Como buena parte de los habitantes de esta región del mundo, Mafalda estuvo entre mis primeras lecturas. Tuve la suerte de crecer en una casa con una amplia variedad de libros, pero además mis abuelos tenían un quiosco de diarios y revistas, lo que incrementaba exponencialmente mi acceso a la lectura. Mis libros de Mafalda coexistían con las aventuras de Astérix el galo y con una diversa gama de superhéroes. Pero sin entender muy bien por qué, al menos en aquellos años, Mafalda fue siempre especial para mí.

Releerla de adulto es una experiencia interesante. Por un lado, me sorprendí al descubrir que la tira era aún mejor de lo que recordaba, tanto en el dibujo como en la efectividad del humor. Pero por otro, comencé a preguntarme cómo un niño que aún no entendía conceptos como la burocracia, las ideologías o el capitalismo (pese a la paciencia infinita de mis padres, que se esforzaban por explicármelos) la encontraba tan atractiva.

Probablemente no exista una única causa: los personajes carismáticos y memorables me hacían volver una y otra vez a leer esas páginas, y también el dibujo de trazo simple y preciso. Pero lo que me fascinaba de Mafalda era lo cercano de su universo. Las baldosas que dibujaba Quino eran iguales a las de Montevideo. Sus niños iban a la escuela usando una túnica como la mía. El parquet de su apartamento era igual al de mi casa, y el papá de Mafalda manejaba un Citroën como los que me cruzaba por la calle. Su mundo se veía como el que yo habitaba. No hay galos ni superhéroes que puedan competir con eso.

Cuando fui creciendo descubrí la otra faceta de Quino, la del humorista gráfico de sus trabajos más allá de Mafalda, en los que agudiza su crítica social y comienza a aflorar una visión más oscura y pesimista del mundo. Con una lucidez única, Quino utiliza el humor para reflexionar sobre la religión, las injusticias del mundo capitalista, el desamor, la soledad y la muerte. Él declaró en más de una ocasión que sentía que estos trabajos lo representaban mucho mejor que las tiras de Mafalda. Si bien yo no creo que haya una dicotomía entre estas dos vertientes de su obra, tiendo a coincidir con él.

Quino siguió dibujando sus páginas de humor gráfico hasta 2007, cuando decidió retirarse. En los últimos años, su salud comenzó un lento deterioro, y finalmente falleció el 30 de setiembre. Como era de suponer, la noticia de su muerte desató una andanada de homenajes y recordatorios a escala planetaria; jefes de Estado, personalidades de la cultura, y en especial sus colegas dibujantes le rindieron tributo con textos, semblanzas e ilustraciones.

Pero quizás el homenaje más conmovedor fue el de sus lectores, que espontáneamente empezaron a subir a las redes sociales sus historietas y dibujos favoritos.

Mientras veía esos cientos y cientos de dibujos compartidos por gente de todo el mundo, comencé a pensar en una bellísima ceremonia fúnebre japonesa llamada tōrō nagashi, en la que se les rinde tributo a los difuntos depositando en el río linternas flotantes de papel con una vela encendida en su interior. Según la creencia, las linternas guían a los espíritus de los fallecidos hacia el más allá. Como si se tratase de una versión virtual de esta ceremonia, los lectores de Quino enviaron al ciberespacio sus dibujos para acompañarlo en su partida, en el mejor homenaje que puede hacérsele a un dibujante: el disfrute de su obra con sonrisas y emoción.