La archiafortunada palabra “robot” fue acuñada hace un siglo por el checo Karel Čapek, en su pieza teatral R.U.R., imaginando a seres artificiales que trabajan para los humanos hasta, por supuesto, rebelarse. Sin embargo, la obra del pintor tacuaremboense Gustavo Alamón, fallecido el martes a los 85 años, se ha asociado a otro escritor checo más notorio, Franz Kafka, en relación, se supone, con sus climas agobiantes. Pero el grueso de su trayectoria está ligada indisolublemente a la figura del robot, habiendo hecho de este “tipo” el protagonista absoluto –aun con variaciones significativas– de sus telas: un caso de artista casi monotemático, obsesivamente ocupado en declinar esta figura paradigmática en un abanico sorprendente de poses y colores a lo largo de décadas.
Con esta metáfora polivalente, sus óleos y sus ocasionales murales reflexionaban sobre el viejo pero siempre candente tema de la deshumanización del hombre, especialmente puntiagudo cuando se iba definiendo el estilo del pintor en los años 70. Por un lado, a nivel global, estaba especialmente vivo el debate sobre la alienación de las personas (visión marxista) en la sociedad tardocapitalista, con todo su corolario de incomunicación y neurosis; por otro, a nivel local, se encarnaba trágicamente en la dictadura, con su ideología y conducta inhumanas. Dictadura cuya ferocidad sufrió directamente Alamón cuando en 1975 fue destituido de su trabajo como profesor en la enseñanza secundaria.
En cierto sentido, sus robots dan vuelta la raíz de la palabra checa robota que los define –“trabajo pesado”, “esclavo”– y son transformados en amos, en gigantescos maniquíes antropomorfos de metal, a veces labrado. Estos representan a un poder ciego y usurpador, coadyuvado por pequeños hombres y mujeres, también sin rasgos, dedicados a su manutención o enjaulados despiadadamente por ellos. Toda una alegoría antitecnológica y de advertencia sobre los riesgos de una sociedad con tendencias homogeneizadoras y autoritarias.
La lectura según la cual estas figuras frías y desalmadas representaban a los militares uruguayos del régimen ha sido quizá la más difundida, y es, por cierto, legítima: Alamón recordaba que su experiencia en el Liceo Militar le había enseñado cómo la disciplina marcial podía tener efectos peligrosamente despersonalizantes. Pero el ámbito y el alcance de su “mensaje” apuntaba a ser más amplio, como él mismo reiteró en varias ocasiones: “Yo soy un pintor del ideal que propugna un progreso pacífico hacia la concreción de un estado de dignidad, libertad, respeto a las divergencias y a los derechos humanos”, declaraba en una autobiografía escrita para el libro Alamón. El artista y su circunstancia (2014), compilado por Wilson Javier Cardozo.
Junto con los rastros de la enseñanza de Anhelo Hernández, Miguel Ángel Pareja y Edgardo Ribeiro en la Escuela Nacional de Bellas Artes, a nivel formal y de composición de la imagen son evidentes otros influjos: la postura metafísica del primer Giorgio de Chirico y del Carlo Carrà posfuturista; toques necesariamente “tubistas” a la Fernand Léger; una general y suave atmósfera surrealista, no sin sugestiones cinematográficas, como en las series que “aplastan” al espectador, en las que, gracias a un punto de vista extremadamente contrapicado, los enormes autómatas parecen más amenazadores que nunca. Ajeno a las modas, algo que confirma su constancia temática y cromática (un cromatismo vivaz pero nunca hiriente), Alamón siempre se rigió por la ética del artista concentrado en su propia búsqueda, en detrimento de tentaciones mundanas o distracciones: “Mi gran compromiso es con mi propia obra, y es hacia ella que vuelco la mayor y dura exigencia personal”, declaraba en 1978.