Los barcos españoles no llegaban a Filipinas desde el Puerto de Palos, sino desde Acapulco. Ese dato histórico se comprende mejor cuando se acaban de mirar los dos primeros tercios de la película de ocho horas que asombró, por virtudes o por cansancio, al jurado del Festival de Cine de Berlín. Canción de cuna para un misterio triste (2016), de Lav Diaz, trata, a primera vista, sobre la revolución filipina que buscó independizarse de trescientos años de dominio español. En realidad, esa morosa joya en blanco y negro habla sobre mucho más que eso. Llamémosle la tragedia de un archipiélago que se sacudió a los borbones para caer bajo un siglo de influencia de Estados Unidos primero y bajo una larga dictadura después.
Con rostro de pirata malayo y larga cabellera de samurái sin rodete, Diaz, que no habla español, ha construido en ese eje una filmografía con más premios que difusión. En 2016 también recogió el León de Oro en el Festival de Venecia, en ese caso por La mujer que se va.
A las seis horas de Canción de cuna..., los personajes de las tres líneas argumentales que transcurren a lo ancho de la película –porque atravesar la selva es algo que no se hace a lo largo– confluyen en una fiesta campesina. La vestimenta, la música y la religiosidad popular que ahí se filman recuerdan el mestizaje mexicano que enriqueció lo español antes de que llegara a esas islas de Asia.
Es probable que Octavio Paz, que alguna vez escribió que no había entendido del todo a México antes de sumergirse en India, lo hubiese entendido mejor en este otro espejo. Más ahora, incluso. ¿O ese grupo de tres mujeres y un hombre que deambula treinta días y treinta noches por la selva buscando el cuerpo de Andrés Bonifacio no se parece a quienes buscan a los 43 estudiantes de Ayotzinapa o a las mujeres de Ciudad Juárez? ¿O ese terceto siniestro –un poco espías, un poco hechiceros– que los obliga a caminar en círculos no tiene algo de las fuerzas que, también en México, se interponen, con mil ardides, para que no se llegue a las fosas y los cuerpos?
A Lav Diaz puede que eso le importe o no le importe. Su objetivo parece ser poner en imágenes la deriva de su pueblo. Podría ser apenas un fin loable, de no ser porque, mientras lo hace, renueva el ritmo del lenguaje cinematográfico. “Yo filmo y, si en la sala de montaje la película tiene que durar cuarenta horas, que dure cuarenta horas”, dijo una vez. Y dijo otras cosas en otras entrevistas –por ejemplo, en la revista virtual criolla Film–, en las que defendió su postulado de un cine que podríamos llamar de megametraje. Sus películas se alquilan en plataformas como Mubi o se descargan por medios menos legales, y quizás algún día se vean en las nuevas salas de Cinemateca. Llegarían así al Plata los sonoros nombres mitológicos de Gregoria de Jesús (el personaje más potente de la película), José Rizal y Emilio Aguinaldo. Los primos filipinos de la lengua olvidada.