El Festival de Berlín, que en esta 70ª edición empezó una nueva etapa con la llegada de Carlo Chatrian a la dirección, culminó el domingo con la entrega de premios en el Berlinale Palast de la Marlene-Dietrich-Platz, amenizada –más que amenazada– por activistas del clima que coparon brevemente la alfombra roja con el propósito de hacer escuchar sus proclamas.
La ceremonia transcurrió en paz y los manifestantes fueron invitados a quedarse afuera, padeciendo la lluvia, aunque dentro del Palast también hubo lluvia, pero de lágrimas. Y es que el premio mayor, el Oso de Oro de esta Berlinale aniversario, fue para el film There Is No Evil, del ausente cineasta iraní Mohammad Rasoulof. Resulta que Rasoulof estuvo preso en Irán y tiene la prohibición de salir del país, al igual que Jafar Panahí, a quien le toca el Oso –o el premio del que se trate en cualquier festival clase A– toda vez que logra hacer llegar a los programadores su ultima obra.
There Is No Evil (No hay mal) aborda uno de los temas más ásperos del régimen iraní: la pena de muerte. Y lo hace desde el punto de vista de los verdugos y de los que se niegan a convertirse en tales. Estructurado en cuatro capítulos que arrancan en los años 80, durante los años de la revolución chiita y el mandato del imán Jomeini, el film está narrado en distintos tiempos. Son cuatro parábolas morales, con algunos aciertos, concentrados todos en el primero de los tiempos, que se resuelve con un resorte negrísimo: la imagen de una fila de ajusticiados colgando de la horca y, bajo ellos, su sombra oscilante empapada en fluidos corporales. Espeluznante.
Lo demás en There Is No Evil es una deriva hacia la confusión o la obviedad narrativa, de una factura correcta pero con serias grietas de guion que terminan por acercarse al ridículo y le restan fuerza a lo que quiere denunciar y a su poderoso arranque. Se dice –y esto, sin duda, sirve como descargo a la decisión de un jurado biempensante y autocomplaciente– que la película podría haberle costado la vida a todo el equipo. O por lo menos así lo expresó su productor –Farzad Pak, quien se encargará de llevarle a Rassoulof este Oso caído del cielo– mientras los protagonistas del film lloraban a mares sobre las rojas butacas.
Ya se había arrancado con las proclamas. Al comienzo de la gala, Dominga Sotomayor, cineasta chilena que el público uruguayo recordará por Tarde para morir joven (2018), había aprovechado el preámbulo a la entrega de premios del jurado de Panorama, del que formó parte, para hacer una sentida declaración referida a la situación política y social chilena, y terminó manifestando: “Es mi deber decir que el pueblo chileno está pidiendo algo muy simple. Está pidiendo dignidad. Seguiremos luchando por ello con urgencia y sin miedo”.
El mismísimo Jeremy Irons, presidente del jurado y encargado de anunciar el gran premio, estaba ostensiblemente movilizado, aunque impertérrito en su elegancia al dirigirse al público y justificar el artísticamente inviable premio persa. Lo de Irons, sin embargo, parece más bien una operación personal en busca de lavar su imagen. Sus declaraciones de hace ya algún tiempo –contra el matrimonio igualitario, de corte homófobo, o contra el movimiento #MeToo, así como unas acusaciones de abuso nunca llevadas a los tribunales– hacían sospechar que Irons usaría toda su presión como presidente del jurado para colgarse la medalla de un Oso de Oro a una causa políticamente correcta. Y en esa categoría entraban tanto el film iraní –con su denuncia de la pena de muerte y su director en la lista de perseguidos por el gobierno de su país– como la película estadounidense Never Rarely Sometimes Always, de Eliza Hittman.
Sin duda, puestos en ese dilema, el Oso de Oro lo merecía la segunda. Más austera en su producción y más honesta en su propuesta, la película de Eliza Hittman, con su tratamiento de la violencia que sufre la mujer –en este caso, una adolescente en una ciudad conservadora y puritana de Estados Unidos–, deja siempre a un lado el efectismo y coloca la opresión, el maltrato y el abuso en un delicado fuera de campo. Hittman se vuelve a Nueva York con el Gran Premio del Jurado, que viene a ser algo así como la medalla de plata. La suya parece, a priori, una “película Sundance” estereotipada (recordemos que viene de obtener también el Gran Premio en ese festival). Sin embargo, al ir entrando en ella el espectador encuentra una aguda crónica del viaje de la joven protagonista cuando descubre que está embarazada. Por ese personaje central, la debutante Sidney Flanigan bien podría haberse llevado el premio de interpretación femenina, gracias a una actuación medida y precisa, condensada hasta la inteligente secuencia en la que una lágrima explica todo lo que en la película quedaba en off. Está muy bien no menospreciar la inteligencia del espectador con diálogos explicativos, y aquí no los hay: todo fluye sin estridencias, pero el drama se va tejiendo, implacable, sobre unos personajes que crecen con el relato y con la relación de amistad y solidaridad entre las dos primas viajeras. Sororidad, esta sí, sustanciada sin ostentaciones ni militancias oportunistas.
El Oso a mejor director fue para el coreano Hong Sang-soo, quien en The Woman Who Ran, fiel a su estilo minimalista, logra una entrañable película sobre mujeres inteligentes lidiando con hombres insoportables. Es prodigiosa la manera en que el director logra otro tejido de sobreentendidos, de complicidades femeninas, de historias del pasado que no hace falta contar en flashback, porque Hong las explica con un breve diálogo, una mirada o una caricia del terso guion.
La rusa DAU. Natasha, de Ilya Khrzhanovskly, por su parte, dividió al jurado, aunque no a la crítica. Salvaje y cruel, aunque con razones artísticas que lo justifican, tiene en su epicentro a las dos camareras de la cantina de un centro de experimentación científico nuclear en la Union Soviética posestalinista. Se llevó el premio a la contribución artística por la fotografía portentosa de Jurguen Jurgues, un genio que llegó a trabajar en la primera etapa de Rainer Werner Fassbinder. Es una película provocadora, claro, por el naturalismo usado para recrear esa atmósfera densa y para filmar escenas de contenido sexual muy explícito, o una interminable sesión de tortura de la cual la protagonista difícilmente saldrá ilesa. Este premio llevaba el nombre de Alfred Bauer, uno de los miembros fundadores de la Berlinale y director del evento hasta 1976. Pero recientemente un artículo de Die Zeit reveló el pasado nazi de Bauer y su cercanía con el mismísimo Goebbels, lo que obligó a las autoridades del festival a eliminar su nombre del premio, a apenas unos días del comienzo de la 70ª edición. Este premio, algunos lo recordarán, es el que se llevó a su casa Adrián Biniez por Gigante en 2009. Habría que preguntarle si tiene a mano el liquid paper para borrar el rastro del ahora innombrable.
Existe una segunda parte de este film, titulada DAU. Degeneratsia, de seis horas de duración. Fue exhibida también en el festival, aunque fuera de concurso y en la sección Berlinale Special. Es que, como lo ha explicado su director, todo el equipo forma parte de un proyecto –megalómano– en el marco del cual ya se ha rodado material (en fílmico) para unas 13 películas. Todas recrean ese centro de experimentación científica soviético que existió realmente entre 1938 y 1968, y para poder hacerlo el equipo construyó un estudio de 12.000 metros cuadrados en la ciudad de Charkiw (Ucrania). Los 400 voluntarios que se incorporaron al proyecto –que justificó hasta una “instalación” en el Centro Pompidou de París– debieron reproducir la forma en que vivieron, en su día, los habitantes reales, incluyendo el trabajo, la comida, las costumbres y hasta la moneda usada y el valor de compra de la época. El resultado es un cine radical, brillante, transgresor y profundamente político, que el director define como un análisis de los sistemas totalitarios.
Los films que quedan fuera del palmarés, algunos de ellos inmensos, también darán que hablar en los próximos meses, cuando sean redescubiertos por otros festivales o porque –milagros de la distribución mediante– lleguen a las pantallas de algunos de los países cuyos públicos reclaman cine de verdadera creación. La lista es larga, y es una prueba de la fuerza que muestra ya la esperanzadora etapa inaugurada por Chatrian, especialmente en una sección oficial que nada tiene que ver con el mortecino período final de Dieter Kosslick como director de la Berlinale.
Entre las que quedaron afuera en esta oportunidad está, por ejemplo, la inspiradísima First Cow, de Kelly Reichardt, un western sobre la fuerza de la amistad entre dos hombres de distintas etnias; una especie de melting pot de entendimiento interracial que no parece ajeno al clima de intolerancia que sufre Estados Unidos en las garras del trumpismo. O la delicada Le sel des larmes, del último representante (o el legítimo primer heredero) de la Nouvelle Vague, Philippe Garrel, que narra las aventuras amorosas de un muchacho de provincia en el París de hoy, pero con las claves de relación con las mujeres propias de quien no ha madurado y daña con su egoísmo. Bajo la aparente ligereza con la que describe los erráticos comportamientos del muchacho se esconde una fina crítica a la cobardía masculina, en este caso arraigada generación tras generación. O la inmersión tenebrista y radical de la última obra de Abel Ferrara, Siberia, en la que explora los espectros de su tortuoso inconsciente. El palmarés de la sección oficial también quedó huérfano de cine latinoamericano, y eso que anida cine más que notable en la brasileña Todos os mortos (Marco Dutra, Caetano Gotardo) y en la argentina El prófugo (Natalia Meta): ambas propuestas se inscriben, cada una con una personalidad singularísima, en el territorio del fantastique o del terror. El mismo menosprecio sufrió Days, de Tsai Ming-liang, un consagrado que retornó a los grandes festivales tras siete años de ausencia.
Chico ventana también quisiera tener un submarino, de Alex Piperno, se lleva el premio de los lectores del Tagesspiegel
El único director uruguayo que participaba en esta edición de la Berlinale recibió el premio del periódico Tagesspiegel, otorgado por un jurado de nueve miembros al mejor film de la sección Forum. Según la justificación, el film“hace que realidad y ficción se fusionen en claras, bellas imágenes de un modo cautivador. Entre lo onírico y lo racional, encuentra puertas y pasajes aparentemente imposibles en territorios fronterizos. La forma y el fondo están perfectamente equilibradas en la obra de Alex Piperno. Su film funciona como una súplica por la apertura de esas fronteras: sólo cuando logremos atravesar las puertas tendremos éxito en la unión global”.
El film de Piperno llegará en pocos días al festival de Nuevos Directores de Nueva York, se estrenará luego en Uruguay en la próxima edición del Festival de Cinemateca y seguirá su periplo hacia certámenes como el de Jeonju, en Corea, y otros.
La opera prima de Piperno profundiza en el estilo casi experimental en el que venía trabajando con éxito en sus cortos anteriores: La inviolabilidad del domicilio se basa en el hombre que aparece empuñando un hacha en la puerta de su casa (2011); ¡Hola, los fiordos! (2016); Los cebúes (2017) y Lloren la locura perdida de estos campos (2019). Chico ventana es, sobre todo, una obra muy lúdica, que transgrede todos los códigos de la narración convencional e invita al espectador a dejarse llevar por esas imágenes tan sugestivas, por esa cadencia sinuosa en la que no hay lugar para lo absurdo, porque todo es posible. El film transcurre en tres universos completamente diferentes: una aldea en medio de la selva filipina, un crucero turístico que cruza la Patagonia, y el apartamento de una mujer cerca de la Plaza del Entrevero en Montevideo. Por alguna razón –o, mejor dicho, despojándose de la razón–, Piperno logra conectar esos tres universos. Algo insospechadamente audaz, innovador. El “chico ventana” del título es interpretado por el argentino Daniel Quiroga, un debutante, y la mujer que habita el apartamento, aunque no es nueva en el mundo del cine, sí lo es en el de la actuación: la escritora Inés Bortagaray. Ambos logran una actuación precisa, delicada y realista, en un film que linda con (o se interna en) lo surreal.
El público de la Berlinale, muy receptivo a todo tipo de propuestas, no sólo acompañó todas las exhibiciones de la película, llenando salas de elevado aforo, sino que participó en los encendidos debates posproyeción animados por Piperno. Habrá que esperar poco más de un mes para recibir a Chico ventana en las pantallas uruguayas.
Alejandra Trelles, desde Berlín.