Que sea justo Bong Joon-ho (y no Kim Ki-kuk, o Lee Chang-dong, o Park Chang-wook o Kim Ji-Woon) el primer director de Corea del Sur en tener una obra nominada a mejor película en los premios de la Academia –seis nominaciones que la alejan del mero nicho “mejor película de habla no inglesa”– no se debe a una diferencia de calidad entre los nombrados, sino, más bien, a que Joon-ho fue el que mejor fagocitó el lenguaje cinematográfico estadounidense. En muchos medios, al hablar de este hito impensado, se lo describió como “el Steven Spielberg coreano”, y si bien el concepto tiene una larga tradición anclada en una vaguedad rampante (allá por los 90, cualquier artista no estadounidense al que se calificara del mejor en su rama era considerado el Spielberg de su país), la idea acierta pese al error, porque en el lenguaje cinematográfico de Joon-ho hay algo notoriamente spielbergiano, ya sea en la manera de presentar a sus personajes o en el uso de algunos travellings, juegos de edición y dosificación del suspense, pero, sobre todo, en cierta tendencia a llenar a sus películas de un aire por momentos cándido, propio del cine de aventuras.
Este último punto es quizás el que imprime un giro al tono de muchos de sus films. A primera vista, The Host (2006) podría ser entendida simplemente como una versión coreana del subgénero de kaijūs (esos monstruos gigantes que arrasan ciudades, a lo Godzilla), pero al adentrarnos más en su narración, personajes, estilo y tono, nos damos cuenta de que es más bien una historia de aventuras protagonizada por una familia, en la que cada uno tiene un poder –y defecto– específico. Esta idea de escuadrón configurado de cero para abordar una misión compleja –en la mejor tradición de series insignes de los 70 y 80, como Misión imposible y Los magníficos– puebla películas como Okja (2017), Snowpiercer (2013), Mother (2009) y, en menor medida, Memories of Murder (2003).
De manera casi idéntica, Parasite es por momentos más una película de escuadrones hiperespecializados que un comentario sombrío sobre la lucha de clases en Corea.
El film se centra en una familia del lumpenproletariado coreano que, por un golpe de suerte, accede a que el hijo mayor haga una suplencia como profesor particular de la hija de una familia acaudalada. Ni bien es aceptado, el flamante profesor encuentra oportunidad para sugerir a su hermana como tutora artístico-terapéutica del hijo menor del matrimonio. Para eso, así como su hermana lo ayudó a falsificar su escolaridad para poder ejercer de profesor, él la presentará como una experta egresada de la facultad de Illinois, y enseguida sus falsos currículums y cierto ingenio inherente de ambos (que ocultan su lazo sanguíneo a los ojos de los ricos) terminan por habilitar su ingreso al círculo familiar. Empieza así un proceso en el que cada uno de los integrantes de la familia pobre va, mediante argucias, suplantando al antiguo personal y ganándose la confianza de sus nuevos empleadores.
En esta primera mitad la idea de “parásito” parece bastante clara: la familia pobre se instala en una región cuasi intestina de la familia rica y, como si fuera una tenia, larga sus ventosas y se alimenta de lo que ellos dejan, con lo que gana más y más espacio. La familia pobre encarna en esta parte, sin muchas vueltas, la pesadilla burguesa sobre el riesgo de introducir a alguien nuevo a una casa. Sin embargo, en la segunda mitad el film da un giro que nos lleva a replantearnos quién es, en definitiva, el parásito de quién.
Para lograrlo, el director se vale no sólo de los diálogos y las situaciones explicadas, sino de un complejo diseño de producción por el que toda la acción se articula a partir de un arriba y un abajo (a diferencia de Snowpiercer, de 2014, en donde el desafío era representar el avance y la lucha de clases en un plano horizontal, conforme al avance de los vagones de un interminable tren), en el que no sólo se oponen la casa rica en las alturas y la existencia parasitaria en el sótano, sino que la familia rica nunca llega a ver lo que tiene debajo, incluso cuando tienen sexo y los infiltrados están, literalmente, debajo de su sillón.
Más allá de estos logros formales, la relación de fuerzas interclase (y dentro de la misma clase, donde el conflicto es tanto o más sangriento) parece, en Parásitos, bastante lejana a la sutileza e hipercomplejidad que algunos críticos le han adjudicado. Más bien es al contrario: a menudo, Parásitos está más cerca de un grand guignol sociológico. Podríamos encontrar películas más profundas en eso de mostrar el juego de cambio de posiciones de poder (El sirviente, de Joseph Losey, 1963), otras más ambiguas (Los dueños, de Ezequiel Radusky y Agustín Toscano, 2013), otras más fundacionales (Viridiana, de Luis Buñuel, 1961), otras más sistemáticas (Teorema, de Pier Paolo Pasolini, 1968), otras más misántropas (Manderlay, de Lars von Trier, 2005) e incluso una referencia surcoreana que parecería ser el antecedente más claro: La sirvienta, de Kim Ki-young (1960). Hasta podríamos, siguiendo esta línea de películas de miedo al súcubo pobre, citar a Scorned (Andrew Stevens, 1993), clásico de erotismo terraja estelarizado por la rubia Shannon Tweed, que supo ser figurita repetida de la programación de Casino Montecarlo.
Es decir, hay películas de usurpación social para rato, y Parásitos no es un ejemplo más fino ni más complejo que ninguno de los títulos citados (bueno, salvo Scorned). Sin embargo, detenerse en esta crítica es no entender el cine de Joon-ho y, peor aun, no entender el cine coreano en general. Una parte importante del encanto del estilo coreano (obviamente, hablamos de los ejemplos más paradigmáticos; la filmografía de un director como Hong Sang-soo no entraría en este criterio) funciona por acumulación, por un compendio de tonos, picos imprevisibles en la escaleta emocional, vueltas de tuerca e incluso cambios de género dentro de un mismo film. Incluso en auténticos dramas todo se presenta en forma masiva, y aquello que en la cartelería mainstream puede ser visto como una inconsistencia, en la coreana se convierte en una marca de vitalidad.
En Parásitos hay un latiguillo gracioso que el hijo mayor repite cuando no sabe cómo expresar algo que lo impacta: “Todo esto es tan metafórico”. Así, si en la mayoría del cine la metáfora es la sombra que dibuja en el agua un tiburón que acompaña desde cierta distancia nuestro nado, en el cine coreano la metáfora es el propio tiburón, que pega un salto mortal, se nos viene encima y nos obliga a elegir entre ser devorados y subirnos a su lomo y domarlo. Todas las metáforas en las obras de Kim Ki-duk, Lee Chang-dong y Park Chan-wook juegan a ese nivel: en vez de presentarse como el tesoro a descubrir al final del camino, llevan sus premisas al límite de lo paroxístico hasta revelarse en toda su ferocidad, y no queda otra que enfrentarlas.
Parásitos es todo esto, y quizás su mejor defensa sea destacar no a dónde termina por llevarnos, sino lo divertidísimo que fue todo el trayecto mientras mantuvimos el equilibrio con una mano victoriosa en alto y la otra bien aferrada a la aleta del tiburón.
Parásitos. De Bong Joon-ho. Corea del Sur, 2019. En varias salas.