De mayor o menor éxito comercial. Volcadas al blues, la ranchera, la canción de protesta o el tango. Latinoamericanas o estadounidenses. Convertidas en leyenda o desconocidas. Cuatro artistas unidas por la desgracia, la inestabilidad emocional y una carrera con altibajos. Cuatro vidas contadas en cuatro películas.
Chavela y la gran renuncia masculina
“Yo me puse pantalones y el público se quedó callado”, dice Chavela Vargas en el living de su casa mientras vuelve a los años 50, al principio de todo. Es 1991, La Chamana anda más cerca de los 80 que de los 30 y atraviesa un momento bisagra en su vida: hace pocas semanas, después de 13 años dedicados al alcohol y el silencio, volvió a pisar un escenario en un teatro del barrio bohemio de Coyoacán. Una situación que a la cineasta australiana Catherine Gund, de viaje por México, le parecía importante registrar. “Pregúntame lo que quieras”, le advierte la cantante, preparada frente a la cámara. “Pero más interesante no es de dónde vengo, sino a dónde voy”.
Ese material inédito, rescatado para la ocasión, es la piedra basal de Chavela, el documental (2017), que Gund codirigió con la estadounidense Daresha Kyi: un esfuerzo coral –en el que también participan amigas y amigos como Liliana Felipe, Jesusa Rodríguez, Pedro Almodóvar y Miguel Bosé– por indagar en los puntos ciegos de una vida hermética. La disrupción en el esquema por momentos demasiado convencional la aporta Alicia Elena Pérez Duarte, pareja de la artista durante muchos años y quien mediante algunas reflexiones y anécdotas completa el cuadro de ternura, inestabilidad y violencia que rodeaba a la cantante. Fue ella quien, en los años de mayor adicción, la encontró enseñándole a disparar a su hijo de ocho años, completamente borracha, a lo que siguió un ultimátum: “O dejas de beber o no nos vuelves a ver”.
Solitaria y seductora en partes iguales, desde el inicio de su carrera Chavela se construyó en oposición al estereotipo de la mujer de la época. Que en la década de 1950 una artista de pantalones, poncho y pelo recogido interpretara canciones de borracheras, celos y abandono no pasaba inadvertido. “Le daban lugares chiquitos, bohemios, nunca los grandes escenarios”, recuerda en el documental el hijo del compositor José Alfredo Jiménez, su compañero musical de siempre. Fue una figura marginal, con un repertorio del que se fue adueñando y que ya para el final de su carrera había vuelto masivo.
En su estudio sobre la influencia de los cambios sociales en la moda (Psicología del vestido, 1935), el psicoanalista inglés John Carl Flügel incluyó un capítulo llamado “La gran renuncia masculina”, en el que, palabras más, palabras menos, describía cómo desde fines del siglo XVIII, motivado por el empuje igualitario de la Revolución Francesa, el hombre “abandonó su pretensión de ser considerado bello y aspiró, en adelante, solamente a ser útil”. Cualquier gesto de ornamentación o adorno, decía, quedaba reservado para el mundo femenino. Chavela, a quien México le había enseñado a ser lo que era “no con besos sino a patadas y manazos”, no sólo no renunció sino que ocupó varios lugares a la fuerza: mujer criada en tierra de hombres, llevó la ranchera a un plano internacional y trascendió su país adoptivo, al que decía ver como a un padre riguroso pero necesario. “México me educó y me dijo: ¿quieres cantar? Yo te voy a enseñar a cantar”.
Ada Falcón: en un lugar solitario
Nacida en 1905 y de una carrera corta pero intensa entre los años 20 y los 30, Ada Falcón se destacó como cancionista de tango y estuvo entre las primeras mujeres argentinas en grabar un disco. Pero era poco lo que se conocía de su vida hasta el trabajo que los directores Sergio Wolf y Lorena Muñoz estrenaron en 2003, meses después de la muerte de la cantante.
Yo no sé qué me han hecho tus ojos (disponible en Youtube) comienza con un recorrido por la Buenos Aires de principios del siglo XXI en busca de lugares emblemáticos de la historia del tango: teatros, estudios de radio y locaciones en los que se grabaron discos, filmaron películas y hubo conciertos destacados. Son esquinas y edificios ahora ocupados por bancos, comercios y viviendas. Pero no es sólo la nostalgia o la topografía perdida de una ciudad lo que mueve al documental. A la pregunta de cómo contar, medio siglo después, la biografía de una artista que en pleno ascenso de su carrera decide dejar todo y recluirse en un convento de la provincia de Córdoba, se le suma otro desafío, más aventurero: ¿es posible que sea ella misma, ahora una mujer de 95 y alejada desde hace décadas de cualquier vínculo, la que esté dispuesta a recordar?
De la primera cuestión –el repaso por sus canciones, conciertos y actuaciones en películas– se encargan el material de archivo y las entrevistas que Wolf, que va llevando la narración con tono detectivesco, tiene con músicos, historiadores y críticos del género. En el intercambio de opiniones y teorías se va armando la progresión cronológica de Falcón hasta el momento de su enigmática desaparición, a partir de 1942, cuando después de lanzar su último disco vende su apartamento, abandona Buenos Aires y se refugia junto con su madre en el pueblo de Salsipuedes, a 700 kilómetros de la capital. Si bien es una historia con más huecos que certezas, a la hora de pensar en el motivo de su huida todos apuntan hacia el mismo lado: una década de relación enfermiza con el compositor y director de orquesta uruguayo Francisco Canaro, colaborador musical primero y amante después.
Como Greta Garbo, Falcón abandonó antes de tiempo, y pasó del ruido de la milonga al aislamiento del claustro. En su tramo final, la película se traslada al paisaje serrano y monótono de Salsipuedes, en donde la presencia de Ada todavía se hace sentir. Algunos vecinos –muchos de los que entonces, en los primeros años de Falcón en el pueblo, eran niños– hablan con Wolf y dan su versión de los hechos. Muchos recuerdan a una mujer que cruzaba la calle sin mirar, porque decía que Dios la protegía. O que se movía siempre con el pelo y los ojos cubiertos, porque decía que era lo que más le admiraban los hombres. Falcón no estaba dispuesta a arriesgarse. No quería repetir errores. “No me enamoro más”, cantaba en el estribillo de “Me enamoré una vez” (1933), una letra de Ivo Pelay a la que el propio Canaro le había puesto música. “Y a mí no me busqués, porque no me encontrás...”.
El proceso de Karen
En su libro Crónicas: volumen I (2004), el primer y único tomo de sus memorias, Bob Dylan escribe sobre el café Wha?, ubicado en Greenwich Village, epicentro de la movida folk de los primeros años 60: “Mi artista favorita del lugar era Karen Dalton, que cantaba temas de blues acompañándose con la guitarra. Era alta, desgarbada, intensa, cálida y sensual. Ya la conocía pues me había topado con ella el verano anterior en un club de folk de un puerto de montaña a las afueras de Denver. Su voz me recordaba a la de Billie Holiday, y tocaba la guitarra como Jimmy Reed, con todo lo que eso implicaba. Canté con ella en un par de ocasiones”.
Lejos de la pretensión de biopic, la directora suiza Emmanuelle Antille utiliza en A Bright Light. Karen and the Process (2018) la figura malograda de Dalton para hacer un roadtrip por distintas ciudades y pueblos de Estados Unidos. De sangre cherokee, volcada a la interpretación de estándares de blues y folk y dueña de una voz única y quebradiza, Dalton publicó sólo dos discos (en 1969 y 1971) y no obtuvo mayor reconocimiento por fuera del elogio de sus colegas. Quizás una vida nómade y un ánimo cambiante (con adicciones incluidas) influyeron en esa frustración, aunque la película, más concentrada en la narración experimental que en el aspecto historiográfico, no se ocupa de esa faceta más que con insinuaciones.
Lo más interesante de A Bright Light... son los personajes que van pasando a lo largo del recorrido que la directora y su equipo hacen siguiendo los pasos de Dalton. Todos pertenecen al vasto catálogo de marginales y retirados de la civilización (outcasts) que el imaginario estadounidense fue moldeando a lo largo del siglo XX. Hay una poeta que lee a cámara, un luthier que fabrica banjos y que tiene, en su muestrario de venta, una foto de Dalton con uno de sus instrumentos; una mujer que confecciona muñecas algo sombrías y que asegura que, al terminar de armar una de ellas, la más triste de todas, la vio llorar; un amigo cercano que cuenta el equilibrio que la artista hacía para mantener su carrera a flote y ocuparse al mismo tiempo de la crianza de su hija, de la que finalmente terminaría perdiendo la custodia; y varias músicas, casi todas amateurs, que hablan sobre el impacto que la obra de Dalton tuvo en sus vidas. “Lleva la pena de la femineidad en su voz”, dice una. “Como Nina Simone. Es muy duro escucharlas”.
Ni el romanticismo precoz de Nick Drake ni el fatalismo de Tim Buckley: para el momento de su muerte, en 1993, la cantante de Oklahoma tenía 55 años y había dejado de interesarse por la música. Enferma y consumida por la heroína, en sus últimos días vagaba por las calles de Nueva York, la misma ciudad en la que, 30 antes, un joven cantautor de Minnesota había empezado a interesarse por ella.
“El amor es torbellino”
Con escenas hilvanadas sin una línea temporal, que van desde la niñez con un padre cantor en bares, borracho y agresivo –que también era su maestro de escuela (“Yo aprendí a cantar mirando a los grandes”, dice ella)–, hasta imágenes ya de adulta, junto a sus hijos, Violeta se fue a los cielos (Andrés Wood, 2011) retrata la intensidad con la que compuso y vivió Violeta Parra.
Basada en el libro de Ángel Parra, su hijo, la película comienza con una entrevista en un set de televisión llevada adelante por un periodista argentino desagradable, interpretado por Luis Machín. Es el único hilo conductor de la historia: Parra cuenta su vida, hace chistes y recuerda su infancia. A una familia pobre, numerosa, con inclinaciones artísticas y comandada por una madre viuda de forma temprana.
La joven Violeta empieza a cantar: en pueblos, reuniones, fiestas populares y colegios, improvisando conciertos con su hermana Hilda. Como la vez que en Semana Santa, después de que les cancelan a último momento una presentación por no contener temática religiosa, el dúo crea sobre la marcha una obra sobre la vida de Jesús. Y más tarde, cuando le diga a su hermana que quiere cambiar de rumbo y empezar a cantar sus propias composiciones, Hilda le dirá que “las canciones serias no alegran a nadie”. “La vida no es una fiesta”, responderá Violeta, y empezará de esa manera a cantarles a los trabajadores. Son los primeros años 50: falta poco para que el Che y Fidel se crucen en México, y Salvador Allende todavía es senador. América Latina empieza a agitarse de a poco.
Parra canta en el Louvre, en galas elegantes; o en bodegones de Santiago, junto a la gente humilde. Conoce a Gilbert, un suizo con el que viaja y convive. Se mudan a Europa, donde ella pinta, borda, hace esculturas y expone: “Pintar, bordar o cantar es lo mismo”, dice en un momento. Pero la relación se complica. Por los celos de ella y las discusiones de ambos. Pelean, se distancian, se reconcilian, se separan. Y Violeta vuelve a Santiago. En las afueras de la ciudad construye una “carpa”, en la que empieza a recibir a artistas y a cobrar entradas. El público come, toma, escucha música. Pero la cosa empieza a ir mal. La gente no va, la plata ya no entra. “La vida es más fuerte que una tela, un poema, una canción”, dice ella, agotada, ya sobre el final, antes del escopetazo con el que va a terminar su vida y como epílogo a casi dos horas de un ritmo narrativo enérgico, sostenido por la actuación omnipresente de Francisca Gavilán.
Son 49 años contados en un desorden cronológico que se centra en la faceta artística pero sobre todo en la personal: un ejercicio de estilo similar al que la cantautora chilena hacía en sus canciones, en las que lo íntimo y lo social quedaban fundidos hasta el punto de que no pueda distinguirse entre el fin de una desgracia privada y el comienzo de una tragedia colectiva.