Cuando alguien muere centenario, por lo normal la noticia principal no es que haya fallecido, sino descubrir que todavía vivía. No fue el caso de Kirk Douglas, que tenía 103 años cuando murió, el miércoles 5. Incluso si en sus últimos años estuvo inactivo, uno lo tenía presente por ser el padre de Michael Douglas y el suegro de Catherine Zeta-Jones. Hace dos años nomás presentó una de las categorías del Globo de Oro. Estuvo muy activo como actor hasta cumplir 80, y hubiera seguido, si no fuera porque en 1996 sufrió un derrame que comprometió seriamente su habla. Aun así, apareció en cuatro películas más, hasta 2008. Mientras tanto escribió libros, dio entrevistas, emitió opiniones. Estaba lúcido.

De todos modos, en cuanto artista fue el último espécimen de una estirpe, el único sobreviviente que quedaba de las figuras de primera grandeza de la Edad de Oro de Hollywood.

El estilo y criterio de actuación de su generación era bien distinto de lo que se suele valorar más hoy día (que suele vincularse con demostraciones de virtuosismo y con la ostentación de sacrificios descomunales para hacer un papel). En la Edad de Oro, en cambio, primaba la presencia discreta, el garbo, el carisma, la persona. El habitar el personaje era algo que parecía surgir de adentro hacia afuera, y que a veces resulta misterioso. ¿Por qué los ojos de Kirk Douglas, cuando interpreta a un Van Gogh moribundo en su lecho de muerte (Sed de vivir, 1956, de Vincente Minnelli), lucen así, débiles, vidriosos, perdidos? No le maquillaron ojeras o palidez, no adelgazó para que le aparecieran los huesos, no contribuye a la impresión usando una voz cascada, tan sólo un mínimo temblor en la mano. Sean lo que sean los recursos que empleó para arribar a esa mirada, los esfuerzos que hizo no aparecen, no llaman la atención sobre el hecho de actuar.

Es curioso, porque esa manera discreta de habitar el personaje se articulaba, aunque sólo en los momentos de dramatismo intenso, con algunos gestos explosivos, que desde la distancia temporal reconocemos como convenciones teatrales, pero a los que Douglas imprimía una particular energía, como por ejemplo, en la misma escena de la muerte de Van Gogh, las acciones consecutivas de dejar caer la pipa y tumbar la cabeza hacia el costado, ya muerto.

Los más notables compañeros de generación de Douglas fueron Robert Mitchum, Gregory Peck y Burt Lancaster. Cuesta no asombrarse frente a tanta masculinidad. Esos varones robustos nunca fueron propiamente “jóvenes” (la juventud, como la entendemos hoy, todavía no se había terminado de inventar). La hombría se vinculaba con la madurez y solía contrastar con la ineptitud de los jovenzuelos bobotes, mostrados siempre en condiciones de inferioridad intelectual, moral y física.

Tenía el torso musculoso y los hombros anchos, que pegaban bien con esa cabeza de líneas duras, nariz griega, mentón prominente coronado por la famosa cuevita: ese rostro estaba entre la efigie grecorromana, Dick Tracy y Buzz Lightyear. La rubia se le acercaba seductora, debidamente ambientada con un saxo blusero, y él cedía cuando quería y mientras quería, y en el proceso le impartía órdenes, aconsejaba o educaba como si fuera el papá, sin perjuicio de propinarle algún cachetazo para mantenerla en su lugar. En Ace in the Hole (Cadenas de roca, 1951, de Billy Wilder), cuando contiene el desprecio por el hecho de que Lorraine es tan venal como él mismo, la besa sujetándole el pelo como quien agarra la crin de una yegua.

Con esa potencia dominante, por lo general interpretaba personajes que estaban al mando. Esa autoridad podía estar formalizada en una jerarquía o derivar sencillamente del ingenio, pero siempre era un predominio conquistado desde el sobreseimiento de dificultades y opresiones, desde la calle.

Ello reflejaba la propia formación de Douglas, hijo de inmigrantes judíos rusos pobres. Nació en 1916 en Amsterdam, un pueblo del estado de Nueva York, y su nombre de nacimiento fue Issur Danielovitch Demsky. Trabajó desde niño, vendiendo caramelos en la calle, como canillita, jardinero y luchador, entre otros oficios. Su talento teatral le valió una beca en la Academia Americana de Artes Dramáticas, en Nueva York, donde fue colega de Lauren Bacall. Ella relata que, mientras estudiaba, Douglas a veces se las arreglaba para pasar la noche en prisión, porque no tenía donde dormir. Bacall fue quien le consiguió su primer rol en una película, en 1946.

Douglas se estableció velozmente en Hollywood. En su sexta película (Secretaria confidencial, 1948, de Charles Martin) ya era el protagonista, y por la octava, El triunfador (1949, de Mark Robson), mereció la primera de sus tres nominaciones al Oscar. Por lo general hizo películas de tipo serio, dramáticas, pero brilló también en aventuras y comedias, haciendo personajes muy diversos.

En cuanto pudo, eligió con cuidado sus proyectos, trabajando con directores prestigiosos como Michael Curtiz, Raoul Walsh, Billy Wilder, William Wyler, Howard Hawks, Vincente Minnelli, Edward Dmytryk, Henry Hathaway o King Vidor. En 1955 estableció su propia productora, Bryna, que le garantizó aun mayor control sobre su carrera. A partir de entonces ya no pudo trabajar con directores estrella, pero dio muestras de olfato al convocar al joven Stanley Kubrick para realizar las que serían las dos películas más recordadas de Bryna: Paths of Glory (La patrulla infernal, 1957) y Espartaco (1960). Las descripciones sobre su actitud como productor (infatigable, dedicado, controlando estrictamente la realización y a veces sobreponiéndose a los directores) se parecen mucho a su papel como productor ficticio en The Bad and the Beautiful (Cautivos del mal, 1952, de Minnelli). El coronel Dax de Paths of Glory bien puede ser su rol más memorable y querible, entre otras cosas porque ahí la energía excepcional de su mirada fulminante, la mordacidad irónica, la dignidad con que exhibe su indignación están al servicio de un mensaje antibelicista, que expone unas cuantas hipocresías del aparato militar.

En la vida real, Douglas contribuyó a romper y volver inoperante la lista negra macartista y apoyó decididamente al Partido Demócrata. A partir de la década de 1950 volvió a entablar contacto con su herencia judía, y apoyó el estado de Israel, en una época en que eso no se asociaba con la derecha política sino con el antinazismo y cierto ideal de democracia casi socialista.