Al igual que The Highwaymen, este era un proyecto trancado, que Netflix rescató e hizo suyo. Da 5 Bloods se iba a llamar originalmente The Last Tour, su director sería Oliver Stone y contaría la historia de un grupito de ex soldados (blancos) que regresaban a Vietnam, medio siglo después, para recuperar un tesoro que habían encontrado y enterrado durante la guerra.

Stone perdió interés en la idea. Ante la posibilidad, ofrecida por Netflix, de realizar la producción económicamente más ambiciosa de su carrera, Spike Lee agarró viaje, con la condición de convertir el guion en algo más acorde a sus preocupaciones sociopolíticas centrales y a lo que el público suele esperar de él. En Da 5 Bloods los soldados son negros y excusan su apropiación del oro estatal estadounidense como una reparación merecida por todo aquello de lo que fueron privados ellos y sus ancestros. A los apuntes críticos sobre la guerra (que Stone seguramente hubiera incluido) se suman los que tienen que ver con la supremacía blanca en Estados Unidos.

Las películas de Spike Lee siempre son interesantes desde el punto de vista estético. Parece tener bien incorporada la historia del cine, y su acopio de gestos cinematográficos incluye Eisenstein, blaxploitation, publicidad, videoclips, documentales militantes y videos de Youtube. El desparpajo estilístico resulta muy vital. Aquí emplea tres formatos de pantalla y alterna las imágenes “directas” con visualizaciones de las filmaciones que uno de los personajes está realizando en súper 8.

La narrativa está intervenida por imágenes documentales e inscripciones que refuerzan e ilustran algunas de las referencias que surgen en los diálogos. Muchas de esas ilustraciones son tributos a importantes figuras afroestadounidenses (Martin Luther King, Angela Davis, Malcolm X, Muhammad Ali, Aretha Franklin, el luchador independentista Crispus Attucks, el deportista olímpico Edwin Moses). Los veteranos avanzan por la jungla cantaroleando una canción de Marvin Gaye y escuchamos, superpuesta, la grabación original. Los personajes se llaman Otis, Paul, Melvin, Eddie y David, que son los nombres de la formación clásica (1964-1968) de The Temptations. Su gurú, el comandante del grupo, que murió en la guerra y cuyo esqueleto pretenden recuperar para darle un digno entierro militar, se llamaba Norman, como Norman Whitfield, productor de The Temptations.

La variedad de recursos va más allá de la militancia negra. Tenemos una visualización fantasiosa de Hanoi Hannah, cuyos programas radiofónicos buscaban sacudir la moral de las tropas estadounidenses. Hay un empleo de la “Cabalgata de las valquirias” que es una alusión irónica a Apocalypse Now (Francis Coppola, 1979). Paul realiza un monólogo mirando a la cámara. Todos los abrazos emotivos están desdoblados en el montaje, es decir, vemos el momento en que se acercan hasta abrazarse y cortamos a otro ángulo, en el que vemos de vuelta la misma acción. Quizá lo más llamativo de todo es que, en los varios flashbacks que remiten a 1968, los personajes tienen la misma apariencia que tienen hoy, pasadas cinco décadas. No hay ningún intento de rejuvenecerlos: ahí los tenemos, cuando eran veinteañeros que peleaban en Vietnam, con las mismas canas, arrugas, barrigas y voces cascadas que ostentan en la actualidad. Aparte de ser un toque más en el estilo juguetón de esta película, este recurso puede dar a entender que los flashbacks son representaciones de la manera en que esos recuerdos están presentes en los personajes.

A todos esos aspectos podemos sumar el atractivo de los imponentes paisajes naturales indochinos y de algún sitio histórico. También es interesante ver la ciudad de Ho Chi Minh actual, moderna, con sucursales de McDonald’s y propagandas de Budweiser. Hay una discoteca (¿realidad o ficción?) llamada Apocalypse Now, y ex vietcongs canosos saludan, sin rencor, a los 5 Bloods (así se denomina el grupo protagónico), asimilados a un circuito turístico destinado a ex GIs que pelearon en Vietnam.

En pleno calor de las protestas por el asesinato de George Floyd, no deja de emocionar la aparición de una nueva realización del más prestigioso cineasta afroamericano, protagonizada por negros, que enfatiza cuestiones serias sobre el racismo y muestra, en una de sus últimas escenas, un mitin de Black Lives Matter. De todos modos, no encontraron la vuelta para superar el carácter torcido de un proyecto que iba a ser una cosa y terminó siendo otra, y la narrativa es un cocoliche. Por un lado, está esa tendencia empalagosa y sentimental, derivada de cierta sensibilidad teatral muy yanqui, de armar el drama a partir de traumas, de los que vemos, primero, las consecuencias y, finalmente, en algún diálogo “emotivo”, la causa. Uno hace de cuenta que es adinerado, pero, en realidad está en quiebra; otro carga las consecuencias de un tristísimo drama familiar; otro siente una culpa atroz por la muerte del mejor amigo y está enfermo de cáncer. Son todos excelentes actores, pero adoptan la modalidad de actuación medio lamentable vinculada a ese tipo de drama, que consiste en una constante intensidad, miradas duras bien a los ojos, parlamentos en los que todo parece salir de lo más hondo y siempre desemboca en algún momento de descontrol. El estilo cinematográfico será juguetón, pero el tono de la película es serio y solemne. Por otro lado, tenemos las reflexiones políticas sobre el racismo y Vietnam. Por otro lado más, se trata de un drama a la manera de El tesoro de la Sierra Madre (1948, John Huston), en que, una vez ubicado el oro, empiezan a surgir las paranoias que enfrentan a los personajes unos contra otros. Las peores consecuencias de esto no se llegan a plasmar, porque son anuladas por una línea más: un grupo de bandidos vietnamitas armados hasta los dientes quiere robar el oro, lo que resulta en episodios de aventura y acción violenta.

Se plantean muchos puntos para discutir. Aparte de las referencias genéricas al racismo, está la proporción de negros enviados a la guerra (tres veces más alta que la proporción de negros en la población de Estados Unidos) y el hecho de que peleaban por supuestas libertades democráticas de las que no gozaban plenamente en su propio país. Sobre esas cosas vinculadas al racismo en Estados Unidos, la película no tiene ambigüedades, o incluso corta grueso (se asume que Crispus Attucks fue negro, lo que no es seguro, y no hay referencia a su ascendencia nativa, que sí es cierta). Sin embargo, todo lo que tiene que ver con la intervención estadounidense en Vietnam se trata como complejo, que tiene más de un punto de vista, que dejó traumas de ambos lados. Ay, los “dos demonios”: es como si se pudieran comparar desde un mismo parámetro las acciones de un ejército extranjero interventor con las de la población invadida.

Nadie puede decir que la película es acríticamente imperialista. Para defenderla de cualquier acusación de ese tipo, los realizadores pueden ostentar la referencia, debidamente ilustrada con imágenes espantosas, de la masacre de My Lai (1968) o el hecho de que los vietcongs masacrados por los 5 Bloods estaban charlando sobre poesía. Pero los realizadores no se atrevieron a una crítica más articulada y, en aspectos de sentido menos explícito, hay notorios componentes patrioteros. Uno es la música, con sus fanfarrias de trompetas, acordes de “americana” y toques de tambor militar, siempre un poquito triste y nostálgica, con ese aire de “cuánto sufrieron nuestros muchachos”. Los disparos de los vietcongs siempre pegan cerquita de nuestros héroes, mientras que estos, aunque estén en inferioridad táctica, matan enemigos a troche y moche, como en los viejos westerns, en que morían decenas de indios por cada soldado de la caballería.

El episodio actual con los mercenarios es un eco de los enfrentamientos pasados (reforzado por el recurso de que, en ambas épocas, los 5 Bloods tienen la misma apariencia), y ahí los vietnamitas cumplen abiertamente la función de asiáticos perversos y malvados al mando de un extranjero poderoso y amoral (el francés). Admiramos a Norman por su muy desarrollada conciencia crítica con respecto al racismo, pero, cuando sintetiza sus méritos, Otis dice: “Ese hermano fue el mejor soldado que haya existido”, y la ilustración en flashbacks es la emboscada que liquida a los vietnamitas que hablaban de poesía. La restitución de los restos mortales de Norman tiene los rasgos dignificantes de la pompa militar y acompañamos la congoja de sus familiares. Ahora bien, si estamos en un ámbito que aplica un parangón de rigor ético estricto, como cuando Otis recuerda que George Washington poseía 123 esclavos, debería aplicarse igual rigor con respecto a estos personajes que fueron al extranjero, financiados por un país poderoso, para matar decenas de locales, sin tener un atenuante comparable a liderar la independencia o redactar la Constitución más influyente del planeta.

Más allá de la interpretación ideológica de la película, la trama tiene elementos inverosímiles. La misión de los 5 Bloods era recuperar lo que hubiera en un avión estadounidense derribado por los vietcongs, con el curioso detalle de que nadie les advirtió que había allí una caja con unos 500 lingotes de oro. Si ellos no la hubieran encontrado de casualidad, la misión hubiera sido inútil. Los 5 Bloods volvieron con las manos vacías, ya que enterraron el oro y se hicieron los sotas, pero, al parecer, no hubo investigación alguna y no levantaron sospecha. Para sacar el oro de Vietnam recurren a un hábil negociante francés, que, obviamente, cobra un porcentaje jugoso, porque se trata de una operación ilegal. Sin embargo, el negociante no tiene mejor idea que contratar a una decena de mercenarios armados para quedarse con la totalidad del oro, armando una miniguerra que difícilmente hubiera pasado desapercibida. Todo ello resulta en unos 17 muertos de cuatro nacionalidades y tres heridos de bala, y no hay mención alguna a investigación posterior, como si se tratara, una vez más, de una trifulca en el Viejo Oeste salvaje.

Da 5 Blood. Dirigida por Spike Lee. Con Clarke Peters, Delroy Lindo, Jonathan Majors. Estados Unidos, 2020. Netflix.