Si todos conocen la pasión de Andrea Camilleri por su tierra, la Sicilia, protagonista indiscutible de sus novelas, muy poca gente sabe, sobre todo en el exterior, que en el corazón del Maestro había un lugar especial para la Toscana, y en particular para Santa Fiora, una aldea antigua en medio de los Apeninos centrales. Allí el escritor tenía una casa y solía pasar sus vacaciones. Nunca estuve en Santa Fiora, pero me han contado de un pueblo medieval sumergido en rituales cotidianos y antiguos, perdido en la sombra de las montañas. Las leyendas de acá cuentan que Camilleri escribía de Salvo Montalbano y de su Sicilia en medio de todos aquellos árboles, circundado por un paisaje verde y fresco, tranquilo y resuelto. Escribía de una tierra seca y calcinada, compleja y lineal en sus normas ancestrales, íntimamente conectada a un dramatismo natural, casi ontológico. Un lugar donde la luz deslumbrante del sol, el azul límpido del mar, el amarillo de los campos quemados y la luminosidad ebúrnea de las ciudades se resolvían en el blanco y negro de los sentimientos más primitivos y atávicos.
Cuesta, entonces, imaginar el torbellino de sentimientos conflictivos que cruzó al Maestro, perdido entre un amor quieto y asentado por el silencio de los verdes valles toscanos, con la tímida y amigable calidez de sus habitantes –que conoció primero por un poema de Montale, titulado “Notizie dell’Amiata”, y luego “personalmente en persona” cuando, invitado por un amigo, se dejó encantar por el dulce paisaje–, y la ferocidad de los colores y sentimientos primarios de su patria siciliana.
Una Sicilia, la de Camilleri –y de su más conocido héroe, Salvo Montalbano–, esculpida en una tela impresionista, alejada de los excesos de la contemporaneidad y mirada desde lejos a través de recuerdos y sentimientos de la juventud. Una Sicilia al mismo tiempo moderna y despiadada, lenta y brutal, donde se cruzan las rutas clandestinas del crimen, del narcotráfico y del tráfico de personas, del entrecruzamiento viscoso de la mafia y la política. Como sucede a menudo, el intelectual Camilleri –como adivinó, hace ya 20 años, cuando el debut de Montalbano– había identificado lo que se convertiría en los hilos predominantes de la Italia del futuro. Y los pintó con la lucidez de un cirujano que no logra ocultar la esperanza de desactivarlos mostrando sus efectos de antemano.
Los libros de la serie Montalbano, y la ficción resultante, mostraban, antes de los noticieros, la desesperación de la migración clandestina, el tráfico de seres humanos, la deconstrucción del mundo del trabajo, la mano de obra al servicio de la mafia, las responsabilidades y explotación de la política.
El comisario Salvo Montalbano, en este mecanismo, funcionó como un dispositivo de alerta que indicaba, de vez en cuando, las contradicciones y paradojas del poder y sus efectos en los pobres.
Maravilla que el amor que la mayor parte de Italia ha otorgado a este comisario suburbano, muy humano y culto, que no tolera la burocracia, odia los compromisos políticos e incluso las hipocresías de todo tipo, no haya funcionado como un antídoto contra la deriva de la banalidad y de la deshumanización que estamos experimentando. Sigue siendo un misterio por qué, en cierto momento, los italianos decidieron derogar la complejidad, un rasgo típico de las investigaciones del siciliano y de los libros de Camilleri, para casarse con el consentimiento fácil; por qué la humanidad de Montalbano, a veces ostentada incluso a costa de la sabiduría, se ha convertido en resentimiento y enojo contra los más débiles; por qué los italianos ya no saben reconocerse en lo que es más amado de este policía: la capacidad de indignarse por la injusticia, el desdén por la violencia gratuita.
Al final, el ciego Camilleri, quien dijo que veía mejor desde que la oscuridad lo había envuelto, dejó este país con la preocupación íntima, que había expresado en una entrevista reciente, por el clima político y cultural que reina en este momento en Italia, en su opinión no tan diferente del que caracterizó el período en que el régimen fascista aprobó las leyes raciales. Una de sus últimas declaraciones ha circulado mucho en estos días de luto: “No quiero morir mal, no quiero ser pesimista, quiero morir con la esperanza de que mis hijos, mis nietos, mis bisnietos vivan en un mundo de paz… Necesitamos gente joven para rebelarse... No me decepcionen”. Es reconfortante pensar que algo de él pueda deslizarse sobre Scicli, una pequeña ciudad en el área de Ragusa, donde se han filmado muchos episodios de la exitosa serie de Montalbano. Allí hay una antigua farmacia que era el set de la película de esa serie. Los turistas pueden visitarla por unos pocos euros y encontrar a una joven siria, de sólo 17 años, que huyó de su país en Líbano y desde allí llegó a Italia: Fátima es voluntaria en la asociación cultural que administra el pequeño museo, y es una expresión viva de un Mediterráneo que trae vida, no sólo muerte.