Desde hace años, en el mural de la extinguida Cinemateca 18, una imagen de Federico Fellini (1920-1993) decora el paisaje urbano de Montevideo, entre cuatro “santos” del cine: más allá de cualquier discusión sobre quiénes deberían ser esos cuatro grandes, Fellini está cantado como figura emblemática de la noción de autor cinematográfico.

El 20 de enero se cumplieron 100 años del nacimiento de Fellini, uno de los nombres capitales en el establecimiento del circuito del cine de arte, que se dirigía a un público ávido de temáticas y tratamientos más adultos y aventurados que aquellos que permitían la autocensura puritana estadounidense y las condicionantes comerciales de Hollywood. Esa veta, impulsada por la fuerte influencia de las tendencias modernistas que afectaron a la cultura de posguerra, se benefició de nuevas facilidades establecidas en Europa para coproducir películas, y, de hecho, 15 de los 20 largometrajes de Fellini son coproducciones, casi todas ítalofrancesas.

En ese tipo de cine, el autor es algo más que “el que dirigió la película”, porque el espectador empieza a dialogar con una visión personal que se va definiendo obra a obra. En ese juego, Fellini fue muy fácil de ubicar entre los “autores”. Su pedigrí incluía participaciones destacadas como guionista en obras fundacionales del neorrealismo, el movimiento que fue la fuerza mayor para establecer el nuevo mercado, modo de producción y disposición de recepción del cine de arte. Por otro lado, eran muy evidentes sus constantes temáticas y estilísticas, y, desperdigados en su filmografía, se hallan fragmentos de una casi autobiografía: en 8 ½ (Ocho y medio, 1963) vemos a un niño de una pequeña ciudad sometido a una educación católica represiva; en Amarcord (1973), al adolescente en etapa de iniciación sexual; en I vitelloni (Los inútiles, 1953), al joven de Rimini que finalmente decide dejar atrás la vida provinciana; en Roma (1972), al joven recién llegado a la capital. En La dolce vita (1960) describe al joven periodista testigo de aspectos de la Roma moderna; en La entrevista (1987) vemos al joven periodista entablar su primer contacto con los estudios de Cinecittà, y, en 8 ½, está el cineasta ya consagrado concibiendo su próxima película. Esa noción autobiográfica se reforzaba con elementos de un universo común. Cabiria, de Las noches de Cabiria (1957), procedía de El sheik (1952); Giudizio está tanto en Roma como en Amarcord, y en esta reaparece la monja enana de Los payasos (1970).

Su cine tendió a ser fácil de apreciar por el gran público. Y más allá de todas sus extrañezas y novedades, atrapaban los componentes de humor, nostalgia, sensualidad, pintoresquismo italiano, amor al arte popular y aversión a un intelectualismo pedante. Fellini batió el récord del Oscar a Mejor Película Internacional, con cuatro ganadoras: La strada (1954), Las noches de Cabiria, 8 ½ y Amarcord. Esa popularidad le otorgó la rara oportunidad de hacer cine de arte con unos formidables recursos de producción.

Los inicios

Fellini nació en Rimini y estudió en un colegio católico. Fascinado con las historietas, se convirtió en un excelente dibujante, y a los 17 años ya trabajaba en revistas como caricaturista e inventor de chistes. A los 19 años se mudó a Roma, donde trabajó como periodista y caricaturista, y empezó a conectarse con el medio cultural capitalino. También se estableció como autor de sketches para los números cómicos de Aldo Fabrizi, y cuando este empezó a actuar en películas en 1942, incorporó a Fellini como responsable de algunos de sus diálogos graciosos (la puerta de entrada al cine).

Roberto Rossellini se acercó a Fellini, sobre todo, con miras a obtener la participación de Fabrizi en Roma, ciudad abierta (1945). Fellini terminó siendo coguionista (nominado al Oscar) de esa obra que lanzó el neorrealismo, y en la que también ejerció como asistente de dirección. En Paisà (1946), otra obra maestra neorrealista de Rossellini, fue, además, director de segunda unidad.

Neorrealismo rosado

Casanova, año 1976.

Casanova, año 1976.

Consagrado como guionista, Fellini aportó libretos para Alberto Lattuada y Pietro Germi. Lattuada le concedió la codirección de Luces de varieté (1950), y finalmente Fellini accedió a su ópera prima, El sheik (1952).

Estas dos primeras películas en las que Fellini figura como director se inscriben en el llamado neorrealismo rosado, una versión políticamente inofensiva de neorrealismo en el que el entorno de personajes populares es el trasfondo para comedias o dramas sentimentales.

No pasó demasiado con ellas, pero es notable cómo ya contienen varias de las características que consagrarían a Fellini: está el cariñoso tributo a unos cándidos entretenimientos populares (en este caso, el varieté y las fotonovelas), y la forma de introducirlos con algún aspecto que, aislado, luce demente y absurdo, hasta que lo ubicamos en su contexto. Allí también vemos obsesiones fellinianas tales como los artistas trashumantes, las playas, las calles nocturnas vacías, las fuentes romanas, la mugre sobre los adoquines, las carreteras desiertas, el efecto poético de eventos climáticos (lluvia, viento, el piso mojado reflejando las luces de la noche, la bruma).

Son notables el gusto y el talento para filmar el caos humano, con su combinación de bullicio, exasperación, alegría, ridículo y diversidad. El cuerpo humano se celebra, sobre todo el femenino, desde unos esbeltos perfiles hegemónicos hasta la abundancia de esas mujeres “fellinianas”, es decir, gordas tetonas y culonas con expresión lasciva. Y de hecho es curioso el acercamiento de Fellini al erotismo, ya que la acción propiamente sexual, cuando no está pudorosamente omitida, siempre tiende a ser grotesca, bizarra.

Esa vitalidad es un componente de optimismo, pero termina predominando la amarga noción de una prisión existencial. El veterano actor decadente se beneficia del amor y del perdón de su esposa adorable, pero no se puede contener de meterse en destructivos amoríos con jóvenes beldades. El recién casado se percata de que nunca va a igualar, en las fantasías de su esposa, el lugar del jeque blanco de las fotonovelas.

El sheik contiene atisbos de esa intrusión poética en el neorrealismo, a la que el brasileño Glauber Rocha llamó neosurrealismo. En la visita al set de las fotonovelas, Wanda (la esposa) termina vestida de odalisca en los brazos del jeque blanco, mientras, al fondo, se destacan contra el cielo unas escaleras altas con los equipos de iluminación.

En Luces del varieté actúa la notable Giulietta Masina, compañera del cineasta, musa y presencia destacada en varias de sus películas, hasta Ginger y Fred (1986). Y en El sheik comienza otra colaboración fundamental: el gran compositor Nino Rota encontró con Fellini una veta especial, llamativo pastiche estilístico en el que conviven modernismo disonante, impresionismo, melodías nostálgicas, sentimentalidad compenetrada, lounge, valsecitos, pop italiano y circo. Hasta su muerte, en 1979, Rota hizo la música de todas las películas de Fellini, y su contribución es parte inseparable del encanto de esas obras.

La primera madurez

La segunda película en solitario, I vitelloni (1953), es la primera con un componente autobiográfico. Esa descripción cómica, nostálgica, un poco amarga, del cotidiano indolente de jóvenes de clase media en Rimini, es una obra maestra y consagró a Fellini como director. Al final, Moraldo parte hacia Roma en la madrugada, y la cámara recorre, una a una, las camas de sus compinches dormidos, como si fuera el tren que pasa y les echa una última mirada mientras los deja atrás: primer gran momento de poética cinematográfica de Fellini.

En sus tres siguientes películas (La strada, Il bidone y Las noches de Cabiria) el cineasta se acercó al neorrealismo serio: tienen humor y poesía, pero son tremendamente amargas, y los finales son tristes, tristes, tristes. Un factor que, sin anular los apuntes sociales críticos, conecta con los desenlaces melodramáticos de las óperas veristas. Las tres terminan con sus protagonistas tirados en la tierra o en la arena: Zampanò y Augusto, carcomidos por el remordimiento; Cabiria, despojada de todos sus bienes e ilusiones. Sólo que, en el caso de Cabiria, unos jóvenes y gozados músicos callejeros la envuelven y parecen señalarle, en su disfrute sencillo, un motivo para seguir viviendo.

Modernidad y modernismo

La dolce vita (1960) fue un vuelco en esa filmografía, sobre todo por su énfasis en personajes opulentos. No fue propiamente una sorpresa: Rossellini ya había dado ese paso en 1954 (con Viaje a Italia), y la tendencia obedecía a los nuevos datos, inevitables, de la modernidad en la Italia del “milagro económico”, con su acopio de nuevas problemáticas que no se podían reducir a la mera desigualdad de ingresos: un mundo de farándula, autos descapotables, estrellas mediáticas, intelectuales extranjeros con fuerte acento, vínculos afectivos casuales, misticismo new age, angustiante vacío existencial.

Ese mundo moderno estaba aun más plagado de choques poéticos que el otro. Los apartamentos amplios con bienes de consumo se alternaban con el viejo palacio renacentista de un aristócrata decadente y con la masa popular enloquecida por un supuesto milagro. En el primer plano de la película unos helicópteros trasportan una estatua de Cristo sobre unas ruinas antiguas, condensación surrealista de las Romas imperial, católica e industrial.

Pero la modernidad de La dolce vita va más allá de la temática. La forma es episódica, y deambulamos sin rumbo fijo de una escena a la otra. Algo de eso pasaba ya en La strada y Las noches de Cabiria, pero en ellas se construía cuidadosamente el final melodramático. En La dolce vita no hay nada, salvo los caprichos de Fellini para delimitar los devaneos de Marcello, quien es, de por sí, un personaje “modernista”, sin objetivos precisos, o incluso con objetivos volubles y contradictorios. La opulencia de los personajes posee también la forma: son tantas las escenas, las observaciones, los descubrimientos, los estados, que la película, de tres horas de duración, es como un banquete empalagoso. Ya tenemos empanturrada nuestra sensibilidad, pero todavía sigue esa extensa fiesta descontrolada. La abundancia obscena de estímulos extraordinarios termina reduciéndose a una nueva forma de monotonía. Como Zampanò, Augusto y Cabiria, Marcello termina tirado en la arena, aunque ya no hay melodrama, tan sólo la poética situación de no entender qué le grita la niña del otro lado del arroyo (primero de los grandes finales abiertos de Fellini).

Con la siguiente entrega, 8 ½, Fellini se sumó al empuje modernista de colegas como Jean-Luc Godard, Luis Buñuel y Alain Resnais. Un cineasta famoso llamado Guido (que se viste como Fellini y tiene su edad) se esfuerza por llevar a cabo una película que procesa sus recuerdos de infancia. La película que Guido está concibiendo es un espejo de la que estamos viendo: en ella un cineasta procesa sus recuerdos de infancia. Un crítico comenta las ideas de Guido en forma arrogante, insensible, dogmática, lo que contribuye a quitar estímulo a nuestro posible empeño de interpretación y de moraleja. El título 8 ½ no se refiere a la anécdota, sino a la posición de la obra en la filmografía de Fellini (su octavo largo unipersonal, y el “½” puede correr por cuenta de la codirección de Luces de varieté, o de un par de episodios para películas colectivas). La “realidad” de la ficción se entrevera con su versión filmada y también con sueños, recuerdos y fantasías, en los que Fellini da rienda suelta a su imaginación para lo grotesco, lo absurdo, lo mágico, lo caricaturesco. El cierre es más que un mero “final abierto”, ya que es irresoluble: no sabemos si esa danza circense integra lo real, la fantasía de Guido, o es una intervención narrativa alegórica.

En 8 ½ Fellini termina de desarrollar su manera de coordinar los movimientos de cámara con la puesta en escena. El plano general de un fraile es intervenido por la entrada, en plano medio, de dos señoras que pasan. La cámara se distrae del fraile y las sigue, hasta que vislumbramos, detrás de ellas, dos monjas que ayudan a un viejito a sentarse, y la cámara se detiene en ellas, permitiendo discernir, más al fondo, a dos curas que se acercan. Parece que ellos van a acaparar nuestra atención, pero antes de que eso sea posible, entra en primer plano y los cubre una mujer de expresión severa. Hay un montaje espléndido de varios planos realizados con ese criterio, fascinados por la variedad de la fauna humana, observada en forma ácidamente sardónica y, al mismo tiempo, enamorada. De todo el maravilloso ciclo modernista de los años 60, cuesta pensar en una película más vívida, más exuberante que esta.

Modernismo y nostalgia

Fellini Satiricón (1968) casi no tiene anécdota, más allá del hilo conductor de un pequeño grupo de personajes. Es el fresco de una Roma antigua decadente, bárbara, un mundo de pederastia, esclavitud, canibalismo, cuerpos tullidos, mutilados, beldades, gordos, gigantes, enanos, viejos decrépitos y un hermafrodita. Las escenografías fabulosas, enormes, no tienen pretensión de verosimilitud, y los actores dicen soliloquios, hablan a cámara, gesticulan en forma grotesca o ritualística.

Los payasos y Roma entreveran ficción con documental y seudodocumental. Vemos al propio Fellini filmando o hablando de la película que está haciendo, pero el “equipo de filmación” que lo acompaña está interpretado por actores –al equipo técnico de verdad, que los está filmando, no lo vemos–. Son obras armadas casi por asociación de ideas: en Roma, una clase sobre el Rubicón engancha con una escena en que un veterano comenta una estatua de César, y cortamos a una representación (a lo Satiricón) del asesinato de César, que resulta ser una representación teatral (oímos aplausos). Roma es como una versión moderna de una “sinfonía de la ciudad”, a la manera de las de Dziga Viértov, Walter Ruttmann y Jean Vigo, pero contagiada de ficción y fantasía.

Amarcord tiene una estructura casi tan aventurada como esas dos anteriores, pero la unidad de lugar y tiempo (la Rimini de la adolescencia de Fellini) y el tono decididamente humorístico y cargado de nostalgia favoreció una gozosa recepción masiva, y le valió su cuarto Oscar.

Luego de esa alegoría sociopolítica que es Ensayo de orquesta (1979), cada una de sus películas incursionó en algún terreno particular: la masculinidad frente al feminismo en La ciudad de las mujeres (1980), la sociedad europea en vísperas de la Primera Guerra Mundial en Y la nave va (1983), un homenaje a los viejos musicales de Hollywood en Ginger y Fred (1986), un ejercicio autorreflexivo, aun más radical que los anteriores, en La entrevista (1987). Cada una de ellas tiene lo suyo, aunque, a esa altura, como suele pasar con los artistas ya veteranos, los fellinismos reiterados llaman más la atención que posibles aportes fértiles a la época que se vivía. Su última película, La voz de la luna (1990) es tremendo embole. Contiene una frase que sintetiza en buena medida el cine de Fellini, pero que, al volverse explícita, connota la aceptación de una falta de sintonía con la modernidad que la película proponía confrontar con los inocentes delirios del protagonista: “Cómo me gusta recordar... Más que vivir. Además, ¿cuál es la diferencia?”.

Política

Anita Ekber dibujada por Fellini.

Anita Ekber dibujada por Fellini.

Debe de haber sido frustrante para la izquierda italiana no haber podido contar con una adhesión más clara de una figura cultural poderosa como Fellini. El optimismo del materialismo dialéctico no condecía con el descreimiento del cineasta en la posibilidad de evolución de la conducta humana. En sus películas, los ricos se dedican a juegos pueriles; la masa, cuando no está fanatizada por la religión, lo está por un líder político o por el consumo desenfrenado; los profesionales (funcionario, médico, sacerdote, profesor, policía, abogado, prostituta) siempre defraudan con su actitud somnolienta y sus respuestas rutinarias, enajenadas, apáticas.

Sólo la sensualidad, el goce en el baile, en las formas artísticas sencillas y, para unos pocos, con alma poética, algunos momentos de introspección parecen darle algo de sentido a la existencia. Los niños, antes de que los termine de comprometer la educación y la religión, son el principal reducto de esas virtudes.

En todo caso, Fellini era claramente antiautoritario, y su aversión al fascismo, comentado irónicamente en Roma y Amarcord, es mucho más evidente en su cine que su ajenidad al comunismo. El movimiento hippie, con su colorido, su indolencia y su gozadera, le cayó simpático, y la escena de Roma en que la Policía apalea a un grupo de jóvenes ante los comentarios satisfechos de burgueses cuenta entre lo más directamente político de su filmografía.

Legado

El cine de Fellini tuvo una enorme repercusión, mucho más allá del selecto alcance al que se suele confinar el cine de arte. La dolce vita fue uno de los emblemas de su época, que contribuyó a definir, a concretar, a establecer los nuevos componentes de la cultura consumista y cosmopolita en el juego estético. El personaje del fotógrafo llamado Paparazzo dio origen al nombre, adoptado en todo el mundo, que se da a los fotógrafos acosadores; y la Fontana di Trevi debe buena parte de su valor turístico a la escena en que Anita Ekberg entra al agua de noche con su espléndido vestido negro.

Paolo Sorrentino es quizá el caso más claro de un cineasta que deriva casi totalmente del cine de Fellini. En forma más localizada, pero aun más clara, Woody Allen hizo al menos tres imitaciones expresas del italiano: Stardust Memories (Recuerdos, 1980) es su versión de 8 ½; Días de radio (1987), de Amarcord; y Celebrity (1989), de La dolce vita. Sweet Charity (1969), de Bob Fosse, es una adaptación musical de Las noches de Cabiria, y luego el director haría su “ocho y medio” personal con All that Jazz (El show debe seguir, 1979). Es casi imposible filmar la italianidad (sobre todo fuera de Italia) sin pasar por Fellini, y se puede ver muchos ejemplos de ello en el cine de Francis Ford Coppola y Martin Scorsese. I vitelloni fue la película preferida de Stanley Kubrick, y Fellini puede tener que ver con las caricaturas grotescas de La naranja mecánica (1971).

El patrón de colores fuertes, con predominio de rojos vivos y amarillos, que Fellini adoptó en cuanto empezó a filmar en colores (con Julieta de los espíritus, 1965) es sólo uno de los rasgos fellinianos detectables en Pedro Almodóvar. Amarcord contribuyó a reflotar el esquema de cine coral, que repercutió, por ejemplo, en Nashville (1975, de Robert Altman). Y podría sumar decenas de otros ejemplos, no siempre comprobables o precisos, porque el alma de Fellini está diluida en la atmósfera del mundo del cine; es imposible no respirarla. Y, siendo así, mejor aun apreciarla de primera mano, ya que la mayoría de sus películas preservan el poder de conmover, hacer reír, sorprender, maravillar.

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