En una década en que las películas de género se han convertido en casi lo único que mueve la aguja de la industria cinematográfica, es esperable que este fenómeno se pergeñe en torno a extrañas alteraciones, mutaciones y cruzamientos. La mixtura de géneros se ha mostrado como una de las tendencias omnipresentes de este extraño giro de la industria, pero el cine de horror es el que ha expandido sus límites y reformulado sus cimientos de manera más inteligente.
En una nota sobre Midsommar (Ari Aster, 2019) publicada hace un par de meses, contábamos que, luego del desplazamiento del monstruo o lo monstruoso a un plano secundario, una nueva camada de directores, como David Robert Mitchell, Jennifer Kent y Tomas Alfredson encontraron un nuevo fondo donde explorar las oscuridades del abismo.
En este grupo, uno de los recientes exponentes de ese neo-horror, que se da más en un plano metafísico que en la reacción concreta del susto, es Robert Eggers, creador de La bruja (2015) y El faro, su última película, que se estrenó ayer en Cinemateca y Life Cinemas. Si hiciéramos una cartografía de esta generación dorada, Eggers, al lado de directores cercanos a una perspectiva psicológica, podría representar el costado más antropológico y etnográfico del mapa.
La principal fortaleza de La bruja, el film basado en cuentos folclóricos de la Nueva Inglaterra de Estados Unidos en el siglo XVII, era su inusual y sólida reconstrucción, tanto de la época como del sentir de aquellos tiempos. No es necesario explicar las miles de veces que el cine de terror localizó sus historias en el pasado lejano, pero, en casi todas las historias, uno no puede evitar sentir que lo que se ve en la pantalla son personas del mundo actual disfrazadas de campesinos, vasallos, princesas o condes.
Lo que logró Eggers en La bruja fue llevar a la pantalla una forma de hablar, y, por sobre todo, una forma de percibir o imaginar el mal, radicalmente diferente a nuestros tiempos. Si con la mayoría del cine de horror ambientado en otra época uno percibe la proyección al pasado de nuestros miedos actuales, Eggers logró saltar ese puente y transportarnos directamente a los horrores del espíritu de un tiempo, en el que el combate con el diablo se daba en un terreno mucho más cotidiano y espiritual que el que podemos imaginarnos hoy en día. Es decir, una película sobre y, de alguna manera extraña, para el campesinado del siglo XVII.
El faro expande esta peculiarísima noción de fidelidad a un tiempo: ya desde el celuloide monocromático a lo Friedrich Murnau, con el uso de lentes de comienzos del siglo pasado y el extraño y olvidado formato 1:19:1, que había sido uno de los más usados en las primeras películas mudas, podemos ver ese anhelo de querer reconstruir una época no desde su mímesis, sino desde su materialidad. Como locación, el impecable equipo de producción logró construir un faro –y todo lo que lleva adentro– exactamente igual a los modelos de aquellos tiempos. Y los diálogos se elaboraron en el dialecto de los antiguos pobladores de la región de Maine, y una jerga vernácula marinera, minuciosamente investigada en base a libros como The Mate of Daylight and Friends Ashore (1884), de Sarah Orne Jewett.
Horror y realismo
La película, ambientada en una remota isla de Nueva Escocia, en 1910, parte del desembarco del joven Ephraim Winslow (Robert Pattinson) cuando asume el rol de asistente en el faro regenteado por Thomas Wake (Willem Dafoe). No tenemos muy claro cuáles son los móviles de Ephraim: sabemos que escapa de algo de su pasado, que es trabajador y que no le interesa desarrollar demasiado el vínculo con su rústico superior. Thomas Wake, por su parte, es la encarnación definitiva de todo lo arquetípicamente construido alrededor de las imágenes de los marineros. Frente a su nuevo discípulo alterna una actitud que por momentos es paternal y cálida, y por momentos es despótica y fría, pero que nunca deja de ser loca e imprevisible. En pocas palabras, es la peor persona con la que a uno le gustaría quedarse varado en una isla.
Es sorprendente cómo gran parte de la primera mitad (podría atreverme a afirmar que son los primeros dos tercios del film) se basa casi exclusivamente en el extenuante trabajo cotidiano que implica el mantenimiento del faro, y, aun así, lo ominoso y fantástico ya salpica cada escena desde el comienzo.
Lo que hace posible esta extraña conexión entre el horror casi onírico y el realismo minucioso es una particularísima noción de la corporalidad. En El faro todo es un gran festín de los fluidos: agua, sudor, orina, caca, semen, alcohol, barro y sangre; todo parece bañar a los protagonistas desde el primer minuto. Se podría decir que desde Hard To Be a God (Aleksey German, 2013) no se veía una película tan húmeda, sucia y viscosa.
A estos fluidos les corresponde una dirección de actores que no aspira al realismo psicológico, sino que utiliza a los intérpretes como amplificadores de reacciones y ejercicios de fuerza desproporcionadas. Para esto, Eggers encuentra en Dafoe y Pattinson los mejores actores vivos, performática y fotogénicamente. Cada vez que Pattinson grita, su aullido se distorsiona hasta adquirir la agudeza punzante de un canto de sirena. Cada monólogo de Dafoe amplía su caja de resonancia a dimensiones cósmicas, y sus maleficios proferidos ya no se lanzan sobre su compañero, sino sobre todos nosotros. Cada vez que los vemos bailar, abrazarse o agarrarse a las piñas, es como si la pantalla estuviera a punto de hacerse añicos.
Obsesiones
El faro da su vuelco místico cuando Ephraim destroza una gaviota de un solo ojo que lo atormentaba desde que llegó. La advertencia de Thomas estaba clara desde el principio: es de mala suerte matar aves marinas, porque en ellas aguarda el espíritu de antiguos marineros. Ni bien asesina a la gaviota, se abalanza una megatormenta que los deja aislados de cualquier comunicación con la costa. Las provisiones escasean y la ya frágil mente de ambos se despedaza en larguísimas sesiones alcohólicas que suelen coincidir con palizas. De a poco, lo mítico y diversas dinámicas internas de poder comienzan a apropiarse de sus vidas.
En esta dinámica, la fascinación por la luz del faro se convierte en el leitmotiv que maneja los hilos del film. Por un lado, esta obsesión con la luz –sólo le es permitido a Thomas acceder y manipularla– parece una suerte de contacto directo con lo divino (pero de una forma sexual y directa), que le es vedado a su asistente, a quien le son encomendadas las actividades de la base, terrenales y asquerosas (es inteligente cómo funciona el diseño de producción, en donde este formato un poco cuadrado del marco hace que mucho se organice de forma vertical, más que horizontal, logrando espejar esa noción de pureza y suciedad de forma proporcional entre el arriba y el abajo).
La obsesión por la luz termina por servir de pie para introducir el mito de Prometeo (sobre todo con la idea del robo del fuego a los dioses, pero también por una imagen llevada en su sangrienta literalidad al final del film), que se mezcla de forma inusual, y a veces rebuscada, con el mito de Proteo. En todo esto hay un palimpsesto de contenidos que a veces se muestra como el talón de Aquiles de este nuevo cine de terror, que por momentos parece hacer una generala de metáforas, con las que espera que el espectador saque algo en limpio. Esto ha sido la principal falencia de la remake de Suspiria (Luca Guadagnino, 2018), la parte ridícula de El legado del diablo (Ari Aster, 2018), y es la principal razón por la que la trama de Nosotros (Jordan Peele, 2019) tiene más agujeros argumentales que un queso suizo.
De manera similar, El faro es muchas películas, y a veces demasiadas para su propia coherencia, dependiendo de dónde pueda reposar el ojo. Por un lado está este costado mítico, en el que lo griego y lo lovecraftiano se intercala, por momentos, de una manera incómoda. Desde el análisis psicológico podríamos pensar que es una historia sobre relaciones de poder, así como manejar la hipótesis de que, en realidad, Ephraim y Thomas son la misma persona, atravesada por la culpa de algo que hizo en el pasado. Incluso no costaría mucho interpretar El faro desde una óptica mucho más evidente y, por lo tanto, esquiva: una película sobre todo lo que tienen que hacer dos hombres aislados, confinados a estar uno con el otro sin ceder al impulso de tener sexo entre sí (todo está ahí: las golpizas que suplantan desesperadamente al impulso erótico; la alternancia entre sirenas femeninas y tritones masculinos del mito de Proteo; el faro omnipresente, erguido como un gigantesco falo).
Después de estas exégesis, uno percibe que la forma más auténtica de disfrutar esta película es, simplemente, desde el placer profano de las imágenes contempladas, como quien disfruta del rito por el rito en sí. Siendo, a su manera, dos películas sobre la famosa “fiebre de las cabañas” o el trastorno del encierro, en su disfrute y virtudes El faro es el reverso de El resplandor (1980): mientras que la película de Stanley Kubrick triunfaba al reformular, desde una dimensión psicológica, lo que el libro de Stephen King tenía de mágico y fantasmal, la película de Eggers se disfruta más en la medida en que abandonamos la fascinación por explicarla.
Lo que Eggers parece confirmar con su cine, por encima de cualquier director de la actualidad, es la necesidad de acariciar la superficie del mito, disfrutar el paso de la mano sobre su superficie áspera y rugosa, sin tratar de decodificar un Braille escondido.
El faro (The Lighthouse). Dirigida por Robert Eggers. Con Robert Pattinson y Willem Dafoe. Canadá-Estados Unidos, 2019. En Cinemateca y Life Cinemas.