He aquí una película desconcertante, a tal punto que supongo que es muy difícil llevar una discusión argumentada y fundamentada sobre si es “buena” o “mala”, ya que lidia con un lobizón, lo cual, de cuajo, embarra cualquier consideración en cuanto a verosimilitud, seriedad o consistencia. Para colmo, asume una versión brasileña del mito, según la cual la dolencia o maldición deriva de que la madre quedó embarazada de un cura católico, y el niño que se vuelve lobo, como los vampiros, es medio avieso a los símbolos de la iglesia.

Pero hay otras cosas extrañas en Los buenos modales: la primera mitad es como el “cuento de origen” de la segunda, que transcurre siete años después, luego de un giro inesperado. La sensación es la de estar frente a dos películas conectadas, pero bastante distintas.

Al inicio, parece una película brasileña más que lidia, en forma de drama naturalista, con la relación patrón-mucama, algo tan significativo en la sociología brasileña y que involucra una profunda trama emotiva. El asunto es abordado en forma original y magistral en la historia de Ana, una joven embarazada que vive sola en un opulento apartamento de un barrio ficticio de San Pablo, y contrata a Clara como niñera. El niño todavía no nació, y queda claro que Ana, criada en una rica familia estanciera, pretende tener quién la ayude en lo cotidiano y además le haga compañía. Es fascinante observar el vínculo entre ellas; disuelta la inseguridad inicial vinculada a la ansiedad por establecerse en el empleo, Clara tiene los pies bien plantados, lo que la termina ubicando en una posición protectora, casi maternal, con respecto a una Ana mucho más sin rumbo y anímicamente frágil. Algunos de los pedidos (que en una relación así siempre son, veladamente, órdenes) son un poco abusivos, ya que la niñera termina prestando servicios también como cocinera, mandadera, limpiadora, gobernanta, ama de compañía, enfermera, amigota y pintora de paredes. El asunto evoluciona hasta entrar a otro territorio, en el que se vuelven amantes. Ese giro lesbiano viene, por lo tanto, condimentado con los ingredientes implícitos en las relaciones patrona-empleada, rica-pobre, blanca y negra y una de ellas embarazada. Todo ello se va a enriquecer con los elementos sobrenaturales, a la vez que se presenta como una película de terror que inquieta un poco, pero no mete demasiado miedo y tampoco parece pretenderlo.

La realización de la película es exquisita. Las dos actrices son formidables, y el entorno pituco de la primera parte inspiró en los realizadores una estética preciosista, de encuadres quietos y que quedan marcados en el recuerdo del espectador, y un diseño de arte lleno de significación y armonizado en forma virtuosa. Desde el inicio se impone un funcionamiento formalista, cuando el agudo de una soprano con vibrato (en la música de presentación) se enlaza con el timbre del intercomunicador, también agudo y vibrado, que es el primer sonido diegético de la película, mientras Clara llega al edificio en que vive Ana para su entrevista de trabajo.

Aunque la película funciona muy bien como drama psicológico y como juego con los géneros cinematográficos, es imposible esquivar los posibles subtextos que tienen que ver con la ebullición social en Brasil, los conflictos de clase, la grieta. Esos temas están ahí, espesando la narrativa, sin que sea posible aclarar de manera simple qué simboliza qué cosa, o qué moraleja deriva de todo eso. Hay elementos de historieta y préstamos o citas de Alien, Frankenstein, El bebé de Rosemary y películas de coming of age. Para confundir aún más el panorama, hay un par de momentos que coquetean con el musical, y una escena que desemboca de lleno en dicho género (un personaje secundario se pone a cantar en la calle, un conjunto musical invisible domina la banda sonora y acompaña su canto, que comenta lo que está ocurriendo en la narrativa).

La segunda mitad de la película, que transcurre en un barrio pobre, también es muy interesante, pero, por desgracia, es mucho más fallida que la primera. El desempeño del reparto infantil (un problema endémico del cine latinoamericano) deja que desear, y su participación es bastante central. Los efectos especiales, quizá el principal aporte primermundista de los coproductores franceses, serán excepcionales para una película brasileña, pero siguen siendo de segunda para los estándares internacionales, y uno preferiría que hubieran ahorrado esos millones malgastados y dejado la cosa por cuenta de las insinuaciones, de lo no visto, como en casi toda la primera mitad. La última visión que tenemos del lobizón tiene una similitud, que no ayuda mucho, con Rocket, el mapache de Guardianes de la galaxia.

Parece joda, pero mirando los créditos finales veo que el actor que actúa de lobizón se llama Miguel Lobo, debidamente seleccionado por una directora de reparto llamada Alice Wolfenson.

Los buenos modales. Dirigida por Juliana Rojas y Marco Dutra. Con Isabel Zuaa, Marjorie Estiano, Miguel Lobo. Brasil/Francia, 2017. En BuenCine y Mubi.