Apenas supe de la muerte de Justin Townes Earle –de una presunta sobredosis, como dijo la Policía de Nashville– pensé seguramente lo mismo que todos los que sabían de su leyenda pero nunca llegaron a conocerlo personalmente. Hago esta aclaración porque tal vez era un tipo divino, cuya presencia ausentaba cualquier sospecha de destino manifiesto alguno. Y cuando hablo de leyenda no me refiero a que tenga una propia, era demasiado joven para eso –tenía apenas 38 años–, sino a la que cargaba sobre sus hombros por obra y gracia de nombre y apellido: Townes, por Townes van Zandt, amigo y compinche de su padre, y Earle, por Steve Earle, su mismísimo progenitor.
“Mi primer nombre debió haber sido Townes, pero mi madre se negó rotundamente”, contó alguna vez. “Odiaba a Van Zandt por todo lo que significaba, pero nunca dejó de cantar sus canciones”. Lo que significa Van Zandt –y su apóstol Earle, al menos durante una juventud que terminó incluso depositándolo en la cárcel– es el mito del borracho redentor, del drogadicto siempre jugando con la muerte, del evangelio del sexo, droga y rock’n’roll adaptado al country más fuera de la ley.
En el fondo, lo que subyace detrás de todo eso, en el caso de que no nos hayamos olvidado de ese pequeño detalle llamado música, es la convicción –o el temor– de que hace falta hundirse hasta el fondo del pozo para dejar allí los propios demonios y volver con las manos llenas de canciones. Algo con lo que el joven Earle confesó haber comulgado más de una vez. Pero no para hacer sus discos, aclaró también. Esos –bastantes, por cierto, teniendo en cuenta su edad– los compuso y grabó sobrio. O al menos eso fue lo que siempre aseguró. El último, el octavo de su carrera, lleva por nombre El santo de las causas perdidas, y es imposible no pensar en ese dicho que habla de que hay que tener cuidado con lo que se desea, porque generalmente se consigue. Y también me viene a la mente otro que dice que no hay que convocar monstruos que no se sepa cómo controlar.
Estoy seguro de que Justin en cierto momento creyó tener sus monstruos bien controlados y saber mantener a raya sus deseos. Después de todo, contaba en las entrevistas que había empezado a drogarse con apenas 12 años, justo cuando su padre empezaba una temporada tras las rejas por portación de armas y de sustancias. También recordaba Justin que, pese a su apellido, no creció rodeado de instrumentos y contactos dentro del mundo de la música, ya que a los dos años sus padres se separaron, y su madre nunca dejó que ni siquiera una guitarra entrase en su casa. A sus espaldas, entonces, y buscando refugio de la sucesión de novios que ella supo traer al hogar, el hijo de Steve debió hacerse bien de abajo para poder terminar siguiendo el camino de su padre, en todo sentido.
Llegó hasta el punto de que justamente papá Earle tuvo que echarlo de su breve paso por su banda, The Dukes, por pasarse de la, ejem, raya. Pero a pesar de esa huida hacia adelante, o justamente por eso, Justin Townes Earle terminó limpiándose lo suficiente como para grabar, a fines de la primera década de este siglo, una sucesión de discos –The Good Life (2008), Midnight at the Movies (2009) y el consagratorio Harlem River Blues (2010)– que lo instalaron primero como debutante, luego como firme promesa y más tarde como directamente futuro de eso que bajo el desabrido nombre de alt-country mezcla diversas dosis de country, rock y un corazón punk. Fue entonces cuando sus excesos se hicieron públicos por primera vez, al punto de que el periódico The Dallas Observer terminó incluyéndolo, a los 28 años, en su lista de músicos al borde de la muerte.
Una década y varios escándalos, y también grandes discos, más tarde –entre ellos Single Mothers (2014) y Absent Fathers (2015), inequívocamente dedicados a sus progenitores–, Justin terminó cumpliendo con aquel macabro presagio, ese pensamiento compartido con el que empecé a escribir esta despedida. Difícil escaparle al destino de un nombre y de la sangre, y Justin Townes Earle evidentemente no fue capaz de hacerlo. Pero también supo estar trágicamente a la altura, e incluso mucho más que eso. Alcanza con escuchar uno de sus discos, cualquiera de ellos, para descubrir a alguien que no sólo responde a su historia, sino que llega a sorprender por la contundencia con la que revela su propio camino.
Los nombres y apellidos pueden condenar, pero las canciones liberan, una paradoja que el carismático Earle hijo ha alcanzado a demostrar disco tras disco, tema tras tema. Aunque duelan. “Los tragos ya no me alegran”, “todas las drogas han comenzado a fallarme”, “traté de amar pero fallé”, canta en Talking to Myself, que cierra su último disco, el que nunca pudo salir a presentar en vivo durante este año en pausa. “Son cosas que sólo digo cuando hablo conmigo mismo” es la frase con la que cierra el estribillo del tema con el que Justin se despide al final de The Saint of the Lost Causes. Finalmente santo, sin causa y perdido, ahora y para siempre.