Melena en general clara, ordenada, ojos negros cuyas pupilas apuntan, esquivas, ligeramente arriba de la hipotética mirada del espectador, manos cruzadas (o que apenas se rozan) con un brazo más alto que el otro. A menudo frontales, más raramente de perfil, en contadas poses. En una palabra, hieratismo, pero siempre un poco hastiadas: así aparecen casi todas las niñas –o, mejor dicho, la Niña– que se multiplican en un sinnúmero de cuadros de Javiel Raúl Cabrera en Entre el olvido y la leyenda, exposición que Pablo Thiago Rocca curó para el Museo Nacional de Artes Visuales (MNAV). Cabrerita, apodo con el que comúnmente se lo llamaba y se lo llama –nacido en 1919 y protagonista de una vida por cierto difícil y que invadió por completo, en ímpetus románticos, varios de los discursos, críticos y no, sobre su figura (sobre todo sus internaciones por enfermedad mental)–, ha sido considerado uno de estos pintores obsesionados por un solo sujeto, la nena rubia, aunque –y esta muestra ayuda y mucho a corregir el dato– a lo largo de más de cuatro décadas de trabajo aparecen en su universo otros temas. Sin embargo, es innegable esta presencia constante en sus hazañas pictóricas, lo cual lleva a pensar en búsquedas metafísicas, o metafísicamente cargadas, de una condición ideal: aquí la tentación de atribuirle el carácter de un anhelado estado virginal (creativo y, en definitiva, vital) es fuerte, sobre todo si se piensa que era uno de los objetivos de la (un poco confusa) filosofía del compañero de ruta del arranque artístico del pintor, y su gran amigo a lo largo de la vida, el poeta José Parrilla, fundador del “esterismo”, con quien incluso pasó una temporada en Europa en los 80, luego de tres décadas de internación. Parrilla, recuerda Rocca, en sus escritos habla de una párvula que representaría “el eterno femenino que, en cuanto arquetipo de puridad, cristalizaría una conexión con lo Absoluto” (y efectivamente es bien espeso el aire esotérico que se respira en varios trabajos cabrerianos). Asombra, a la vez, cómo esta figura un poco enigmática atravesó intacta las varias fases, cinco según el curador, que marcan la larga trayectoria de Cabrera, vale decir en momentos aurorales de su labor artística, durante tiempos terribles (la infinita estadía en la Colonia Etchepare, donde fue sometido a electroshocks y otras durezas) y en otros por cierto más serenos (luego de que fuera a vivir con una familia de Santa Lucía, ya alejado del hospital psiquiátrico, en tranquilidad). Así, y la insistencia se propaga a lo largo de las paredes del museo con un ritmo bastante vertiginoso, tal vez no sería erróneo buscar en tensiones eróticas sublimadas (puramente intelectuales) semejante reiteración: lo más revelador podría ser una acuarela sin título de los 40 en la que aparecen varias figuras femeninas, dos de pecho desnudo, con una que parece domar una serpiente gigantesca. Ningún Balthus oriental, quede claro (las niñas, contrariamente a las del polaco-francés, nunca hacen nada realmente perturbador), pero quizá una posibilidad interpretativa (y tal vez en sentido estrictamente freudiano: deserotizar el sujeto –impasible, los ojos en el vacío– para volver el deseo socialmente aceptable).
Queda claro que es cada vez más difícil pensar en este artista como un naíf, algo que se hizo: sus cuadros, además del ascendiente de Torres García –sobre el que justamente el curador insiste–, trasudan influencias más o menos cultas, entre ellas toques de arte oriental, pizcas de art nouveau, moléculas medievales (entre los vitrales de Chartres y Simone Martini), ecos del planismo –ver el Retrato de Carlos Maggi de 1940– y un probable etcétera. El dominio de la técnica, también, tanto por lo que concierne a la línea como al color, es magistral, y los registros son diversos y siempre atrapantes: telarañas de imágenes diminutas elaboradas con pericia imperiosa codo a codo con rostros expresionistas o simplificaciones tajantes; croquis geometrizantes en paralelo a retratos de líneas sedosas y sinuosas. Si es cierto que hay rastros de constructivismos en algún pliegue cabreriano, las piezas dan cuenta de un artista con una voz absolutamente única en la plástica uruguaya –para alguien torresgarcianamente ortodoxo, aun dentro de su idiosincrasia, basta entrar en la sala contigua y ver Homenaje a Julio Alpuy–, dueño de alumbrantes soluciones formales y composiciones programáticamente misteriosas (y, en efecto, entre las cosas menores se pueden contar algunas escenas religiosas, encorsetadas por el tema “dado”).
La muestra presenta un vistoso desequilibrio: buena parte de lo expuesto pertenece a los años 40, prolíficos y sin duda de los más estimulantes visualmente. Pero lo que puede parecer una debilidad (por si se quisiera un equitativo panorama del artista) tiene, creo, una razón concreta: la exhibición funciona como una especie de “segunda parte” de Donación Raúl Javiel Cabrera Cabrerita, exhibida en el mismo lugar en marzo de 2018, siempre bajo el cuidado de Rocca. En aquel momento se expuso la ingente donación de piezas de Cabrera que Fernande Dalézio, viuda de Parrilla, hizo al MNAV –hasta aquel momento muy deficitario, a nivel de acervo, con respecto a este artista–, en la que la distribución temporal fue más ecuánime. De todas formas, Entre el olvido y la leyenda abunda en material poco (o nunca) visto y muy valioso, cuya proveniencia se divide equitativamente entre colecciones privadas e instituciones públicas: cartas, programas, afiches, libros, además de obras de su fase inicial, de estudios y bocetos, algún óleo (Cabrerita fue esencialmente acuarelista) y, como cereza, cuatro asombrosos autorretratos (cronológica y estilísticamente muy distantes uno del otro, y sin embargo los cuatro muy “cabrerianos”). Sin ninguna duda los contornos de Cabrerita se hacen más definidos –reiterando e incluso aumentando la centralidad de este artista en el panorama nacional– una vez atravesada la exposición.
Javiel Raúl Cabrera. Entre el olvido y la leyenda. Curador: Pablo Thiago Rocca. Museo Nacional de Artes Visuales (Tomás Giribaldi 2283). Hasta el 2 de febrero.