Aunque se trata de cine de ficción y tiene una temporalidad totalmente lineal, lo más prominente en esta película no es la historia. Funciona más bien como un paseo en el que uno va curioseando por distintos aspectos de un espacio al que nunca fuimos antes, y del que disfrutamos ir descubriendo sus características, sus rasgos peculiares, tratando de aprehenderlo.

Chico Ventana plantea unas reglas de juego especiales, y las plantea, además, de una manera que intriga, inquieta y atrapa. Estamos en alguna zona rural de las Filipinas y, de sopetón, estamos en un apartamento moderno en Uruguay. ¿Qué tendrá que ver una cosa con la otra? En ese apartamento, constatamos, vive una mujer sola y de pronto, pum, vemos que hay un hombre que la espía, escondido, en el balcón. ¿Un chorro? ¿Un acechador? Pasan como 40 minutos, casi nos olvidamos de los filipinos, pero helos ahí de nuevo, sin que todavía sepamos qué tendrán que ver. Es decir, aunque se trata de una película de desarrollo lento, contemplativa y sin fuertes tensiones dramáticas, la manera muy hábil en que está construida está siempre atizándonos el interés. Entre uno y otro de esos pequeños sacudones, podemos deleitarnos simplemente con su extraordinaria belleza plástica y sonora: es la película uruguaya de ficción con los encuadres y las sonoridades más deslumbrantes que pueda recordar.

Mi descripción metafórica referida al paseo está, obviamente, inspirada en otro de los espacios en que transcurre la película, que es un crucero por el Atlántico sur. Como todo barco grande, tiene esa estructura curiosa: el espacio público, las “entrañas” del barco (las cabinas de la tripulación, de servicio, las máquinas), la cubierta, recovecos varios, las ventanas desde las cuales podemos ver la costa patagónica o una ballena saltando en el mar. Tardaremos buena parte de la película en terminar de entender cómo y en qué se conectan esos espacios, y la explicación parece sobrenatural: el barco contiene atajos dimensionales a otras partes del planeta.

No es el único elemento que nos toca ir descifrando. El otro es el comportamiento de las personas, que no se corresponde totalmente con cómo asumimos que es la gente, y mucho menos la gente de las películas. Tanto Chico (el marino del crucero) como la mujer montevideana subreaccionan frente al hecho de que hay una puerta que permite pasar directamente de un pasillo del barco al baño del apartamento. Lo abordan como un dato a atender, sí, pero no parecen inquietarse por buscar una explicación, comunicarlo a otros, replantear su visión del mundo. No les da mucho miedo, prefieren sencillamente disfrutarlo. Los filipinos, por otro lado, se ubican en el polo opuesto: el ubicar una caseta en medio de la selva, que nunca habían visto antes, les suscita inquietud y prevención, y se ponen a buscar explicaciones en forma obstinada (la conducen recurriendo a un sistema aparentemente tradicional de augurios examinando las entrañas de animales sacrificados).

La riqueza de la experiencia de Chico Ventana... tiene otros varios puntos de apoyo. Por un lado, las líneas anecdóticas, de las cuales es especialmente cálida la del encuentro entre Chico y la mujer. El fundamento es el mismo de ET, el extraterrestre: la sospecha de que hay un extraño en casa, el acercamiento tímido, finalmente la cercanía afectiva que, aun dentro del estilo lacónico, distanciado y amortiguado de la narrativa, arriba a momentos bien tiernos. Pero no se trata de ese cliché del cine de arte reciente (en un mundo frío, dos almas solitarias se encuentran), ya que luego la anécdota sigue por otros lados.

Hay toda una riqueza de motivos visuales, sobre todo las puertas que vemos desde una cierta distancia, dejando entrever del otro lado fragmentos de situaciones. Como la cámara no se mueve jamás –lo que contribuye mucho a valorizar los encuadres y los cortes–, cada una de las visiones de esas puertas funciona como una tensión, como si quisiéramos extender la vista más allá, pero quedáramos limitados por un dispositivo narrativo más austero de lo que estamos habituados. La ausencia de música incidental contribuye al clima de introspección, y también deja abierta la respuesta afectiva que puede suscitar cada momento.

Aparte de todo lo que pueden sugerir esas puertas y los pasillos del barco, llaman especialmente la atención algunos encuadres que incluyen espejos y que son, ellos mismos, microcosmos de la estructura laberíntica de la película: vemos un personaje en directo caminando, y su trayecto se complementa en el reflejo en el espejo. Hay algunos trompe-l’œil en los cuales tenemos que atizar la inteligencia visual-espacial para descifrar lo que estamos viendo y distinguir imágenes directas, reflejos y reflejos de reflejos.

Si tuviera que buscar un parentesco para esta película, sería con el tailandés Apichatpong Weerasethakul, sobre todo en la manera en que los personajes subreaccionan a lo sobrenatural, y un poco también por la línea en el sureste asiático (desde la lejanía uno tiende a cortar grueso). Pero se trata esencialmente de una obra personal, creativa y realizada con pericia, inteligencia, sensibilidad, imaginación y vuelo.

Chico Ventana también quisiera tener un submarino. Dirigida por Alex Piperno. Con Daniel Quiroga, Inés Bortagaray, Noli Tobol. Uruguay / Argentina / Brasil / Holanda / Filipinas, 2020. Desde hoy en Cinemateca. Desde el viernes en la Sala B del Auditorio Nelly Goitiño.