En diciembre de 2013, mi amigo Mateo Vidal me escribió un mensaje corto en el que me recomendaba a una poeta de la que le habían hablado en uno de sus viajes a Buenos Aires, de los que volvía siempre cargado de libros. Sabiendo cuánto conocía mis gustos, enseguida busqué su nombre en Google y, por algún azar del algoritmo, me topé con un texto bastante cercano en el tiempo, “A Myth of Devotion”.

Fue leer el primer verso y sentir el deseo de traducirlo: “Cuando Hades decidió que amaba a la chica”, empieza, “construyó para ella un duplicado de la Tierra”. El poema es ejemplar del procedimiento de Louise Glück, la neoyorquina nacida en 1943 que es la nueva ganadora del premio Nobel de Literatura. Un tema clásico, el rapto, tomado desde un punto de vista moderno que lo transforma en muchas otras cosas: en una exploración de los extremos del amor y la posesión, el deseo y la culpa, pero también en un trabajo tematizado con las palabras, con su referencialidad, con los desfases entre nombres y cosas: “Sueña, se pregunta cómo llamar a este lugar. / Primero piensa: El Nuevo Infierno. Luego: El Jardín. / Al final, se decide y lo llama / La Infancia de Perséfone”. Hades, como el poeta, “introduce la noche”, construye una representación del mundo, nombra, se pierde en los nombres. El poema entonces se escribe a partir de estas tensiones, pero también de las del conflicto amoroso, que está en la base misma de ese nombrar, de ese “querer decir”, buscar la imposible palabra justa.

“Los poemas son autobiografía”, escribe Glück en uno de sus ensayos, y matiza: “pero despojados de los adornos de la cronología y el comentario, la alteración metronómica de la anécdota y la réplica”. Porque el primer impulso es siempre el de hacer vínculos obvios, estables, entre los sucesos de la biografía de la poeta y su obra: la muerte de su hermana mayor al poco de nacer, su anorexia, la muerte de su padre, el incendio de su casa, sus divorcios, por un lado, y libros como Praderas (1996), Vita Nova (1999) o Averno (2006), o poemas como “Dedication to Hunger”, por otro.

Sin embargo, Glück está siempre moviendo esas figuras que se quieren transformar en equivalencias, haciendo cada vez más profundo el abismo entre ambos mundos: al contrario que otros escritores de los llamados “confesionales” (ella nombra a Robert Lowell, a Sylvia Plath, a John Berryman), la poeta juega todo el tiempo con una disonancia con respecto a un yo-máscara que emerge de sus versos siempre provisorio.

Su interés, más que en lo que se dice, en el “material” poético, está en lo que se pierde: en la elipsis, lo oscuro, lo callado. Como sostiene en otro ensayo, en su poesía hay una búsqueda de la ruina, de lo incompleto. Esa vida de la que tanto habla en poemas y ensayos por igual –su infancia de hija sobreexigida por unos padres hiperatentos e hiperdemandantes, las crisis que la llevaron a una anorexia de la que logró salir con mucha dificultad y largos años de terapia, los problemas para encontrar una voz propia en una familia de habladores compulsivos, su culpa de superviviente, la búsqueda maniática de la aprobación de su madre– se muestra como un fondo que está ahí, pero sólo como algo más, junto con las lecturas de la mitología griega y las historias de santos. El juego, en todo caso, es uno de ocultamientos y revelaciones: Glück usa el lenguaje sencillo (a veces incluso “antipoético”) que pulieron los poetas de lo íntimo, pero en su recurrencia a lo mítico, en sus mejores textos alcanza una despersonalización que abre su discurso y lo saca del solipsismo.

Esta salida del “yo” por medio de las alusiones librescas y la apelación a arquetipos, a su vez, se proyecta también en sus poemas que tienen por objeto la naturaleza, que se muestra como una construcción basada en el corrimiento, en los deslizamientos con el tema. Hay un interés en eso, en figuras como Perséfone o Jesús, cuyo pasaje se puede pensar como un descenso a lo terrenal desde lo divino, una pérdida de las facultades. La lectura en clave autobiográfica es en consecuencia una tentación que encuentra siempre resistencias por parte de los textos, construidos en torno a lo indecible y a lo que aparece como “implícito” y sólo se sugiere. De este modo, como afirma en “Contra la sinceridad”, “los procesos por los que lo experimentado es alterado –realzado, destilado, hecho memorable– no tienen nada que ver con la sinceridad. La verdad, en la página, no tiene por qué haber sido vivida. Es, en cambio, todo lo que puede ser imaginado”.

En esa búsqueda de convertir el sufrimiento en materia poética, Glück se define deudora del psicoanálisis, que le enseñó a usar la duda, a examinar su discurso, a transformar la parálisis y la inseguridad en introspección. Durante sus años de terapia, cuenta en otro ensayo, aprendió “a usar el desapego” para contactar consigo misma, como cuando analizaba sus sueños pensándolos en tanto “imágenes objetivas”. En este sentido, la poeta podría afirmar quizás con Michel de Montaigne que, si bien sólo se atreve a hablar de sí, no se quiere “de manera tan insensata” ni está tan apegada ni unida a sí misma como para no poder distinguirse y considerarse aparte, “como un vecino, como un árbol”. Como el yo de los Ensayos, el de los poemas de Glück, entonces, no aparece como algo “dado”, como una esencia, sino que es producido en tensión con los textos ajenos y en la escritura misma.

Esto, tal vez, explica su incomodidad con respecto a la literatura “de mujeres”, que ella enfrentó en los siguientes términos: “Me siento desconcertada, no emocional sino lógicamente, por la determinación contemporánea de las mujeres de escribir como mujeres. Desconcertada porque esto parece una ambición limitada por la concepción existente de lo que, exactamente, diferencia a los sexos. Si existen tales diferencias, me parece razonable suponer que la literatura las revela, y que lo hará de forma más interesante, más sutil, en ausencia de intención”.

Lejos de la postura que reclama un extraño valor de “fidelidad” al verso, lejos de las declaraciones simplistas que reducen el poema a la anécdota y la anécdota a algún fragmento perdido de la vida de quien escribe, lejos de una búsqueda de las equivalencias simples que sueñan los críticos que se aferran a cierta idea de “realismo”, en los mejores versos de Glück, ya sean de un libro temprano como El triunfo de Aquiles (1985) o del más reciente Las siete edades (2001), la verdad surge de forma inesperada, no por acción directa de la poeta que indica un “mensaje”, que piensa por sus lectores y les entrega destilada una conclusión, sino por eso que se juega entre lo que los versos dicen y lo que callan.