Hace unos años, cuando la embajada argentina invitó a Horacio Fontova (1946-2020) a una gira por Uruguay (en la sala Zitarrosa y el teatro 25 de Mayo, de Rocha), y El Negro se paseaba mirando los retratos de los embajadores argentinos en nuestro país, se detuvo, sonriendo, frente al del primer diputado socialista electo en América, Alfredo Palacios, y recordó cuando usaba bigotes en su honor y no por Salvador Dalí, como muchos creían.
En ese entonces, ya sin el bigote y el pelo largo que lo caracterizaron durante años, el músico, compositor, cantante, actor, escritor y dibujante, que marcó a generaciones con sus canciones humorísticas, que hizo carcajear a tantos junto a Jorge Ginzburg en Peor es nada, y sorprendió a muchos con sus trazos en la mítica revista contracultural Expreso imaginario, le decía a la diaria que había derivado hacia “un poco de todo”, manteniendo su veta libertaria: “Cuando era chico me gustaba mucho Frank Sinatra, las canzonetas italianas y, desde siempre, nuestro folclore”, a los que volvía “sin hacer chistes”, porque reconocía que, si bien había mucho humor en su show, esa no era su forma. “Más que humor es delirio, locura, situaciones, relaciones con gente imaginaria y mucamas peruanas en París que no me quieren”.
A Fontova, que falleció este lunes a los 73 años, luego de pelear durante años contra el cáncer, la mayoría de los uruguayos lo conocimos por su programa televisivo junto a Ginzburg, y no por su música, incluso cuando se relacionó con músicos locales como Daniel Maza, el Negro Rada, con quien dio una serie de conciertos en 1987 titulados Oscura pareja, o Leo Maslíah, quien lo recuerda como un “tipo sumamente querible”, que en las instancias en que se cruzaron “fue puro compañerismo y afecto”. Entre esas instancias se encuentran Fontova presidente (1988), concierto en el que Maslíah representaba al “jefe de Todos los Servicios de Inteligencia”, o el recordado Maslíah–Fontova: bienvenidos a la Argentina (1985), además de que Fontova versionó algunos temas suyos (“Agua podrida” y otros).
Sobre el concierto, El Negro contaba que, en aquella época, con Maslíah veían esa cuestión de venerar a aquellos que triunfan en el exterior y que cuando vuelven al país se transforman en ídolos. “Él había ido a Buenos Aires y yo había venido acá; ninguno había viajado mucho. Le llamamos Maslíah-Fontova: bienvenidos a la Argentina, como si hubiéramos llegado de triunfar en algún lugar”. Sobre el cruce con Rada, decía que habían usado un afiche muy gracioso, de doble paño y fondo rosa, con un corazón de flores en el medio, “que tenía una foto de nosotros dos en la cama, tomando mate. Con esa imagen inundamos Buenos Aires. Cuando terminaban los recitales salíamos todos con los tambores y hacíamos una llamada hasta el Obelisco, ida y vuelta, los sábados a la noche por la avenida Corrientes”. Y lo recordaba como uno esos cruces que nunca volvieron a repetirse.
Comienzos
Fontova nació a fines de 1946, en una familia cercana a la música. Su padre era cantante lírico –y productor de cine–, su madre, concertista de piano, y su abuelo paterno, un gran violinista creador de la Sociedad Porteña de Música de Cámara. Fue a un colegio de curas y al liceo naval, del que lo echaron, mientras despuntaba las tardes peleando en las plazas del centro (“En el barrio, que tenía tres plazas, había varias bandas. Yo pertenecía a la plaza que quedaba sobre la calle Lavalle, la del medio era una zona neutral, y la tercera era la que daba a la calle Córdoba, que pertenecía a la banda de los chetos. Lavalle era más popular: quedaba del lado de los conventillos. Ahí se armaban peleas, pero no eran para nada sangrientas, era más bien una cuestión de honor y territorios. No había falopa, nadie estaba dado vuelta. Éramos inocentes, nos creíamos que estábamos en una película de cowboys”).
Siempre reconocía que él debería haber sido un músico “serio”, como sus padres y su abuelo, aunque aquellos Fontova clásicos no se salvaron de ser “una manga de dementes”. Decía que al principio, el solfeo y la teoría musical le habían resultado tediosos, hasta que, en un cumpleaños de su adolescencia, apareció una prima guitarrera y folclorista que le regaló una guitarra, y le enseñó a tocar zambas, cuecas, chacarera y bailecitos. Así, casi de improviso, comenzó su carrera folclórica.
Con el tiempo, al cruce de géneros comenzó a incorporar la parodia, el humor y la crítica, pasó a desarrollar la vertiente del rock teatral y a investigar la tradición folclórica argentina. Llegó a editar casi una decena de discos (Fontova trío, 1982; Fontova y sus sobrinos, 1985; Me siento bien, 1987, o Fontova-Negro, 2004, que ganó el premio Gardel 2005, con Daniel Melingo en el clarinete y León Gieco en voz y armónica), y numerosos espectáculos, como Fontovarios (2002), con Liliana Herrero y Daniel Melingo como invitados. Aunque su mayor proyección fue en televisión. Además de Peor es nada, uno de los programas más destacados en la larga tradición humorística de la televisión argentina, en 1998 creó y protagonizó Delicatessen, otro programa humorístico en el que trabajó junto a Diego Capusotto, y que si bien sólo duró una temporada por la poca audiencia, muchos coinciden en reconocerlo como un ciclo de culto. También en esa línea, pero enfocada en lo escénico, a mediados de los 90 reemplazó a Daniel Rabinovich en una gira de Les Luthiers por España, muy elogiada en su momento. Durante esa década, fue uno de los contados artistas de la cultura pre 90 que nunca coqueteó con el menemismo.
Si no reís, morís
En los últimos años continuó dando conciertos como solista, apoyando a los gobiernos kirchneristas (“mientras que los que apoyamos el modelo kirchnerista lo hacemos porque apoyamos proyectos e intentamos contribuir con trabajos que brindan nuevas propuestas, los anti se dedican a disentir, difamar, insultar, descalificar, sin proponer nada, y encima se autodenominan peronistas”) y escribiendo libros de cuentos.
En su último encuentro con la diaria, cuando le comentamos que en algunas de sus canciones se percibía cierto humor irónico y dolido, decía que si bien no todas sus letras eran humorísticas, apelaba al humor irónico porque le quitaba aspereza al dolor. Algo que, para él, se volvía “un fenómeno vasodilatador, mientras que todos los sentimientos a los que estamos acostumbrados son vasoconstrictores, como el miedo, la desconfianza y la inseguridad. Eso es algo que aprieta las arterias; en cambio, el humor libera. Como dicen los gauchos: ‘Negro, si no reís, morís’”.