Todo resulta anacrónico y venido a menos en el cine Pacífico, de Miraflores, en Lima. La barra de refrescos y golosinas en el hall parece una cantina que se prepara para un baile de campaña. Todo es demasiado grande para las pocas personas que estamos en la sala en esa función de media tarde. Y, sin embargo, ahora añoro ese descampado. Ahora que todo es Netflix o Qubit, es bueno recordar que también existió el cine fuera de las pantallas diminutas de la claustrofobia.

A primera vista existe cierta inutilidad en ir al cine durante un viaje. ¿Para qué gastar el tiempo que se podría usar en un museo o en un bar de carácter local en hacer algo que podría hacerse en la ciudad propia? Sin embargo, en ese viaje de los veinte años, cuando entré al cine Pacífico de Miraflores, yo quería dejarme interrogar por “algo más” que los reclamos turísticos de la capital peruana. Encontrar “la velocidad” contenida en cada cosa, como postulaba Ferreira Gullar, el neoconcretista brasileño, en su “Poema sucio”. Esas circulaciones de azúcares y alcoholes que forman la esencia de una manzana que ahora mismo, ahí afuera, está mordiendo esa muchacha limeña que no se decide a entrar a ver El silencio de los inocentes (1991).

Y después me quedó el vicio: ver alguna película en las ciudades donde estaba. No fue planificado. Simplemente comenzó con esa función en el cine Pacífico. Podría tomar cada una de esas experiencias recogidas a partir de esa primera vez y trazar una superficial antropología de lo cotidiano. Los hondureños que entran en cualquier momento de la función y se quedan hasta el siguiente pase, cuando la película llega al punto en el que estaba cuando habían entrado, por lo que indefectiblemente ven antes el final que el principio. Los cubanos y ese espectáculo paralelo que montan en la platea con su costumbre de hacer comentarios en voz alta, conversando con lo que ocurre en la pantalla y con los otros espectadores. Las funciones dobles en Bogotá.

En San José de Costa Rica vi Golden Eye (1995), de la saga de James Bond. Viajar es descubrirse. Verla fue conectar de nuevo con mis diez años, cuando vi mi primer Bond en La espía que me amó (1977). Un galán bien peinado y una beldad en peligro. Un villano de dientes metálicos. Luego vería todas y cada una de las partes del ciclo. Con el tiempo afirmaría que el mejor Bond no es Sean Connery, sino Timothy Dalton. Apreciaría a Pierce Brosnan pese a sus tics de petimetre. Dudaría de Daniel Craig. Nunca aceptaría a Roger Moore aunque haya sido el Bond de mi infancia. Rescataría a George Lazenby como una rareza. Su única película, de nombre evocador (Al servicio de Su Majestad, 1969), me permitirá ver de nuevo la belleza de Diana Rigg, la soñada Emma Peel de Los vengadores (1965-1968). ¿Cómo es posible que esté escribiendo esto de alguien que fue la Cordelia de Rey Lear, que fue Medea, que fue Lady Macbeth y Cleopatra? Actriz shakespeariana capaz de encarnar a una chica Bond en las cumbres heladas de los Alpes. De ella hablaba Ferreira Gullar, seguramente.