Femenina, 62 años, ama de casa. Antecedentes de diabetes mellitus sin apego al tratamiento, hipertensión arterial mal controlada, además de enfisema pulmonar por haber cocinado con leña toda la vida. Acude a la emergencia a las seis de la tarde acompañada por dos hijas, con historia de disnea de un día de evolución, no asociada a fiebre ni a expectoración. Ingresa con palidez generalizada e inestabilidad de signos vitales. Se decide traslado al área de cuidado crítico por falla respiratoria inminente. La hija de la paciente dice que no ha salido de casa y no ha tenido contacto con personas ajenas a su círculo familiar en el último mes, pero ahora que ya existe transmisión comunitaria y que el contacto con viajeros ya no es requisito para considerarse sospechoso, se aborda como caso de covid-19 y se asumirá positiva hasta tener el resultado de la prueba.
Se toman muestras de sangre y de secreciones respiratorias, incluyendo la específica para el virus; se infunden drogas para mejorar la presión arterial y se conecta al equipo de respiración mecánica. A pesar de recibir el soporte vital y todos los medicamentos necesarios, fallece a las diecinueve con cuarenta. Sigue pendiente el resultado, y por protocolos de laboratorio, saldrá en una hora.
Le hago saber a la hija del deceso, y le explico que, en el contexto actual, se deben seguir los lineamientos específicos. Esto es, ella debe ingresar al área de aislamiento respiratorio para reconocer el cadáver, que será colocado en una bolsa sanitaria de nailon biodegradable, y luego será trasladado a la morgue. No está permitido un velorio ni otro servicio religioso; tampoco el embalsamamiento, y después de la entrega el cuerpo deberá ser enterrado en un lapso menor a seis horas sin volver a exponerlo a la vista.
La hija insiste en que la madre no debe considerarse sospechosa pues no salía de casa mucho antes de que la pandemia llegara al país. La escucho y le hago ver que, si resulta positiva, se estaría exponiendo a un riesgo muy alto a todo el equipo médico, a los enfermeros, a los conserjes y al personal de la morgue, y por ende al resto de trabajadores del hospital, a sus familias y al resto de pacientes hospitalizados. Ella aprieta las manos y respira hondo.
Voy a la morgue en busca de la bolsa para el traslado. El encargado pregunta por el peso y talla de la difunta. No tengo idea, así que improviso: 60 kilogramos y 1,60. Se dirige al fondo de la sala y toma, entre los frascos de formol y las camillas metálicas, un rollo de color negro igual a los de bolsas para basura, pero de dos metros de altura. Vuelve haciéndolo girar sobre el piso en posición vertical. Toma el borde libre del nailon y desde allí empieza a estirar la mano para medir. Con una tijera metálica que mide casi lo mismo que un machete, corta en línea recta de un tajo. Dobla la bolsa, me la pone debajo de la axila y me entrega también una botella con hipoclorito de sodio para desinfectar la cara interna de la bolsa y el cuerpo desnudo.
El médico a cargo de cuidado crítico me llama pidiéndome el espacio pues hay otros dos pacientes en la emergencia con necesidad de utilizar la cama. Me acerco a la hija para el reconocimiento. La guío al cubículo y antes de entrar se coloca bata, gorro, guantes y zapatos aislantes. Sobre la camilla yace el cuerpo cubierto por una sábana que alguna vez fue blanca. Un enfermero descubre el rostro y, a un metro de distancia, la mujer constata que se trata de su madre. Vuelve a llorar y amaga con abrazarme. Me alejo en forma refleja, como reacción condicionada que he adquirido en estas semanas.
Salimos y le pido el documento de identidad para redactar el certificado de defunción. Lo pone en mi mano y vamos al escritorio. Insiste en que su madre es negativa. Le recalco mis puntos y termina aceptándolos. Llamo al laboratorio para saber si ya está el resultado, pero me informan que, por un desperfecto técnico, el resultado estará a las seis de la mañana. Son las nueve y media de la noche.
El médico de cuidado crítico vuelve a llamarme. En la morgue me exigen el resultado. Les explico a ambos la situación. La mujer me pregunta si puede reservar un funeral para su madre, y le repito que, por ahora, no.
Logro convencer al encargado de la morgue de que acepte el cuerpo en depósito durante la noche. La hija me plantea la posibilidad de irse a casa y volver al amanecer, cuando ya esté el resultado. Termino el certificado y se lo brindo para utilizarlo como salvoconducto para movilizarse. Hay toque de queda en todo el país desde las dieciséis hasta las cuatro de la mañana. Se marcha confiando en no cruzarse con la Policía.
Pasadas las diez, el estómago me recuerda que es hora de cenar. Voy al comedor y las cocineras se han marchado. Sólo queda la encargada de limpieza. Me dice que no hay nada y me ofrece una bolsa de pan. La recibo y camino hacia la entrada de la emergencia. Salgo a la calle. Los puestos de comida están cerrados y tampoco hay servicio a domicilio. Me siento en la acera y me quito la mascarilla. Arranco un trozo de pan y lo mastico a secas con el resto de una botella de agua que me sobró del almuerzo.