En el living más famoso de la televisión, la familia Simpson está sentada viendo una epopeya bíblica clase B en la que Dios le da indicaciones a Noé para armar su arca, y cuando no lo entiende, el todopoderoso se pone furioso y tira rayos. “De pelos, viejo. Dios no se anda con cuentos”, dice Bart, frente al televisor, impresionado. “Sí, es el mejor personaje de ficción”, le contesta Homero, que como se quedó hasta las tantas, al otro día siente pereza de ir a trabajar. “No puedo ir hoy, señor Smithers, tengo viruela”, se le escucha decir en el teléfono, cómodamente sentado en su sillón. No le creen. “Pues en mi casa no la erradicaron”, retruca Homero, enojado.

Más adelante, el señor Simpson, típico de él, pone una oficina casera para un nuevo negocio de internet, aunque no sabe ni lo que es, pero tiene suerte y el mismísimo Bill Gates le cae a su hogar, porque como el capo de Microsoft no tiene idea de lo que hace esta novel empresa (bautizada Compu Mundo Híper Mega Red), en vez de arriesgarse a competir, decide comprarla. “He triunfado, Marge, dejé mi vida y mi sangre en este negocio y al fin ha rendido sus frutos. Somos ricos, más ricos que los de doblaje”, le dice Homero a su esposa. Acto seguido, los muchachos de Bill Gates le rompen toda la “oficina”. “No me hice rico firmando cheques”, le dice el millonario, mientras ríe diabólicamente. En paralelo, Bart, su hermana Lisa y los demás niños de la escuela hacen de las suyas en una isla en la que quedaron abandonados cuando se desvió el ómnibus en el que viajaban –una trama similar a la de la novela El señor de las moscas, del británico William Golding–, gracias a una toronja que tiró Milhouse que atascó el freno (“¡ahí va la toronja!”, gritó el botija de pelo azul y lentes).

Dardos dirigidos a cualquier cosa que se mueva –sea Dios o Bill Gates–, referencias culturales –en forma de parodia–, humor absurdo –cuando no es negro–, toneladas de ironía, acidez y desfachatez, metachistes, y a veces, cuando hace falta y en su dosis justa, también ternura y moralejas. Basta con repasar tan sólo un capítulo clásico de Los Simpson para que nos explote en la cara por qué es la mejor serie de humor jamás hecha –animada, no animada, la forma da lo mismo–. La excusa son los 30 años de la emisión del primer capítulo, que se cumplieron en diciembre de 2019. Agarrar un capítulo al azar –en este caso, “El autobús de la muerte” (1998), de la novena temporada o cualquier otro del núcleo duro de la serie (los primeros 12 años, aproximadamente)– sirvió para hacer una biopsia y recordar las principales características que hicieron de Los Simpson, la creación de Matt Groening, una serie sui generis, infinitamente popular y graciosa.

Uno de los nuestros

¿Por qué nos atrae tanto la serie? Porque, antes que nada, su protagonista principal es un miserable. Es el “hombre mediocre” del que hablaba José Ingenieros en su famoso libro. En definitiva, Homero Simpson somos cada uno de nosotros. Porque en ese cuadro de estereotipos inflados todos podemos reconocernos –para bien o casi siempre para mal– en algunos trazos –al igual que sucede con George Costanza de Seinfeld–. ¿Quién no se puso alguna vez tan estúpido, prejuicioso, egoísta, molesto, tacaño o borracho como Homero? Sí, también podemos ser tan vegetarianos, intelectuales, empáticos, idealistas y moralistas como Lisa, pero eso lo acepta cualquiera...

La cultura estadounidense, la misma que tiene como ícono a Superman, el superhombre de masas al que sólo lo debilita un material raro y verde de por allá lejos, también parió a Homero, el antihéroe, que es un dibujo animado pero en realidad es humano, demasiado humano. Por medio de él, gracias a una troupe de guionistas geniales, nos pintaron a nosotros y al mundo, pero sobre todo a la bipolar cultura yanqui, tan brillante para muchas cosas y tan nefasta para otras tantas. Por ejemplo, siempre que a algún loquito se le da por disparar a placer en algún lugar público de Estados Unidos, cabe recordar el capítulo “Una familia peligrosa” –también de la novena temporada–, en el que Homero compra un arma para proteger a su familia, y que a esta altura se debería analizar en las facultades –todas–.

Nuestro amado protagonista, ansioso, quiere llevarse su arma ya, pero el vendedor le advierte que la ley exige un período de espera de cinco días para hacer una investigación sobre el comprador. “¿Cinco días? ¡Pero si estoy enojado hoy! ¡Si tuviera mi pistola lo mataría!”, le contesta Homero. Entonces, sentado en el jardín, con una banda de balas adornando su cuerpo, se pregunta cómo va a aguantar cinco días sin dispararle a algo. Mientras suena “The Waiting”, del gran Tom Petty, Homero ve desfilar frente a su casa una irresistible lista de blancos, en una pieza magistral de humor absurdo: una fila de patos para un lado, otra de conejos para el otro, sus cuñadas, Patty y Selma, en una bicicleta doble, y Ned Flanders, su pacato vecino, que lo saluda desde un tractor. Cuando por fin termina la espera, ya en la armería, el vendedor le advierte que, según la investigación, “estuvo en una clínica psiquiátrica”, tuvo “frecuentes problemas con el alcohol y golpeó al presidente Bush (padre)”. Concluye que es un “sujeto peligroso”, por lo tanto, “no puede tener más de tres armas”.

En su mejor época, la serie se metía con lo que no se podía meter cuando no lo hacía nadie en horario central –la Comisión Federal de Comunicaciones de Estados Unidos supo recibir muchas quejas al respecto–, y esparció un abanico de personajes secundarios que fue regado sin ningún problema en el terreno de los estereotipos más prejuiciosos habidos y por haber, el caldo de cultivo ideal para el humor más políticamente incorrecto: el jefe de policía gordo, incompetente y corrupto, el alcalde chanta y putañero, el payaso televisivo que es un canalla con los niños, la vieja loca de los gatos, la pareja de palurdos con 500 hijos, el director de escuela demasiado recto que tiene un Edipo no resuelto y vive con su madre, el dueño de la planta nuclear que es un cerdo capitalista con cero interés por el bienestar de sus trabajadores, el gordo nerd, el tano mafioso y un largo –y amarillo– etcétera. A esta altura, no es necesario mencionar los nombres de todos estos personajes. ¿Verdad?

“Me quiero volver chango”

Más allá de los dardos hacia la cultura propia o ajena, la ironía y el gran abanico de personajes y situaciones, hay algo extraordinario de Los Simpson que nos atañe sólo a nosotros –los latinoamericanos–: es la única serie angloparlante que no sólo se puede disfrutar por igual doblada al español –o incluso más– sino que además le dio un abordaje diferente, más personalizado, logrando que por estas tierras a la mayoría nos resulte raro verla en su idioma original. La voz de Homero va a ser siempre la del genial actor de doblaje mexicano Humberto Vélez, y esto se debe, en parte, a que con su gola dotó al personaje de una mezcla de colores –tonto, borracho, libidinoso y descontrolado, según explicó en infinitas entrevistas– que no la encontramos ni por asomo en la voz original, a cargo de Dan Castellaneta, que es más apagada, más fría y menos graciosa.

Se podría pensar que el éxito del doblaje latino se debe, obviamente, a que es más “fácil” darle voz a un personaje animado que doblar a un actor real, que ya viene con su gola incluida, pero cuando a partir de la temporada 16 (2004-2005), luego de un problema con el staff regular de doblaje, se cambió a todo el equipo, la falta de la voz de Vélez se notó más de lo que cualquiera podría haber imaginado. Para peor, el nuevo actor trata de imitar el timbre y las inflexiones de su antecesor, por eso es inevitable compararlo. Pasaron 15 años y todavía sigue siendo un poco irritante escuchar al nuevo Homero –que ya es tan viejo como el anterior–.

Además, la pata fundamental para que el doblaje latino tenga ese qué sé yo fue que Vélez se tomó la libertad de no traducir literalmente expresiones coloquiales anglosajonas que no tendrían mucho sentido y perderían ritmo pasadas al español. Fue así que sirviéndose del lunfardo mexicano nos llegaron muchas frases y latiguillos que hoy asociamos de forma directa a la serie de la familia amarilla, aunque no se asomen ni de cerca a las expresiones originales.

Hay un interesante video en Youtube llamado “Why ‘The Simpsons’ is Funnier in Spanish” (“Por qué Los Simpson es más gracioso en español) en el que Vélez pone un ejemplo muy ilustrativo. En el último capítulo de la séptima temporada, “Yo amo a Lisa”, unos niños agarran la camioneta de la familia protagonista y la llenan de conchas y demás elementos marinos, en homenaje a Lisa. Cuando Homero lo ve, en la versión original grita “sweet merciful crap!”, que sería algo así como “dulce basura misericordiosa”; pero a Vélez se le ocurrió convertirla en una frase sin sentido que decía un amigo suyo: “¡Me quiero volver chango!” (por las dudas: coloquialmente, en México “chango” significa “mono”). Así se fueron sumando otras como “anda la osa” o “matanga dijo la changa”.

¿Hasta cuándo?

Como quien no quiere la cosa, lo que arrancó en aquel lejano diciembre de 1989 como una tímida serie hoy sigue en el ruedo: va por la temporada 31, con otra más ya asegurada, que la llevará a completar 700 capítulos, reforzando su récord como la serie más longeva de la historia. Y esto es un problema, porque como sigue ahí, no nos permite tomar la prudente distancia para redimensionar con certeza su impacto, legado e influencia. La obvia baja en su calidad es algo que ya nadie se anima a discutir. Lo único que está en debate es cuándo debió haber terminado: quizás en la temporada 15 o en la 20, ya que por allí todavía se pudo ver algún chispazo del viejo motor creativo.

En las últimas temporadas algunas historias dieron vuelta la maquinita de lo absurdo y pasaron a ser surrealistas. El humor se volvió más burdo, de chistes físicos y visuales –gags– y no tanto de punch lines. En el plano de las referencias culturales, lo que antes eran insinuaciones y guiños –como determinado plano o atmósfera que invoca a una escena particular de La naranja mecánica, por ejemplo, en “La promesa”, de 1993– se transformaron en un encare completo con revolcada incluida –como la parodia de varias escenas, con idéntica música, de esa legendaria película de Stanley Kubrick, en el capítulo “La Casita del Horror XXV”, de 2014–. También se empezó a abusar con las estrellas invitadas –el cantante famoso de turno o lo que sea– y todo esto bajo un gran proceso de lo que hace tiempo se conoce como “flanderización”, en el que los aspectos más estereotipados de un personaje pasan a dominar todos sus actos –Homero dejó de ser un mediocre para llegar al nivel de una lobotomía frontal–.

Pero este declive sólo fue posible porque la serie estuvo por allá arriba. Al repasar aquellos ya legendarios capítulos viejos, como “La ciudad de Nueva York contra Homero”, “Marge contra el monorriel”, “Sólo se muda dos veces”, “Homero hereje” o el que ustedes se les venga a la mente en este momento, se sigue disfrutando como el primer día y hasta nos podemos sorprender al repasar la cantidad de buenos chistes que hay en pocos minutos. Además, Los Simpson brinda, como pocas series, un goce intelectual, gracias a su profusa intertextualidad en forma de referencias culturales: cuanto más música y cine consumimos, más nos deleitamos con los clásicos capítulos. Puede que Homero sea un mediocre, pero los que le dieron vida, para nada.

¡Uruguay, nomás!

Así como se ha metido con personas, la serie también supo caerle a países enteros. Aunque el nuestro se salvó bastante porque es una aguja en el desierto, quizás la mención más famosa sea aquella en la que Homero lee “you are gay” en vez de Uruguay –se pierde en el doblaje–. Pero la referencia más contundente está en el capítulo “Miedo a volar” (1994), en el que Marge se niega a subirse a un avión: Homero le alquila películas de tragedias aéreas para que se le vaya el miedo. Su esposa está frente al televisor mirando ¡Viven!, atónita. Se escuchan ominosos ruidos de masticación. “Pásame otra pierna de copiloto”, dice un personaje.