Japón es la extrañeza. Es la voz que sale desde las entrañas de los señores feudales de la serie televisiva Shogun (1980). El temible Toránaga era Toshirō Mifune. Demasiada crueldad para el público infantil de esa década, podría pensarse, pero los infantes eran tolerados frente a la pantalla gracias al sufrido Richard Chamberlain, víctima de las iras de Toránaga y objeto de los suspiros de nuestras madres de provincia.
Japón es la extrañeza. Al regreso de la democracia, aquellos niños televidentes pasan a ser ejemplares juveniles de la fauna que habita las salas de Cinemateca. Mifune ya no es el malhumorado fundador del shogunato de Tokugawa, sino que asume las múltiples formas con las que Akira Kurosawa dialoga con Occidente. Puede ser un personaje de Fiódor Dostoievski en El idiota (1951) o uno de William Shakespeare en Trono de sangre (1957). Desde ese punto de contacto, Kurosawa nos habla de la extrañeza y, ya libre de andamios, nos inocula formas más puras de ese virus a través de historias tradicionales niponas, como Rashomon (1950) y La fortaleza escondida (1958).
Pero aún faltaba Yasujirō Ozu. La primera película japonesa que se conoció en Uruguay fue, precisamente, la kurosawana Rashomon, estrenada el 18 de agosto de 1952 en el Trocadero. Debieron pasar treinta inviernos para que llegara el primer filme de Ozu. Resultó ser Flores de equinoccio (1958) y se estrenó el 28 de agosto de 1982 en Estudio 1, sólo para los valientes que se atrevieron con el frío de Camacuá casi la Rambla.
Fue un caso aislado. Para ver un ciclo completo de este director hubo que esperar hasta marzo de 1993, cuando Sala Cinemateca propuso su descubrimiento. Ahí fue que llegaron las latas que contenían “la trilogía de Noriko”. Aunque Ozu negó que haya sido pensada como una unidad, está formada por tres películas que tienen un personaje femenino que en todas ellas se llama Noriko y en todas ellas está interpretado por la misma actriz: Setsuko Hara.
En Cuentos de Tokio (1953), elegida en 2012 como la mejor película de todos los tiempos por una encuesta entre cineastas realizada por la prestigiosa revista Sight and Sound, Noriko es una viuda de guerra, la única que parece mirar con empatía a la pareja de ancianos ‒sus suegros‒ que llegan de la provincia a visitar a sus hijos, todos ya con una familia formada en la capital, salvo el más joven. En Primavera tardía (1949) y El comienzo del verano (1951) Noriko es una hija que rechaza casarse. En una por ser muy conservadora, en la otra por ser algo más liberal que lo que se espera de ella.
Ahora, por la pandemia, aquellos ejemplares juveniles de las salas de los 80 mutan, a la inversa, en televidentes. En Qubit está lo esencial de Ozu. Se entra en contacto, así, con su ritmo hipnótico, que intercala momentos casi zen de la naturaleza, o con sus perspectivas desde el tatami, con la cámara “a nivel del suelo” en lugar de la altura media del cine occidental. ¿Quién que lo experimente puede no estar de acuerdo ‒sin llegar a saber del todo lo que significa‒ con la afirmación de que Ozu es el más japonés de los cineastas japoneses?