El encuentro para nada fortuito entre el Premio Cézanne –instituido por la Embajada francesa hace casi 40 años– y los versos en prosa del franco-uruguayo más célebre –hijo de un diplomático galo, cuya muerte ocurrió hace un siglo y medio– no se dio, por supuesto, sobre una mesa de disección, sino en el Subte, donde 11 artistas fueron seleccionados luego de obrar alrededor de Los cantos de Maldoror, de Isidore Ducasse. Ahora bien: fortuita parece la coincidencia de que simultáneamente a la muestra haya salido, editada por Hum, una fresca traducción del libro, o mejor dicho una rioplatensización de la versión peninsular de Ángel Pariente, por mano de Alma Bolón y Beatriz Vegh. Así, es fácil, si uno quiere y si uno puede, hacer en estos días una total inmersión uruguaya entre los benéficamente maléficos miasmas lautreamontinos.
Crear cosquilleados por la abrumadora imaginación de Ducasse debe de haber sido alentador para los artistas, aunque, huelga decirlo, también un poco pavoroso: la multitud de obras plásticas que han tratado de limar las uñas de Maldoror son cuantiosísimas, muchas a cargo de pesos pesados (de Man Ray a Gerard Richter pasando por Remedios Varo, en el ámbito internacional, de Gonzalo Fonseca a Guillermo Fernández, pasando por Miguel Battegazzore en lo local) y tal vez generaron algún temor. El lastre es espeso; una condensación se puede hallar en las páginas del catálogo de la muestra homenaje a Ducasse curada por Ángel Kalenberg en el Museo Nacional de Artes Visuales en el lejano 1993, bajo el muy feliz título de L'AutreàMontevideo. Frente a tamaña riqueza, tanto de la fuente primaria (el corpus poético del escritor) como de las secundarias (decenas de interpretaciones visuales de este), los resultados exhibidos en el Subte se revelan, en gran parte y sorpresivamente, tibios: tal vez, así como se suele remarcar que el urugalo vivió sitiado tanto acá (por la Guerra Grande) como en París (por los prusianos), lo mismo se podría decir de los aspirantes al premio, quienes tuvieron su “estado de sitio 2.0” debido a la pandemia, algo que tal vez haya jugado negativamente sobre los resultados, aunque el actual es quizá el clima más conforme al libro, en el que sopla inexorable un aire de enfermedad.
Hay que dirigir los talones hacia adelante y no hacia atrás y mirar con detenimiento cada pieza para disipar una sensación de chatura general: efectivamente, se entrevén pequeñas chispas por ahí, algún delgado hilo que conecta tembloroso la obra con el quid lautreamontino –si hubiera tal cosa–, que no es su malditismo epitelial (aunque la piel desgarrada esté por doquier), sino una entera y certera “estética de la negación” de la que hablaba Julia Kristeva. Sin embargo, el diálogo entre las obras y todo lo que uno tiene pensado sobre el conde, sobre su tango fatal bailado con los surrealistas (que le deben mucho y a los que él debe mucho), no parece desarrollado con plenitud.
Se puede empezar por algo que necesariamente llama la atención: dos instalaciones que, de lejos, parecen gemelas. Se trata de dos escritorios con papeles antiguos (o mal y artificialmente “envejecidos”), libros, plumines, mapas, reproducción de la mesa de trabajo de Isidore, se supone. Mientras que Camila Lacroze en Acto de defunción desde l’autre monde llena el espacio con sus intentos de reproducción de la grafía de Ducasse, duplicando su certificado de muerte, su firma, su espíritu caligráfico, en suma, llegando más que a un giro tautológico a un atmosférico “decorado” teatral, Fabiana Puentes con su L’autre*** arma una Wunderkammer donde se amontonan, justamente, rarezas de living burgués y apotecarios, mientras siembra orden en la familia de exégetas, críticos, escritores que se han ocupado del poeta, a través de una geometría de fotos, fichas e hilos, como si fuese la pared hollywoodense de una detective en busca del asesino serial.
Nicolás Pereyra Scayola en su Patrimoine convierte la deuda que el mundo, Uruguay in primis, tiene con el esprit lautreamontino con la acumulada por la gran tumba de viejo aspecto del padre del poeta en el Cementerio Central de la capital: no ya medida con el compás sereno del filósofo, sino fotografiada y un poco didácticamente metaforizada en un imponente martillo y marmóreos escombros a los pies de un video en el que se recurre la distancia entre la Ciudad Vieja en la que vivían los Ducasse y el cenotafio. La esquina de Ituzaingó y Sarandí aparece también en las fotos de Guillermo García Cruz, que en Isidore juega con deponer una reedición de la editio princeps de los cantos –inexplicablemente encuadernada en un amarillo fluorescente– en marcos arquitectónicos, dejando demasiado laxa la asociación literario-urbana.
Una serie de ilustraciones de Guillermo Stoll –en las que por fin asoman animales, muy poco evocados en la sala, pese al rol crucial que tienen en la obra del poeta– se mueve, parece, por derroteros ya trazados (por suerte alejándose del de Salvador Dalí, el ilustrador más visto), con gustosas amalgamas de tonos simbolistas, un claroscuro que rememora al primer ilustrador de Maldoror, Frans De Geetere, Alberto Savinio, una secuencia de cómic.
Las hibridaxiones de Tinno Circadian toman, como se han tomado infinitas veces, al pie de la letra las indicaciones bretonianas, animadas por el soplo ducassiano, sobre el valor del más alto grado de arbitrariedad, vale decir la fuerza de unir piezas en principio incompatibles: en sus formas tridimensionales Circadian ensambla residuos de basureros, esquirlas tecnológicas, en objetos programáticamente “perturbadores” que no perturban demasiado (en todo caso, mucho menos que los descritos, por ejemplo, en el quinto canto), y en su forma pictórica, se podría resumir, hace una especie de apuesta a lo neofuturista cibernético, con toda la ambigüedad del caso. A la lógica del collage, armado rapsódicamente en sede digital y luego pintado al óleo –según cuenta el autor–, toda una cobertura antigua de un corazón hipermoderno, remite también Matías Nin en su Hipnos Ex Machina, cuadro de gran tamaño y corta respiración.
Difícil comentar sobre Lemanjá, de Natalia de León: compuesta por dos videos, pude ver solamente uno (la otra pantalla estaba apagada, o rota, durante mi visita), y puedo así sólo remarcar cómo la artista, centrada en el tema de la memoria, de contradictorias presencias y ausencias, manipula una borrosa filmación de la madre, ahora fallecida, tal vez en contraposición con lo perpetua y lastimosamente “a foco” que son todas las “imágenes” de Maldoror (sin entrar en los angulosos laberintos psicológicos que Isidore apareja en relación con la figura de la Madre, entre cariño y desmembramiento). Fotos también manipuladas son las que presenta Santiago Dieste en La forma de la sombra: zapatos trouvés (¿será uno, acaso, el perdido por la loca del canto tercero?) en la calle que fotografía y reproduce en cemento, usándolos como molde, posicionándolos finalmente frente a sus imágenes de origen. Luego, bajo la insignia de la sombra, en una curiosa y dudosa triangulación Lautréamont-Gustav Jung, “agrega” a ellos sombras de sus posibles dueños, imaginados. Si en Maldoror las sombras son siempre irreales –de la noche, del amor–, acá se concretan en un transitorio ejercicio de proyección y autoanálisis.
Lo mejor se materializa en lo escultórico. Por un lado, aun debilitado por cierta precariedad técnica, por lo menos el preámbulo a cierta sed de infinito se saborea frente al universo cúbico, y no cubista, erigido por Ana Agorio en su Ventana a Maldoror-ostracismo: una caja refractada y refractaria donde se intersecan, en bajadas y subidas, porciones de paisajes naturales e innaturales, clavados a su condición de citas: los ojos, al recorrerlos, se vuelven por momentos sondas largas y pesadas, como aquellas evocadas por Lautréamont. Por el otro lado, se destaca, pieza enigmática si hay una en la exposición, Slinky, de Santiago Grandal. Se podría decir que lo más lautreamontino del Premio Cézanne es lo que más se abstrae de lo literario, de su numen, para plasmar un objeto incomprensible: un robusto y tupido cilindro de alambre de púa totalmente pintado con los rayos multicolores de la aurora naciente, hueco cortante, atracción filosa, forma perfecta, pero imposible de maniobrar, tal vez uno de los instrumentos de tortura con que se reviste el Todopoderoso, con tanto de aureola resplandeciente de su horror.
De todas formas, vayan ustedes mismos a ver, desconfíen de estas interpretaciones quizá mojadas por la hiel que destila la crítica sobre las bellas artes.
Premio Cézanne 2020: Lautréamont, el montevideano. Subte Municipal (Plaza Fabini s/n). Hasta el 29 de noviembre.