Apenas pasado el mediodía, la sede de la comparsa empieza a llenarse de colores. Para variar, llego corriendo, mucho más tarde de la hora pautada, enojada por estarme perdiendo momentos del día que me imaginé tanto tiempo. El mal humor tiene bastante de nervios.

Desde la esquina se escucha el jugueteo en las lonjas de los tamborileros, que ya están maquillados o esperan para maquillarse. Entro apurada saludando a los compañeros que me voy cruzando; la sede ya está repleta de sonrisas. El humor me cambia al toque. Un beso se trunca cuando Nico señala su cara repleta de brillantina: “Tengo todas las piezas pal truco: estoy meta hacer morisquetas”, dice, mientras pestañea para sacarse el polvo brillante de los ojos.

Las paredes descascaradas contrastan con el brillo de algunos trajes que esperan ser vestidos. El cuarto del frente se convirtió en un set de maquillaje iluminado por varias de esas luces redondas, blancas, que impresionan por lo profesionales. Al medio, una mesa grande repleta de cosas que, de a uno, los cuatro maquilladores manotean antes de volver a posarse en el rostro que tienen delante.

Me aseguro el turno de maquillaje y vuelvo a salir. En el camino esquivo la cola del baño, que siempre está larguísima, y a Caro, que cose su sostén hincada en el piso. Voy a hacer lo mismo afuera, que el día está precioso. En la vereda cuesta la circulación: Amparo se montó una peluquería y coloca largas colas de pelos de plástico en las cabezas de las bailarinas. Se nota la práctica en los dedos largos que aprietan con fuerza decenas de horquillas por cabeza.

A medida que avanza la tarde, crece el alboroto. Cada tanto, una mirada de ojos emocionados o un grito eufórico, de la nada. Me invitan a vestirnos más tranquilas en la casa de una compañera, pero ni loca me pierdo todo esto. Cuando el sol se empieza a apagar, Gaby nos manda a vestir, y ahí varios caemos en la cuenta de que Isla de Flores está a dos pasos. Ni loca me pierdo presenciar la pintoresca expresión de compañerismo de cuatro bailarinas que ayudan a calzar la malla blanca en las morenas curvas de Pamela sin que las piedras brillantes de plástico verdes y azules se atasquen en las medias de red.

Ya en el bondi, la adrenalina se escapa por las ventanillas. Se expresa en el canto gritado, insistente, de Fer: “cha, cha cha cha cha, cha cha...”. En el grito de Anto, de boca bien abierta. Y en el canto de todos: “La Rodó, La Rodó, vamos La Rodó”.

Cuando piso Isla de Flores las patas se me mueven solas. La luz del semáforo, que cuelga en el medio de la calle para marcar la salida de las comparsas, permanece en rojo durante cincuenta minutos que parecen mil, pero me los bailo todos. Sin querer, por inercia. Por fin, la luz verde nos habilita. Estallan el sonido de la madera y el cosquilleo en el estómago, que sube como burbujas en una botella de algo con gas que se cayó al piso. Un tiempo al aire, paso atrás y cruzado adelante. Comenzamos al unísono, con una precisión que no tuvimos en ningún ensayo y que se mantiene a lo largo de todo el desfile.

La calle que me vio crecer está más colorida que nunca. Repleta de gente alentándonos con la euforia del hincha que se juega la copa. Las fachadas del fondo son las mismas de toda la vida, pero nunca las había visto con tanto alboroto delante, y aunque todos los recuerdos de esta calle son felices, nunca la había transitado con una sonrisa tan grande.

Durante el desfile todo fluye; no me acuerdo de los tacos aguja hasta después de cruzar la valla final. Los tambores me hacen vibrar como nunca, más que siempre. No se cruzan ni una vez; vienen gozando, como cada uno de los componentes. Entre medio, los amigos y la familia, apoyando. El grito desaforado con amigas que vi ayer pero parece que hace mil años que no nos veíamos. Mi vieja con mi hijo dormido en los brazos. Pienso que qué suerte que bailamos un poquito juntos antes de que nos metiéramos dentro del vallado. Pienso en el primer día que caí a La Rodó, tarde, con el ensayo ya empezado. Por más que me esperaban, la vergüenza no me dejó sumarme a bailar hasta después del corte, cuando me presentaron.

La Rodó es la amabilidad de las puertas abiertas, de que cualquiera puede formar parte. Acá nadie te pregunta cuántas llamadas tenés arriba, y si no te sale el paso están la paciencia y la constancia de repetirlo mil veces hasta que tengas la seguridad de comerte la cancha, como nos la comimos. La seguridad de, por fin, hacer eso que toda la vida estuviste a punto.