Por su virtud o maldición de querer ser un montón de películas a la vez, Muere, monstruo, muere tiene elementos de sobra para ser la mejor y la peor película argentina del último lustro. A algunos intelectuales y formalistas les resultará demasiado cine clase B, y a los puristas del género, una basura pretenciosa. De una forma u otra, la película de Alejandro Fadel tiene la virtud de no generar opiniones o sentimientos a medias, jugarse el todo por el todo y colocar lo cinematográfico por encima de lo narrativo.

Esta noción de “lo cinematográfico” por encima de lo textual se puede explicar por lo fútil que resulta una sinopsis para demostrar por qué Muere, monstruo, muere es una obra tan particular. En su descripción argumental no difiere de cualquier película de monstruos: unos policías rurales investigan una serie de femicidios que los conducen a la presencia de un extraño ser que ahorca y decapita a sus víctimas con larguísimos apéndices.

Basta con mencionar algunos de estos detalles para que los exégetas entrenados pongan a funcionar a toda máquina el dispositivo interpretativo más evidente: primero pensamos en las víctimas (todas mujeres); después nos detenemos en el monstruo, con los tentáculos evidentemente fálicos como su característica más saliente; al final viramos hacia el lugar de los hombres en el film: más que meros supervivientes, son voceros poseídos por los móviles de esta monstruosidad. Es ahí que esta adición de elementos preliminar nos ofrece en bandeja la idea de que la monstruosidad que habla a través de los hombres no es otra que la violencia machista.

Es muy tentador ceder a esa maquinaria; en los últimos años este tipo de hermenéutica se ha convertido en una especie de “dónde está Wally” en la que el patriarcado se esconde entre la multitud con sus lentes y su buzo a rayas. Sin embargo, muchos elementos del film derriban la unilateralidad de esta teoría y posiblemente la de cualquier otra que intente reducir el tema a uno solo.

El terror de la completud

Desde esta línea, a primera vista sorprende la elección del monstruo: cuando ya estábamos cómodos en la dimensión metafórica del patriarcado que nos brindaban los falos reptantes, la entidad asesina se presenta en todo su esplendor (si usted es muy quisquilloso sobre los spoilers, quizás este es el momento de abandonar esta lectura) y nos encontramos con una presencia que combina estos apéndices con una boca que se asemeja a una especie de vagina dentata. Así, el monstruo fusiona elementos típicamente femeninos con masculinos y, de golpe, la tranquilidad teórica que manejábamos se derrumba.

En primera instancia parece una incongruencia, un error de cast de monstruo, pero cuando volvemos sobre ella nos damos cuenta de que abre un espacio semántico que de otra manera sería demasiado obvio y específico, y de que también alberga un significado que guarda relación con algunos de los temas que se manejan en la película. Porque quizás el principal tema del film no sea la masculinidad, sino la completud, el anhelo totalizador que, lejos de revelarse como una sensación de armonía oceánica, muestra su costado más terrorífico.

En una de las múltiples charlas que entabla el policía Cruz con su superior (todas estas conversaciones son tan inverosímiles como fascinantes), el señor le cuenta sobre una mujer que fue el amor de su vida, y cuando se refiere a ella dice: “Con ella no era yo, con ella yo era ella”. Cruz, un tipo que más allá de su gordura y su rostro parco e inexpresivo presenta algunas peculiaridades que lo diferencian de un hombre común, entre ellas un insomnio crónico, extrañas habilidades de baile, una voz tan grave que se siente más con el estómago que con los oídos, y una peculiar obsesión con imágenes simétricas que no deja de dibujar en su libreta. Si pensamos que toda simetría guarda en su interior el anhelo de una imagen que se continúa en la otra y de cierto modo la cierra, esta idea de completud se continúa en la escena en que Cruz baila frente al espejo de una habitación de hotel, con su amante detrás, imitando sus movimientos como si fuese un reflejo, una doble. El monstruo en sí se presenta como la versión ominosa de este deseo: la condensación de lo femenino y lo masculino en un mismo cuerpo, pero retratado desde su costado más devastador en vez de beatífico: el pene que penetra todo unido a una vulva con dientes capaz de tragar o devorar cualquier cosa.

Todos los personajes buscan una suerte de completud, ese punto en que coinciden los diagramas que traza Cruz, dibujos que a su vez se espejan en la conjunción demasiado equilátera y perfecta de las tres montañas que rodean las escenas del crimen. Al ser plasmadas en el mapa de la zona, estas montañas parecen dibujar las tres emes de ese mantra de “muere, monstruo, muere”, alucinado de forma acústica por los hombres que están en la investigación.

Por otro lado, casi en su reverso, la película de Fadel trata sobre el terror de cuando algo presenta una disyunción inesperada, cuando algo que se creía que correspondía a una cosa aparece en otra. Así, la sorpresa de la vulva en el monstruo (a la que le asignábamos en una primera instancia sólo un falo) produce casi el mismo efecto –pero a la inversa– de cuando en Campamento sangriento (slasher icónico de los 80) el responsable de las muertes se revelaba como la niña tímida del campamento (sólo que cuando se produce la revelación, en la súbita desnudez de la asesina vemos un pene).

Imagen y sonido

Sin embargo, la principal contraposición ominosa de Muere, monstruo, muere se da entre las imágenes y el sonido: el terror de una voz que no proviene de ningún lado específico (la misma voz del hombre psicótico proviene más del parlante acoplado del hospital psiquiátrico y grabaciones de cinta que de su garganta), palabras que parecen llegar más desde lo real que desde lo simbólico (entre algunas de las cosas que el psicótico le dice a la psiquiatra nos encontramos con: “Es una frase que llega de repente y se me impone. El problema es que puede monarquizarme con facilidad” o “Estoy en un agujero entre las palabras. Estoy maldito... maldicho”). En esta búsqueda eterna de imagen más sonido, casi podríamos arriesgarnos a decir que Muere, monstruo, muere habla tanto de esta dimensión de la completud –o de la incompletud originaria, o de los efectos enloquecedores que se generan cuando se intenta buscar esta completud y se fracasa, o de lo enceguecedor y enfermante que es haber llegado, o haber sido alcanzado por una completud inesperada– como de la naturaleza del cine en sí mismo, de su ontología y dispositivo.

Contra la interpretación

Mucho de lo que hace tan destacable e incómoda a Muere, monstruo, muere se pierde al tratar de razonarlo. Buscando algunas similitudes, lo primero que surge es La región salvaje (Amat Escalante, 2016), en la que había un monstruo con dejos lovecraftianos y en la que también se planteaba una suerte de acercamiento orgásmico a ese límite entre la completud y la destrucción. Sin embargo, uno de los referentes que más aparece, agazapado, en el filme, es Bruno Dumont. Hay una noción del bien que convive con el mal, y una región casi herética entre la luz y las tinieblas, como también un tratamiento de los cuerpos destrozados que recuerdan mucho al comienzo de La humanidad (1999); y a su vez hay algunas pizcas de ese humor negro que el francés desarrolló en el tramo más reciente de su carrera. Así, los dos detectives torpes y bizarros de El pequeño Quinquín (2014) se reflejan en Cruz y su superior, y en ese “¡Científica!” que gritan –al borde de convertir el llamado en un latiguillo cómico– cada vez que hallan una nueva víctima que los hunde más y más en el desconcierto.

Habría mucho más que decir y desmalezar, pero Muere, monstruo, muere escapa a la lógica y a la explicación. Porque, en el fondo, Muere, monstruo, muere es una película sobre la belleza del plano de una mano que baja como una serpiente por una espalda hasta llegar a la cintura; sobre cómo sería si Sandro hubiera bailado “Te irás, me iré” (de Sergio Denis); como en un vendaval kurosawano, en que la luz a veces se comporta como un gas; la extraña sensualidad de una boca de lamprea; escuchar una de las voces más profundas que se haya podido grabar en el cine (más allá de no poder entenderle la mitad de lo que dice); la naturalidad ominosa de tener una cabeza entre las manos y sentir su peso. En un momento del film, Cruz extrae una extraña pus o moco de la herida de una de las víctimas. A uno se le ocurre que sería una buena pista para estudiar, o al menos para llevársela a un forense para analizar, pero Cruz se queda el resto de la película con la muestra conservada en un frasquito que guarda en su bolsillo, abriendo la tapa y oliéndola, movido por un placer animal y meramente sensible. Quizás esta sea la clave para entender Muere, monstruo, muere: sumergirnos en la intriga de la textura, asumir que la teoría cinematográfica es tan inútil como un procedimiento forense ante las secreciones de un ser de otro planeta.

Muere, monstruo, muere. Dirigida por Alejandro Fadel. Con Víctor López y Esteban Bigliardi. Argentina, Francia, Chile; 2018.