parece casi improvisada, está manejada con la sabiduría y la inteligencia necesarias como para propiciar un denso entramado de metáforas, rimas e implicancias. Así, el campo fértil de la granja contrasta con el entorno árido del inicio (mar y roca volcánica negra). Esos mismos elementos pueden verse como etapas: el mar vinculado al origen, el campo fértil anunciando la inminente pubertad de la niña. El cuento que la niña hace al inicio (en el que se hunde en el mar y es estrangulada por las algas) se puede asociar con el posible ahogamiento del peón. La sorpresa de la niña frente al aborto que hizo la hija tiene su contrapartida en el sacrificio del ternero. La sangre del ternero que se salpica sobre la niña rubia se corresponde con la sangre sobre una flor amarilla. Los celos de la hija con respecto al collar resuenan amplificados luego en sus celos con respecto al peón. El mito del monstruo del lago que se metamorfosea en cisne puede representar a distintos personajes. La niña, que había dejado de ser “buena”, ahora quizá vuelva a serlo (el patito feo o monstruo crece y se convierte en cisne). También la hija, una bella muchacha (cisne), tiene su costado monstruo (quizá dejó morir al peón). El monstruo puede ser el desarrollo tecnológico, que amenaza la vida bucólica a la que los granjeros están apegados. El peón es una persona carismática (cisne), pero aun así, en forma impiadosa, mató (monstruo) al ternero. Si activamos, además, la posibilidad del abuso infantil, el peón-como-cisne se vincula con el mito de Leda. También podemos calmar nuestra voracidad interpretativa y, simplemente, dejar fluir esas imágenes y recuerdos, y disfrutar de su devaneante y a veces onírica belleza polisémica.

El cisne (Svanurinn). Dirigida por Ása Helga Hjörleifsdóttir. Islandia / Alemania / Estonia, 2017. Basada en novela de Guðbergur Bergsson. En Cinemateca.