Aunque en pintura la monocromía tenga precedentes lejanos, que llegan incluso a episodios esporádicos del siglo XIX, a partir de 1950 varios pintores retoman el desafío que significa abandonarse a una sola tinta, siguiendo, en intenciones, a las huellas dejadas por dos grandes rusos activos en plena época vanguardista: por un lado, Kasimir Malevich, que lo promueve con su Cuadrado blanco sobre blanco (1916), pensándolo como un punto de partida del arte que vendrá, y, por el otro, Alexander Rodchenko, que en 1921 presenta en la crucial muestra 5x5=25 tres cuadros, uno por cada primario, indicándolos como “el fin del arte”; o sea, un punto de llegada. Estas serán, entonces, las pruebas que artistas como Robert Rauschenbeg e Yves Klein, embebidos de absolutismo y misticismo, ensayarán en la segunda mitad del 900 siguiendo aquel derrotero. Quizá el caso de los cuadros negros (de 1962) de Ad Reinhardt ha sido el más llamativo y el que más revuelo causó (con su tentativo de borrar la mano del artista y producir algo pintado, en apariencia, mecánicamente, y por el carácter negativo del color elegido).
Ahora bien, este largo preámbulo se justifica para introducir un gesto de parecida radicalidad, aunque volcada a mostrar la misma mano en intrincados y, a su vez, milagrosamente discretos torbellinos que el pintor uruguayo Américo Spósito produjo en 1961 con su Tensiones y sauces: un mar pictórico negro donde perderse, debido también a su imponente tamaño. Eso bastaría para definir a Spósito como una figura capital de la no figuración rioplatense y una todavía por (re)descubrir. Pero hay más: fallecido en 2005, fue un artista inquieto, en constante diálogo con las ideas torresianas –fue alumno de Joaquín Torres García, pero tomó un camino formalmente lejano al del maestro–, que produjo casi exclusivamente cuadros abstractos (incluyendo más monocromos) con una virulencia, inquietud y precisión (mejor dicho, una cuidadosísima descuidada precisión) raras en el panorama nacional de la época.
Ahora el Museo Gurvich, de la mano del curador Manuel Neves, presenta una muy deseada monográfica que se focaliza en las últimas décadas de actividad del pintor, lo que se ansíe aun más otra exposición que se centre en el riquísimo período anterior, que incluye, por ejemplo, su participación en el Grupo 8, fundado en 1958 junto a Miguel Ángel Pareja, Lincoln Presno, Óscar García Reino, Carlos Páez Vilaró, Raúl Pavlovsky, Julio Verdié y Alfredo Testoni.
Verborragia inagotable y sorprendente
Se trata de pocas telas, en su mayoría de grandes y medianas dimensiones, divididas en dos períodos que corresponden a los pisos de la sala: en el primero, telas de 1982 a 1995; en el segundo, de 1990 a 2004. Un vistazo general no divisa diferencias dramáticas en los dos bloques y, pese a los cuatro períodos diferentes de su trayectoria que Neves bien identifica en el catálogo, la tónica efectivamente se mantiene. La obra de Spósito es, en efecto, sumamente repetitiva, autorreferencial, “especulativa” y metapictórica –que toda esta adjetivación se entienda, huelga decirlo, en términos positivos–. La teorización sobre su operar y sobre el arte en general (y sobre el individuo y su ubicación en el cosmos, con ecos metafísico-religiosos densos y no carentes de contradicciones, nutridos por su asociación a los Testigos de Jehová) ha acompañado su producción desde el principio: la verborragia inagotable y sorprendente del hombre Spósito, sobre la que varios testigos fabulan y que fue capturada en algunas entrevistas (en especial una conducida brillantemente por Alfredo Zitarrosa, en 1965), parecía ser su forma de reexaminar filosófica y continuamente lo que fue el jugo de su obra, la reducción de la realidad a signos y planos abstractos en los que priman ritmo y problemáticas mátericas, siempre trabajadas finamente: ver los espesores tímidos, pero esenciales, de las gruesas líneas que dividen –y conducen– los colores en las telas de los años 90.
La serie de los Ceibos (empezada 20 años antes), acá bien representada, por ejemplo, se sustenta en una suerte de matematización del mundo floreal –con su carga simbólica local, obviamente– que tiene raíces en el humus torresiano pero que también trata de superarlo (y un esquema hecho de círculos y líneas dibujado por Spósito en 1962, suerte de máximo sistema, ha sido reproducido justamente en la pared casi como si fuera la enigmática clave de des/cifración de su visión del mundo).
Tal vez una de las tantas declaraciones spositianas, “de lo real llegamos a lo abstracto y de lo abstracto nos paramos en lo posible”, extraída de la citada entrevista, pueda guiar a la hora de leer estas líneas gordas, rectas o curvas, que atraviesan –parte integrante de o elemento refractario a– fondos con cimbreantes campos de colores. Pero tampoco hay que someter, necesariamente, sus cuadros sincopados, con combinaciones tonales pasmosas (acentos colorísticos vivísimos, decía, muy diferentes de los predilectos por la tradición nacional, como, por ejemplo Tres tiempos de esquema), a su pensamiento evidentemente errático. Ya que funcionan a la perfección solos, en una línea que podría ir, por ejemplo, de Liubov Popova a Mark Rothko, pasando por Giuseppe Capogrossi, para luego condensarse y consensuarse en un estilo que lo vuelve inmediatamente reconocible y único en la abstracción uruguaya, estructurado sobre la tensión que generan los divergentes impulsos dogmáticos y analíticos de su búsqueda.
Finalmente, se debe mencionar otro aspecto de la incesante creatividad de Spósito: sus míticos libros intervenidos, mucho más comentados que vistos. En el Gurvich hay un tímido puñado de ejemplos (junto a un gran cuaderno), pero parece que trató así gran parte de su biblioteca: no sólo hizo febriles y tortuosos apuntes a volúmenes filosóficos, religiosos, artísticos, sino también verdaderas construcciones plásticas que alteran el material de origen, lo informan y deforman verbal y pictóricamente, con las tapas y las páginas reducidas a soportes de esquemas y oleajes de colores, que se pueden definir, sin problema, como uno de los puntos formalmente más altos de la producción de libros de artista en Uruguay.
Américo Spósito. Los poderes de la abstracción. Curador Manuel Neves, Museo Gurvich (Sarandí 524), hasta el 27 de julio.