Gran parte de nuestra relación con el cine libra su juego en si lo asumimos desde su dimensión de espejo o de ventana. Ambas acepciones son perfectamente defendibles, aunque las dos presentan sus ventajas y sus trampas. El cine como ventana puede ser tanto un cine escapista, meramente comprometido con brindar al espectador un momento de escisión con respecto a los problemas de su interioridad, como así también uno que pueda mostrarnos realidades a criticar o transformar. El cine como espejo puede ser un dispositivo que requiere la coconstrucción de la obra por parte del espectador, al igual que un ejercicio de autoindulgencia ombliguista.
Pasamos nuestra vida alternando entre una y otra parte de la balanza, aunque dentro nuestro siempre permanece una especie de predisposición hacia una de las dos. Es cuando arrecian momentos de quiebre de la vida que la relación entre el espejo y la ventana se puede transformar por completo.
Una de estas sensaciones es la de la relación de la cinefilia privada en tiempos de depresión. En una primera instancia, el cine se ofrece como una mano amiga, una especie de ventana que deja una rendija por donde pasa la luz. Efectos sinestésicos extraños, como la tranquilidad que pueden irradiar los buzos de lana que Billy Crystal usaba en Cuando Harry conoció a Sally (Rob Reiner, 1989); la escena repetida cinco mil, quince mil veces de ese silencio quebradizo y extraño de Renée Zelweger luego de que Tom Cruise intenta recuperarla y ella, con la cara completamente hinchada, le dice: “Callate, sólo callate, ya me ganaste con el hola”; o esa sensación de lugar cálido, sereno y hermoso donde estar, y poder rodearse de las charlas en librerías o parques que se suelen dar en las películas de Eric Rohmer y Jonás Trueba. Cuando la marea de la tristeza crece, uno puede refugiarse ahí; basta con buscar la película y ponerla de nuevo, y de golpe uno ya no existe, sólo es un efluvio cálido que se arremolina en la marea del film.
Pero cuando la depresión se instala, esta relación con el cine cambia. Las películas dejan de ser un bálsamo, para convertirse en una boca de tormenta que se traga todo. Así, ellas empiezan a sentir por uno: ya no tenés que sentir amor si una canción en una obra de Wong Kar-wai puede hacerlo por vos, de la misma manera que podés ahorrar tus propias lágrimas si tenés a Ana Karina llorando en otra butaca, del otro lado de la pantalla.
No creas que voy a gritar (Ne croyez surtout pas que je hurle, de Frank Beauvais, habla de esta compleja dimensión entre la ventana y el espejo, entre el cine como medicamento y el cine como veneno. La película (disponible en la plataforma Mubi) cumple la función de diario-ensayo, en el que el director, escritor y programador narra su adicción al cine durante un hondo período de depresión.
Estallidos emocionales
No creas que voy a gritar parte de la mudanza de Frank a su Alsacia natal, un pueblo que, a diferencia del París abierto y cosmopolita en el que había vivido los anteriores años de su vida, se muestra como un sitio anclado en un ritmo y estilo de vida más cercanos a los de 70 años atrás, con una población germanófila, religiosa, fría, suicida. Es allí que se separará de un novio de larga data y vivirá de primera mano el fallecimiento de un padre que desde hacía muchos años había empezado un largo proceso de dejarse morir. La muerte de su padre sólo es la consolidación de un largo proceso de depresión y ansiedad, en el que el director encuentra como refugio ver cerca de cuatro películas por día, mientras trata de vender las decenas de miles de DVD, libros, CD y vinilos que tiene archivados en el altillo de su casa.
Este film sería otra obra más sobre la depresión si no fuera por la forma fascinante en que está realizado. Nunca vemos una imagen de Frank, ni siquiera de sus amigos o de la Alsacia que lo ahoga. Toda la película está realizada a partir de recortes brevísimos (casi ninguno supera los cuatro o cinco segundos) de esas 400 películas que el director vio en ese período de confinamiento. Una película hecha a partir de las esquirlas de ese estallido emocional. Así, se genera un extraño ida y vuelta entre texto e imagen, donde a veces la microescena que aparece en la pantalla puede ilustrar lo que se narra, y otras, actuar de forma metafórica o como significado opuesto subterráneo.
Resonancias soviéticas
Así, todo el film es como un efecto Lev Kuleshov (pionero del cine soviético) inacabable, en el que cada imagen resignifica a la anterior, a la vez que se entrelazan con la narración de manera perfecta en cuanto al ritmo, pero no siempre sincrónica en el contenido.
Pero aun por fuera del impecable montaje de Thomas Marchand, el videoensayo es una gran oda al plano detalle: el terror colorinche de los giallos, las ansiosas manos bressonianas, el trepidar particular de la naturaleza en el cine mudo, los animales vivos, muertos, cuidados y asesinados, los objetos destruidos y cuidadosamente manipulados. Las 400 películas mencionadas en los créditos finales incluyen obras archiconocidas, pero aun así, la tijera recorta detalles tan ínfimos que todo parece anónimo, próximo a ser reabsorbido por la narración. Y en algún sentido, recrea la memoria y los pensamientos cuando uno tiene una sobredosis de films: todo se funde en una misma masa en la que algún plano detalle aparece sobre la superficie.
El tono lóbrego, casi devastador de la narración de Beauvais por momentos parece sacado de una de las autobiografías de Thomas Bernhard, y por otros uno de esos ensayos más juguetones y nostálgicos de Roland Barthes. Sin embargo, lo que queda ahí, y que presenta la película como su escape y su trampa es el cine, frente al cual el director dice tener una relación similar a la de un rehén que desarrolla un comprensivo y sereno síndrome de Estocolmo hacia su secuestrador. Lo dice con total lucidez en un momento crucial del film: “el cine es analgésico, derivativo, expiador, reconciliador. Películas como curitas, hospicios, clínicas, burdeles, caridad, retiro. Películas como reflejos, observaciones, cachetadas, shocks eléctricos, armaduras, carreras en contra del tiempo, locura y olvido”.
La paradoja es que en No creas que voy a gritar el narrador quiere salvarse por medio del mismo dispositivo que lo aniquila. Quizás la clave se encuentra en el momento en que explica por qué le gusta más el cine soviético que el de Occidente: las películas no están centradas alrededor de la contraposición del individuo, sus deseos y su entorno, sino en reflexiones sobre cómo ser un miembro de lo social y hacer coincidir su deseo con el bien mayor. De algún modo, en esa oposición de una sociedad de producción por encima de una sociedad de consumo está la alegoría de lo que quiso hacer Frank Beauvais con su adicción: producir algo con ella, en vez de ser consumido por el vicio.
No creas que voy a gritar. De Frank Beauvais. Francia, 2019. En Mubi.