En medio de una hambruna de eventos deportivos creada por la pandemia global, a El último baile sólo le tomó diez episodios para convertirse en uno de esos productos televisivos que, una vez culminados, hacen que sus televidentes pregunten: ¿y ahora qué hacemos?
El éxito estriba en cómo Jason Hehir logró contar una historia que te tiene aferrado al sillón, aun sabiendo su desenlace y con un Jordan conocido por todo el mundo. En la segunda mitad de los 90, y especialmente en Uruguay, ver la NBA era un fenómeno casi indistinguible de ver a Michael Jordan. Toda la NBA, incluso con los vaivenes azarosos que brinda el deporte, se construía narrativamente como un mero escenario de esa historia milagrosa: el Evangelio según san Michael. En las transmisiones prácticamente no existían los otros equipos, y si existían, solían ser presentados como meros antagonistas a superar. Ver la NBA era ser parte de un fenómeno que, a diferencia de los mitos, que se construyen décadas después de lo sucedido, se estaba escribiendo en tiempo real. Y así fue como el mito le dio forma a la realidad: en todo el campeonato de los Bulls en 1998 hay demasiados sucesos que parecen escritos en clave griega. Hasta fenómenos más laterales, como el de John Paxson reencarnado en Steve Kerr, sucedieron en la realidad de una manera tal que si hubieran ocurrido en un film parecerían un recurso forzado.
Una de las herramientas clave para consolidar este rompecabezas telenovelesco es cómo Jason Hehir estructura El último baile en dos carriles: por un lado, los comienzos de Jordan, y por otro, el campeonato de 1998, en el que los Bulls buscaban su sexto anillo, a sabiendas de que sería el último año en que estaría toda la plantilla. Así, esta serie documental se estructura en una suerte de carrera paralela en la que el fantasma del Michael del pasado avanza lentamente hasta incorporarse al Jordan del 98.
El otro gran logro narrativo es no limitar ese juego de presente y pasado a su figura heroica, permitiéndose abordar un montón de personajes tan laterales como fascinantes. Así, por cómo se muestra a cada uno de los entrevistados, a veces El último baile tiene la estructura de una película de superhéroes: está Scottie Pippen, con una vida bendecida y maldita por ser el mejor segundo jugador de la historia; Dennis Rodman, como el rebotero que puede desaparecer días antes del último partido de los play off para participar en un programa televisado de lucha libre; o Phil Jackson, como maestro zen del grupo. Pero hasta personajes mucho más pequeños elevan la narración a otra dimensión: Isaiah Thomas, como némesis de Jordan, dando su testimonio con un elegantísimo saco y chaleco a rayas que parece estar en las antípodas del estilo férreo y mala leche que tenían sus Detroit Pistons; Jerry Krause, con esa complexión batracia que hace tanto odiarlo como entenderlo; o incluso personajes efímeros, como un Gary Payton, amenazante y mucho menos respetuoso de la figura del sagrado 23.
La maldición encriptada
Hay una famosa frase de Francis Scott Fitzgerald que dice: “Muéstrame un héroe y te escribiré una tragedia”, y no podría ser más aplicable a la figura de Michael: estamos ante un tipo que después de que agarró viento en la camiseta no supo hacer otra cosa que ganar, y, tal como señala la frase, en esa victoria hay una maldición encriptada. Lo interesante es que este costado trágico se debe menos a fenómenos laterales (como la muerte de su padre, o el asedio constante de la prensa) que a la competitividad que lo llevó a ser lo que es: tal como ese verso de Eté y los Problems, en las alturas Jordan está solo, solísimo. Era un hombre que debido a la exigencia a sus compañeros no era del todo querido, y tenía una vida enfocada en un único objetivo que, una vez logrado, lo dejaba en una nebulosa incierta y deprimente. La última imagen del documental, con Michael, de ojos amarillos, fumando un habano, solo en ese gigantesco y blanco living (que ni siquiera es parte de su casa; algo que condice con la decisión de dejar a su familia prácticamente recortada del metraje), que sólo se lamenta por la posibilidad perdida de haber conquistado un séptimo anillo, es el retrato trágico de alguien que, en su vida, lo único que supo fue ganar (y con un costado tanático entrelazado a la fascinación del perder, que explica su adicción al juego).
Pero ver El último baile encapsula otra tragedia, que es la del fin de un básquetbol que ya no existe. Aun con figuras increíbles como LeBron James o Stephen Curry, el básquetbol actual nunca va a dar con alguien como Jordan, no porque la existencia de alguien con esa destreza sea imposible de repetirse (un pensamiento de corte religioso), sino porque el deporte en sí cambió. Desde el vamos, hubo una serie de cambios de reglas, como la prohibición de que el defensa se apoyase en el atacante (introducida en 2004), que diluyó el peso de lo defensivo y amplificó las libertades de tiro. Así, los jugadores actuales tienen mucha más movilidad y capacidad de penetración, contrario al show de hundidas que esta ley prometía, lo que terminó por generar una mayor amplitud de rango para los tiros de larga distancia, algo que entendió Steve Kerr, director técnico de los Golden State Warriors, el gran campeón de los últimos tiempos. En términos estadísticos, Kerr comprendió que si hipotéticamente sólo se tiraran tiros de tres, con apenas un 40% de efectividad, ya se obligaría al equipo contrincante a meter un elevadísimo 60% de tiros de dos. Así, con mucha menos presión defensiva, la NBA se fue convirtiendo en un concurso de triples en el que los jugadores fueron perdiendo muchas de las características propias de sus posiciones, y se difuminaron, por ejemplo, los roles más idiosincráticos de los pivots, sumiendo así al deporte en una partida de juego de damas –en contraposición a uno de ajedrez– en que las figuras, por más importancia que tengan, no pueden configurar del todo un escenario capaz de introducir el mismo peso de narrativas que existía en la época de Michael. Así, en el fundido a negro, ya no sólo tenemos a Jordan, sino a todos los demás. El fin de una era; el ocaso de los dioses.
El último baile, dirigida por Jason Hehir. Miniserie documental de Netflix. Estados Unidos, 2020.